13 de julio de 1991

Una reflexión sobre la realidad urbana contemporánea


El Norte de Castilla, 19-21 de Mayo de 1991


Muchas de las tensiones que aque­jan a la sociedad contemporánea tie­nen su raíz en los problemas plantea­dos en torno al hecho urbano, verda­dero catalizador de las preocupacio­nes esenciales de nuestro tiempo y fenómeno desencadenante de conflic­tos múltiples, asociados a la compleji­dad de sus dinamismos intrínsecos y a las disparidades de toda índole que, como consecuencia de ello, tienen lu­gar en la ciudad moderna. Mas tam­bién es cierto que a medida que ésta se afianza como el escenario preferente de residencia y el ámbito primordial de relación social y económica de nuestro tiempo, todo lo concerniente al desarrollo y organización de las formas de vida urbanas se inscribe por fuerza en un panorama de afanes com­partidos, convergentes unas veces y enfrentados otras, que a nadie puede dejar indiferente, so pena de incurrir en posturas aislacionistas, que siem­pre van en detrimento de la defensa de los propios intereses, tanto en su ver­tiente particular como colectiva. Bajo estas premisas, la sensación de perte­nencia a un espacio de uso común, vertebrado a partir de una realidad heterogénea, cobra una importancia indiscutible, que se transmite desde el ciudadano individual hasta los órga­nos de decisión política, en un proceso constante de interacción y enriqueci­miento mutuos, sólo realmente fecun­do cuando estas aportaciones, emana­das de uno y otro lado, se organizan en un contexto democrático, abierto y plenamente participativo.


En esencia, la necesidad de alentar al máximo este intercambio fluido de posiciones diversas viene exigida por la progresiva reafirmación de un mo­delo interpretativo de la ciudad, que obligadamente ha de poner fin a la visión restrictiva y en cierto modo unidimensional que tradicionalmente ha caracterizado el entendimiento de las relaciones entre la sociedad y el entorno urbano en que ésta se desen­vuelve. Es decir, asistimos al tránsito desde una concepción unilateralmente dirigista, basada en las pautas impuestas por unos pocos a otra en la que primen los principios de participa­ción, emanados de la propia sociedad y de sus órganos más directamente representativos. Sólo así es posible conceder toda su validez a las reflexio­nes que abogan por la superación de un planteamiento eminentemente centrado en la mera expansión cuanti­tativa de las magnitudes demográficas y económicas, al margen de las impli­caciones sociales y ambientales que a menudo ello traía consigo", para, en su lugar, insistir en la defensa de una actitud más crítica y vigilante frente a las posturas defensoras de la lógica estricta del crecimiento a toda costa. De hecho esta idea no hace sino res­ponder a la comprobación de que más allá de los optimismos que deparan las situaciones expansivas a corto plazo, los comportamientos simplemente acumulativos propenden, cuando se contemplan con un horizonte más amplio, a la génesis de fuertes contra­dicciones y deseconomías internas, que amenazan incluso con poner en entredicho la propia capacidad del entorno urbano para cumplir satisfac­toriamente las necesidades que le im­pone el mismo cuerpo social.


Si estas reflexiones se han incorpo­rado desde hace tiempo a la esfera de actuaciones asumidas por los elemen­tos responsables de la gestión en las ciudades europeas, tardíamente ob­servamos, en cambio, su asimilación decidida al ámbito concreto de la rea­lidad urbana española. Y aunque no cabe duda que el espíritu que anima a la concepción de numerosos planes urbanísticos traduce en teoría una cre­ciente sensibilidad por este tipo de cuestiones, no son infrecuentes, cuan­do se desciende al análisis de casos concretos, los reiterados incumpli­mientos de los objetivos previstos, con frecuencia sacrificados al logro de realizaciones espectaculares inmedia­tas, cuya falta de cohesión y exceso de voluntarismo modifican con brusque­dad la ya ampliamente deteriorada armonía urbana, al tiempo que evi­dencian el mantenimiento de una estrategia todavía en exceso supeditada a la satisfacción de los intereses espe­culativamente defendidos por un sec­tor minoritario de la sociedad.


