12 de marzo de 1994

La Universidad ante una nueva etapa

El Mundo-Diario de Valladolid, 12 de Marzo de 2009


Dos son fundamentalmente en mi opinión, los rasgos distintivos que en mayor medida individua­lizan a la Universidad moderna en el conjunto de las grandes ins­tituciones sobre las que se asien­tan el prestigio, la vitalidad y, en definitiva, el propio funciona­miento de un país. De una parte, resulta patente su extraordinaria y cada vez mayor complejidad estructural, derivada de la siem­pre fecunda coexistencia de los múltiples saberes, metodologías, directrices y líneas de investiga­ción que en ella han ido conflu­yendo al amparo del desarrollo de la ciencia y de la tecnología en sus más diversas vertientes y aplicaciones. Y de otra, sobresale igualmente su comprobada sen­sibilidad ante los cambios ocurri­dos en el entorno en el que se desenvuelve, hasta el punto de que, por más que a veces se cues­tione o minimice la importancia de las relaciones que la conectan con la realidad social, es inne­gable que la trayectoria univer­sitaria constituye de forma siste­mática el reflejo fidedigno de las múltiples interdependencias que necesariamente la conectan con el exterior. La conjunción de ambos aspectos obliga, por tanto, a la Universidad a realizar un esfuerzo de adaptación constan­te, a menudo de alcance impre­visible, que dificulta los pronós­ticos y las planificaciones a medio y largo plazo al tiempo que impone pautas de compor­tamiento muy ajustadas al siem­pre variable margen de maniobra permitido tanto por las coyuntu­ras como por los virajes unila­terales de estrategia acometidos por parte de los agentes externos que con sus decisiones inciden, directa o indirectamente, sobre ella.

Estas ideas generales sirven, en principio, de punto de partida para entender mejor las expre­sivas discontinuidades que han jalonado la evolución de la Uni­versidad española desde el momento en que, al compás del proceso político, se procede el tránsito desde un sistema orga­nizativamente autoritario, intelectualmente mediocre, financie­ramente raquítico y socialmente discriminatorio a otro poco a poco modificado por el cambio social y la progresiva aplicación de las reglas del juego democrá­tico en un proceso casi simultá­neo con el incremento de la demanda global de enseñanza superior. Desde entonces, y dependiendo de los factores antes señalados, hemos asistido a la delimitación de tres grandes etapas, con caracteres, tendencias y perspectivas bien dispares, de las que, como es obvio, no per­manecerá ajena la Universidad de Valladolid.

1) La primera, que se cierra con la aprobación de la Ley de Reforma Universitaria (L.R.U.) en septiembre de 1983, marcará con rasgos de notable confusión los perfiles de una época breve en el tiempo pero pródiga en toda suerte de contradicciones y desa­sosiegos. Pasando del simple ensayo a los afanes sinceros por aplicar una norma reguladora de nuevo cuño que sirviese de sólido marco de referencia hacía el futu­ro, las obstrucciones políticas para llevarlo a cabo -se llegó a hablar incluso de una «Univer­sidad sin ley»-supusieron una considerable pérdida de tiempo que casi siempre implicó la existencia do fortísimas servi­dumbres c incó­modas frustr­aciones. Sobre todo para quie­nes, desde los órganos de gobierno y arro­pados por el respaldo demo­crático universalmente recibi­do, se vieron mediatizados sistemáticamente por la dificul­tad de abordar sus proyectos, carentes de medios econó­micos, de autonomía decisional y de verdadera voluntad de concertación en el panorama del momento, lo que, en definitiva, desencadenaría uno de los episo­dios más tensos que haya vivido la Universidad española desde el fin del franquismo.

2) Empero, la entrada en vigor de la L.R.U. a partir del curso 1983-84 establecerá de manera nítida el comienzo de una segunda etapa, que se prolongará sin solu­ción de continuidad hasta los últi­mos meses de 1992. Nadie discute ya que los casi diez años trans­curridos coinciden con el desarro­llo de un proceso de metamorfosis nunca experimentado hasta entonces y con tanta intensidad por la realidad universitaria espa­ñola. Ha sido, sin lugar a dudas, la década de las grandes transfor­maciones, de los proyectos satis­fechos, que han ido cristalizando en armonía con la propia remodelación socioeconómica del país y en consonancia con las premisas políticas y culturales en que nece­sariamente se inscriben.

Ahora bien, este planteamiento globalizador reviste, contemplado desde la Universidad, una dimen­sión mucho más concreía, al poner en evidencia los motivos respon­sables de !a magnitud de su cre­cimiento cuantitativo y el alcance de los nuevos mecanismos de ges­tión que, apoyados en la Ley y en los respectivos Estatutos, han per­mitido justificarlo e incluso rentabilizarlo con hol­gura.