No es ocioso, en estas circunstan­cias, plantearse hasta qué punto resul­ta preciso modificar con urgencia tales parámetros de conducta y, en conso­nancia con el sentido de las apremian­tes exigencias sociales, subrayar la ne­cesidad de promover estrategias de actuación nuevas capaces de insertar la dinámica de nuestras ciudades en un marco de referencia teórico apoya­do en la idea de solidaridad y en la defensa primordial de los intereses colectivos. No es ésta, en verdad, una pretensión utópica, sino una postura firmemente sustentada en la con­gruencia establecida entre los dos principios que, en mi opinión, mejor identifican en nuestros días la formu­lación explícita de una política urbana progresista, indispensable si realmen­te se desea alcanzar el desarrollo con­diciones de calidad de vida con una proyección socialmente mayoritaria.


Se trata, por un lado, de revitalizar y otorgar su pleno contenido operati­vo al concepto de «Medio Ambiente Urbano», entendido en su acepción más global e integradora. Frente al cúmulo de situaciones de deterioro ambiental en que se hayan incursas prácticamente todas las ciudades, abogar por el despliegue de medidas preventivas y correctoras de las altera­ciones más lesivas para el buen funcio­namiento del entorno constituye no sólo un objetivo irrenunciabie sino a la par el soporte básico en el que se han de apoyar las políticas de intervención programadas. A este respecto, no ha lugar a la improvisación ni a un derro­che de originalidad en la formulación de las propuestas: bastaría simple­mente con hacer efectiva y técnica­mente aplicable la metodología pro­pugnada por el Libro Verde sobre el Medio Ambiente Urbano que el pasa­do año elaboró la Comisión de las Comunidades Europeas en un decidi­do afán por potenciar el nacimiento de una reflexión fecunda sobre el alcance de las dinámicas observadas y de cons­truir, en función de ella, un modelo susceptible de fundamentar las líneas maestras de reorganización del espa­cio urbano, obviamente acomodadas a las particularidades de cada escena­rio concreto y a sus problemáticas específicas.


¿Cómo cuestionar, entonces, la va­lidez de ese desglose, claramente efec­tivo, entre medidas orientadas a la reorganización de la estructura física de la ciudad y las que tienen como finalidad directa el control de las inci­dencias provocadas por las activida­des urbanas sobre el medio ambiente? Bajo ambos epígrafes aparecen con­templados e integrados los grandes temas que hoy preocupan al ciudada­no y frente a los cuales ninguna Admi­nistración puede honestamente per­manecer impasible. Si en el primer caso, las ventajas de una visión globalizadora consigue unificar las induda­bles conexiones existentes entre la pla­nificación del crecimiento, la correc­ción de los problemas de vivienda, la ordenación del transporte, la protección del patrimonio y la revalorización de los espacios de inte­rés ecológico, no es menor la validez que se otorga, en el segundo, a todo lo relacionado con la adecuada articula­ción del espacio de uso industrial, con el abastecimiento y calidad del agua y con el tratamiento de los residuos. Ciertamente tras cada uno de estos epígrafes subyace una casuística com­pleja y una tipología de problemas planteados a diversas escalas, cuya resolución precisa de análisis riguro­sos, sensibles a la realidad territorial y, por supuesto, de la adopción de inicia­tivas abordadas con auténtica volun­tad resolutoria, ya que sólo mediante la firmeza de las decisiones será posi­ble acometer con éxito programas de actuación ambiental verdaderamente efectivos.


Hasta tal punto es importante, en coherencia con lo subrayado en el artículo anterior, el logro de avances significativos desde la perspectiva am­biental que de ello depende en gran medida la posibilidad de efectuar el salto cualitativo hacia el otro de los grandes principios sobre los que se asienta la construcción de una reali­dad urbana solidaria. Me refiero, lógi­camente, al proyecto de hacer de la ciudad del espacio organizativo de una vida comunitaria socialmente integra­da. Este deseo trasciende a la mera consideración de una forma de convi­vencia forzosamente constituida a partir de una multiplicidad de elemen­tos disociados, que especialmente coe­xisten en situaciones de armonía aparente y más o menos estable, relativizadas por la función que cada uno de ellos desempeña en el organigrama socio-productivo. Sin ignorar el valor de los conflictos que difícilmente po­drán ser evitados en un contexto regi­do por la pluralidad de intereses y por la propensión a la defensa de las posi­ciones individualistas, entiendo que jamás una política urbana deberá re­nunciar a la puesta en práctica de los mecanismos que permitan superar esa tendencia a la «sociedad desintegrada en soledades individuales», a la que tan críticamente se ha referido Carlos Gurméndez.


Frente a estas actitudes .sólo cabe reivindicar el valor de contrapeso que sin duda pueden ejercer, no a demasia­do largo plazo, los intentos por crear ese ámbito de convivencia favorece­dor de una identificación del ciudada­no con el espacio en el que vive, compartiendo afanes comunes, inter­viniendo activamente en cuantas ini­ciativas sean capaces de enriquecer un panorama cultural cada vez más abierto a sus preocupaciones y sensibi­lidades, estableciendo, en fin, fórmu­las de cohesión en sus diferentes esfe­ras de comportamiento. Lo cual ha de estar firmemente cimentado en el am­plio margen de posibilidades que sin duda derivan de la conciencia de per­tenecer a un espacio urbano no repul­sivo sino integrador de voluntades heterogéneas y a la vez estimulante para la materialización de proyectos compartidos.


Se trata, dicho de otro modo, de abundar en la idea de «ciudad recupe­rada», durante mucho tiempo maltre­cha o desvaída en nuestro país,, y que sólo desde la democratización de los ayuntamientos está siendo posible rescatar gradualmente del olvido, no sin esfuerzos y vacilaciones. Y es que la «recuperación» de la ciudad por el ciudadano facilita, al sentirse éste par­tícipe y protagonista de cuanto aconte­ce en un contexto espacial concebido como propio, la aparición de potencia­lidades inéditas, que estimulan la for­mulación de propuestas encaminadas tanto a la mejora de la calidad de vida como a la creación de un escenario adecuado para la materialización de alternativas de desarrollo económico. Alternativas especialmente necesarias en una etapa de fuerte competencia interurbana como la que actualmente preside la situación de las ciudades españolas, y sobre todo de aquellas empeñadas en potenciar su atractivo mediante la puesta en práctica de nue­vas expectativas de futuro.


Aplicar los planteamientos señala­dos al caso vallisoletano es una tarea tan ambiciosa como apasionante. Y perentoria también. El diagnóstico que hoy po­demos hacer sobre Valladolid,- ya consolidada su personali­dad y defini­das las gran­des directri­ces que en el tiempo han inspirado su específica ordenación espacial, no arroja un ba­lance optimista, como consecuen­cia de los graves condicionamientos de todo orden hereda­dos de una etapa en la que la respuesta inmediata al crecimiento económico provocó la génesis de una ciudad caó­tica, repleta de contradicciones y dis­parates urbanísticos y ambientales. Muchos de ellos son fenómenos irre­versibles, que marcarán para siempre el deterioro de su fisonomía interna como uno de de sus rasgos más distin­tivos. Pero también es cierto que des­de 1979, por más que la crítica -ese «arma irrenunciable», como diría Malraux- siga estando plenamente justificada, Valladolid ha cobrado una nueva dimensión, en un intento cons­ciente por paliar en lo posible las enormes servidumbres heredadas e insertar a la ciudad en un panorama encaminado a la revitalización de su prestigio y a la creación de un entorno más favorable para la convivencia y la reflexión.