Es decir, sin eludir el balance negativo o desfa­vorable que en muchos aspectos de la vicia uni­versitaria ha ofrecido, y sigue ofreciendo, la aplicación de la Ley -tan pen­diente de un riguroso juicio crítico como de un inaplazable plan de reforma excesivamente demorado- es evidente que, merced a ella, se han forjado las condiciones idó­neas para provo­car una ruptura absoluta con las ostensibles pre­cariedades de la etapa precedente.

En pocas palabras, estas condi­ciones se resumen en lo que yo denominaría «el trípode sustenta­dor» de la expansión universitaria de la segunda mitad de los ochen­ta, desglosado a su vez en una serie de factores muy bien defi­nidos: a) el significativo incremen­to de la financiación pública, resul­tado de un enorme esfuerzo por parte del Estado que debe ser reconocido, pese a los desfases que aún lo separan de los umbrales más altos del ámbito desarrollado; b) la facultad de efectuar libre­mente la captación de recursos financieros externos, a medida que los convenios suscritos con Enti­dades ajenas -públicas o privadas-y los aflujos procedentes de los Fondos comunitarios abren un inmenso campo de posibilidades hasta entonces desconocido o de valor insignificante; y c) el crecien­te margen de autonomía otorgado por la ley a los órganos respon­sables de la decisión, con la con­siguiente libertad de iniciativa que ello comporta, tan satisfactoria en su diseño como gratificante por la variedad de realizaciones en que pueda materializarse a voluntad. No es cierto, sin embargo, que los problemas se hayan desvanecido ni que las dificultades estructurales de una Institución cada vez más compleja y plural carezcan de esa relevancia y preocupación que lógicamente hay que concederlos. Acumulándose en el tiempo, han podido ser parcialmente afronta­dos o enmascarados, al menos has­ta los inicios de los noventa en el marco de una disponibilidad importante de recursos, cuando no aplazados «sine die» o a la espera de que la propia evolución del sis­tema pudiera mitigar la gravedad de las situaciones más perentorias, confiando en esa presunta capa­cidad de autorregulación que la misma versatilidad de sus compor­tamientos, y los inducidos por los agentes exterior, le permite.


3) Pues bien, en este clima ambivalente, y en cierto modo antinómico, observamos el naci­miento de una tercera etapa, cuyo diagnóstico, apoyado en la base empírica ya disponible, no plantea, en principio, serias dificultades de interpretación. Entiendo que los detonantes de esta fractura en el proceso alumbrado a mediados de los ochenta son básicamente dos: por un lado, el conflicto súbita­mente surgido a comienzos del nuevo curso con ocasión de la nor­mativa ministerial referente a la subida de las tasas académicas; y por otro, la decisión de llevar a cabo dentro de un plazo prefijado la transferencia de la enseñanza superior al ámbito competencial las Comunidades autónomas.

Aunque de diferente signo no es errado deducir que entre ambos aspectos se ha acabado imponiendo una relación muy próxima. Nada tiene de fortuito el hecho de que en los momentos previos a la definiti­va descentra­lización del sistema universitario, hayamos asistido al desencadenamiento repentino por parte de los estudiantes, y en medio de la indiferencia de la mayor parte del profesorado, de una lógica reacción hostil frente a la brusca subida de las tasas, cuya virulencia cuesta pensar no hubiera sido prevista por el Gobierno. Siempre he creído, sin embargo, que una medida de esta naturale­za encerraba en sí misma algo de premonitorio, una especie de advertencia explícita, sobre lo que tarde o temprano habría de suceder, a sabiendas de que el conflicto, fortísimo en su estallido y proyec­tado en exclusiva hacia el Ministerio de Educación, se iba a conver­tir a la postre, tras la rápida vuelta a la normalidad y congelada la tensión, en un posible ariete que habría de encontrar en las instancias autonómicas o en las propias Universidades sus ulteriores focos de responsabilidad.

De este modo, los inicios de la nueva etapa se corresponden con el frágil equilibrio planteado entre la descentralización competencial y la crisis de financia­ción, lo que genera un clima de incertidumbre que no puede si no deparar sorpresas turbulentas a corto plazo. Presagio no aventurado si se tiene en cuenta que las incógnitas que tal binomio encierra coinciden con la práctica congela­ción de las subven­ciones estata­les desde el curso 1992-93, y con la puesta al descubierto de las crónicas situacio­nes deficitarias en que se hallan sumidas no pocas Universi­dades, lo que ha forzado a los Gobiernos autónomos al trasva­se de fondos desde las arcas regiona­les para enjugar el acusado balance negati­vo de sus presupuestos, como hace unos días se acaba de dar a conocer a propósito del País Vasco.


Nos encontramos, pues, ante una coyuntura incierta y repleta de acuciantes desafíos. Pues, en verdad, no han de ser pocos los escollos que habrá que superar si lo que se pretende, en buena lógica, no es otro objetivo que la consolida­ción y mejora de lo ya logrado a fin de abordar, sobre la base de criterios de renova­ción democrática, eficacia y transpa­rencia, nuevos proyectos y realizaciones, en la línea de perfeccionamiento cualitativo permanente a que se ve obligada la Universidad para convertirse cada vez más en ese "espacio crítico de exigencia y rigor" de que ha hablado recientemente el Prof. Laporta y que, de no alcanzarse, corre el riesgo de poner enseguida en entredicho la nada desdeñable plataforma construida durante la fase expansi­va. Evitar que, cuando cambian las tornas, esto suceda se convierte de pronto en una preocupación y en un objetivo primor­diales, pues no es poco lo que se juega en el porvenir de una Institución obligada a crecer y remodelarse sin cesar.