Digamos, en todo caso, que paulati­namente se han ido fraguando los cimientos sobre los que edificar un sentimiento de identificación, del que hasta hace bien poco se carecía. Pues no en vano había sido entorpecido como consecuencia de la actitud de rechazo provocada no tanto por el carácter foráneo de la mayor parte de sus residentes, reproduciendo así los hábitos tan usuales en enclaves masi­vamente nutridos por la emigración, como, sobre todo, por el escaso poder integrador que era capaz de ejercer un tipo de evolución urbanística favora­ble a las segregaciones sociales y a la acentuación de los antagonismos, has­ta cristalizar en un modelo de ciudad constituido por elementos espaciales múltiples con muy deficiente o nula vertebración entre sí. Si, por tanto, la consideración de Valladolid como espacio urbano pro­gresivamente asumido por el conjun­to de la población está ligada al proce­so lógico de asimilación que depara la existencia de una realidad fuertemen­te consolidada y a las ventajas de una forma de actuación que ha manifesta­do en numerosas ocasiones una predisposición clara al reconocimien­to de las demandas planteadas por la base social, el reto que se inicia a partir de ahora resulta crucialmente decisi­vo. Culminar la tarea iniciada en el sentido señalado, sin rupturas ni invo­luciones, tal vez sea uno de los objeti­vos primordiales, como requisito pre­vio para abordar con resultados satis­factorios los tres grandes epígrafes que, a mi juicio, simbolizan las líneas básicas en que ha de encuadrarse el tratamiento de la actual problemática vallisoletana.


De un lado, se ha de abordar con decisión y sensibilidad política las si­tuaciones críticas aún existentes en esa constelación de barrios periféricos, que, componentes fundamentales de la trama urbana y generadores con frecuencia de sólidas cohesiones inter­nas que no se pueden eludir en la toma de decisiones, son al tiempo la expre­sión fidedigna y permanente de las múltiples malformaciones legadas por la etapa desarrollista y más desafora­damente especulativa, y cuyas caren­cias ostensibles deben inscribirse sin demora entre las preocupaciones prio­ritarias de la ciudad, entre otras razo­nes porque albergan el conjunto de­mográfica y sociológicamente más re­presentativo.


De otro, es obvio que las fórmulas orientadas a facilitar la integración de la sociedad tienen en la dimensión cultural de las actuaciones una clave de referencia obligada, apo­yada en la necesaria concertación de propuestas e iniciativas, que la con­viertan en algo plenamente participativo y ajeno a cualquier elitismo excluyente, y a la vez proyec­tada con una visión respetuosa y defensora a ultranza del patri­monio históri­co, que haga po­sible la preser­vación de los testimonios re­siduales de la ri­queza arquitec­tónica que, has­ta hace bien po­co gravemente lesionada en una parte muy significativa por la remodelación o el abandono, sigue representando el so­porte más emblemático de la propia personalidad urbana.


Y, por último, sería un grave error hacer caso omiso de la hipótesis de que el futuro de Valladolid pudiera quedar seriamente mediatizado si no se procede a la corrección drástica de las deficiencias ambientales que tanto alteran y distorsionan sus potenciales capacidades para proporcionar una adecuada cali­dad de vida. Ruido, tráfico y agua definen la trilogía de las medidas de intervención deseables a corto plazo en una ciudad que acusa con especial gravedad los efectos de la difícil armo­nización planteada entre las caracte­rísticas del entorno y los impactos provocados sobre él. Y con un hori­zonte temporal que tampoco puede ser demasiado dilatado, es obvio que la calidad preconizada se identifica plenamente con la resolución de los déficits de que adolece el nivel de equipamientos en las áreas más nece­sitadas y con la búsqueda de solucio­nes efectivas al crónico problema de la vivienda, al que se ven con impoten­cia enfrentados amplios sectores de la sociedad, convirtiéndolo en uno de los aspectos primordiales de cualquier es­trategia de gestión merecedora del apoyo popular.


No son pocas, en suma, las dificul­tades que en los momentos actuales condicionan la reorganización solida­ria de los espacios urbanos contempo­ráneos. Su creciente complejidad y la confrontación de intereses en juego crean un marco de actuación difícil­mente abordable mediante el diseño de fórmulas simplificadoras de la rea­lidad. Se requieren, en cambio, solu­ciones imaginativas, un conocimiento y evaluación rigurosos de los proble­mas existentes, la elaboración de pro­gramas bien vertebrados y, ante todo, la voluntad firme de llevarlos a cabo. Definitivamente cuestionada la etapa de las decisiones unilaterales, casi siempre sostenidas por los grupos de presión más fuertes y exclusivistas, parece llegado el momento de la concertación, como requisito ineludible si se desea hacer de la ciudad un ámbito capaz de favorecer la permanente y fecunda convergencia de los afanes colectivos.


Consciente de ello, el ciu­dadano dispone ya de suficientes ele­mentos de juicio para ponderar el margen de sinceridad de las propues­tas que se le ofrecen y el grado de sintonía y sensibilidad que quienes las brindan manifiestan con la problemá­tica suscitada. Para decantar en nues­tro caso la opinión al respecto, basta­ría tan sólo con analizar la historia reciente de Valladolid, desde los años sesenta hasta nuestros días, para ver hasta qué punto los dos modelos de ciudad que se han configurado en el tiempo, ambos separados por el hiato que inicia el proceso de democratiza­ción de la gestión municipal, respon­den a filosofías antagónicas, cuyas po­sibles líneas de comportamiento y de concepción de la ciudad ha de ser enjuiciadas como criterios estimati­vos de las directrices que una y otra habrán de ser capaces de imprimir hacia un futuro inmediato. Un futuro que, de ningún modo, puede quedar a merced de posiciones demagógicas o de mero arbitrismo político.

24 de junio de 1991

Los diviesos de la democracia


El Mundo-Diario de Valladolid, 24 de Junio de 1991


Si no fuera porque sus gestos, actitudes y decisiones reper­cuten en el funcionamiento de la vida institucional y en la gestión de lo público, ninguna aten­ción habría que prestar a esos funes­tos personajes que, al socaire del con­texto democrático en que viven y del que se aprovechan, proliferan con insólita profusión en nuestra escena política para comportarse en ella a sus anchas, indiferentes y chulescos a los clamores de denuncia o repulsa que surgen a su alrededor. Son como sarpullidos incómodos, molestos y desagradables, que no tienen otra dig­nidad que la que les confiere un tan inexplicable como atípico apoyo popular, conseguido en buena lid pero a menudo con artes impropias de la mínima corrección democrática. Maestros del populismo barriobajero, profesionales avezados de la dema­gogia vulgar, aficionados a la difama­ción gratuita y amigos del chalaneo, son, al tiempo, ejemplares inverecun­dos de la mediocridad más absoluta, de la que, incluso, presumen como reflejo de una incultura consciente­mente asumida y procazmente divul­gada para ofensa y desazón de quie­nes abogan, en cambio, por la dig­nificación de la vida ciudadana.

Y hasta qué punto la crítica les hace mella es algo que no siempre resulta fácil dilucidar, ya que, en apa­riencia inmunes a ella, tienden a arre­meter con violencia verbal ante cual­quier ataque o puesta en entredicho de su particular forma de llevar a cabo la gestión de la cosa pública. Mas no se crean que el debate se resuelve en el terreno de la dialéctica respe­tuosa y civilizada. No, cuando se discute con ellos no ha lugar a la nor­malidad ni al atisbo de posibles inten­tos de concordia. De inmediato, como resortes impulsados por un automa­tismo calculado, casi instintivo, afloran los síntomas de la más completa inco­municación, de un abismo insondable que convierte la pretensión de diá­logo en un vano afán o, peor aún, en una predisposición totalmente esté­ril, que relega a quien la defiende al terreno del más completo ridículo e incomodidad.

Y es que en torno a tan lamentables: Figuras de nuestra realidad cotidiana: se teje un entramado de intereses, una i malla de relaciones tan tupida y críptica, que cualquier intento de homologación con los parámetros inheren­tes a la convivencia normal ha de ser inmediatamente descartado. La incompatibilidad en este sentido es y será siempre absoluta, entre otras razones porque la supervivencia del modelo que representan, así como el clientelismo a que da lugar, no pueden estructuralmente coexistir con el fun­cionamiento normal de las reglas pro­pias del juego democrático, abierto, crítico, transparente y flexible.

Frente a ellas, la rigidez y la opa­cidad constituyen la garantía indispen­sable en la que se han de amparar estos personajes protervos de la polí­tica para mantener intacto ese poder de persuasión banal que tantos bene­ficios les reporta, por más que tras él, a poco que el observador profun­dice en ello, se esconda el recurso sis­temático a una jerigonza repleta de lugares comunes, de frases hechas, de ideas primarias y de expresiones hueras.

Porque, a decir, verdad, ¿qué otra cosa, si no, se esconde bajo el insulto como procedimiento habitual de des­calificación del adversario, de lo que tampoco se halla exento incluso el alia­do, cuando éste comienza a cuestionar los comportamientos de aquél?, ¿a san­to de qué esa defensa enfermiza de las esencias locales como reacción afa­nosamente buscada frente al «enemi­go» exterior, dando prueba en todo momento de una actitud obsesivamen­te misoneísta, en lucha incesante con la marcha de los tiempos?, ¿cabría de otra forma interpretar, en fin, ese pato­lógico victimismo vindicativo, al que se recurre por sistema cuando la con­frontación opositora trata de descender al terreno operativo en el que se evi­dencian las muestras palmarias de la incompetencia y la marrullería en el ejercicio de la gestión?

Pero lo más grave es que, mediante el engaño y la manipulación de los hechos, sesgados siempre al servicio de sus ambiciones soterradas, lo único que consiguen es el medro personal a costa del prestigio buen nombre de los esce­narios donde se desenvuelven. Y así, mediante maniobras distorsionantes de la realidad, tienden a identificar sus ámbitos de actuación con los compor­tamientos consecuentes al espúreo liderazgo que tratan de detentar. Para ello recurren a toda suerte de artima­ñas, comunmente materializadas en la creación de sus propias opciones polí­ticas, que, sumidas en la banalidad pro­gramática y en los slogans de mero artificio, no son más que el reflejo mezquino de un personalismo vacuo en trono al cual se aglutinan los inte­reses particulares del «líder» y de quienes, arropados a su sombra a modo de sumisos y silentes turiferarios, unen su suerte y la de sus intereses par­ticulares a las pingües expectativas que les depara el desenvolvimiento a sus anchas en un auténtico patio de moni­podio.

A pesar de todo, no resulta fácil erradicar tales especímenes de nuestro panorama político, sorprendentemente protegidos a veces por opciones de solvencia reconocida en el juego democrático, que, de forma tan inex­plicable como peligrosa, se pliegan a sus pretensiones, estableciendo con ellos discutibles fórmulas de colabo­ración, sin que el ciudadano pueda captar la efectividad real de tales ope­raciones y las entretelas en que se ela­boran. De ahí que la puesta en entre­dicho de tales prácticas parezca ple­namente justificada, máxime cuando de su generalización pudieran derivar­se serios peligros para la imagen del sistema democrático, de cuyo descré­dito sólo cabe esperar consecuencias lamentables para el correcto funcio­namiento de las relaciones entre la sociedad y quienes la representan.

Se impone la urgencia de persuadir al ciudadano de que, apoyando a ese tipo de pseudodirigentes, poco puede hacer para la resolución de sus pro­blemas y para la recuperación efectiva del protagonismo que merece. Se tra­ta, en otras palabras, de invadir cual­quier tipo de tejemaneje político y de arbitrar, en su lugar, mecanismos en dirección contraria, de suerte que, sólo a través de la denuncia, del desarrollo de la conciencia crítica y de la for­mulación de alternativas fiables y sin­ceras, será posible poner fin a esta pesadilla y alumbrar perspectivas polí­ticas consistentes, que, rescatando la buena imagen que ha de tener el ejer­cicio serio de la política, hagan inne­cesaria de una vez por todas en Espa­ña y Castilla y León la sórdida pre­sencia de estos perjudiciales diviesos de la democracia.