Y así, Planes de Estudio recién comenzados o en vías de inminente incorpo­ración al organigrama académico, plantillas en inevitable proceso de adecuación a las necesidades reales, dotaciones técnicas que precisan de un gran esfuerzo de mantenimiento, líneas de investigación consolidadas e inmersas en un deseable equilibrio global que no admite las postergaciones, una infraestructura necesitada de amortización y actualización en breves plazos....: tales son, en esencia, algunos de los retos que han de ser afronta­dos en un contexto organizativo diferente, donde se impone la urgencia de adoptar rigurosos criterios reguladores, aún por definir incluso en sus formulaciones más generales.

Me refiero, en concreto, al nuevo marco en que en el futuro han de desenvolverse las relaciones y los mecanismos de intercomuni­cación entre los órganos respon­sables de la Comunidad Autónoma y los componentes de una trama universitaria, en la que hoy por hoy no resulta fácil valorar hasta qué punto la voluntad de convergencia logre primar sobre las actitu­des de discrepancia, antesala presumible de una fronda de intereses encontrados, muy contrapro­ducente a la hora de desplegar la capacidad de iniciativa o de acometer los intentos para una distribución eficiente - y, porqué no, también equitativa - de los recur­sos.

En cualquier caso, la primacía que actualmente ostenta el paradigma de la competitividad, bajo el que se trata de englobar casi todo, hace prever que las reglas de la competencia se conviertan automáticamente en los factores reguladores de un intenso proceso de reestructuración interna al que muy posiblemente se verá abocado el sistema universitario castella­no-leonés. Pues si, en general, sus tendencias, dinamismos y problemas básicos no van a diferir sustancialmente de los ya verifica­dos hasta ahora en otras regiones españo­las, no carece de sentido interrogarse acerca de los ajustes, más o menos duros según los casos, que previsiblemente tendrán lugar a este respecto en una Comunidad Autónoma donde las perspec­tivas universitarias no pueden ser indiferentes ni al campo de acción determinado por su nivel de desarrollo ni a las características diferencia­les de la oferta educativa ni, por supuesto, a los comportamientos de una demanda condicio­nada a plazo no excesivamente largo por su declinante evolución demográfica.


Planteada la cuestión en estos términos, no es ocioso aventurar hipótesis sobre la duración más o menos efímera de esta tercera etapa en la que entramos y que ahora se esboza con hori­zontes tan difusos. Bajo las coordenadas críticas en que se produce la intervención del nuevo marco de referen­cia, todo abunda a favor de que la labor que espera a los respon­sa­bles institu­cionales no va a ser sencilla ni cómoda, entre otras razones porque son tantos los intereses en juego como restringido el margen de posibilidades capaz de satisfacerlos. Si nadie discute la buena voluntad y el denuedo manifestados en general por las Administraciones autonómicas a favor de su acervo universitario transferido, considero llegado el momento de evaluar con datos objetivos y sin ningún tipo de prejuicios de qué manera - positiva, negativa o indiferente - ha redundado la descentraliza­ción competencial en la transformación de la dinámica universitaria española, aunque tengo la impresión de que en la mayor parte de las experiencias ha prevalecido más la política de proliferación de nuevas Universidades que de racionalización rigurosa de la infraestructura ya existente.

El grado de eficiencia que tal estrategia pueda introducir en la configu­ración del sistema está todavía por ver y valorar. Entretanto, los proble­mas de base continúan pendientes de resolución, sin que quepa prever un cambio de rumbo significativo, a menos que la agudización de las contra­dic­ciones surgidas en un esquema de funcionamiento sustancial­mente atomiza­do y disperso, que tiende a prolongar casi siempre los modos y métodos precedentes y en el que apenas se percibe el efecto aglutinante e integra­dor del Consejo de Universidades, tense la situación hasta el extremo de obligar a definir claramente y de una vez qué modelo de Universidad se quiere para España.

He aquí, desde mi punto de vista, la cuestión fundamen­tal que hoy se plantea para el futuro de nuestra realidad universitaria, situada en una especie de deriva inercial, que en nada contribuye a poten­ciar los ambicio­sos proyectos ligados a la puesta en marcha de los nuevos Planes de Estudio. Y es que, en esencia, todo va a quedar supeditado a la resolución de dos incógnitas decisivas: la regulación de los mecanismos de financiación y la adecuada vertebración del sistema a escala de todo el Estado. Ambos constituyen sin duda requisitos ineludibles si se parte de la consideración de que a la postre el prestigio del país es indisociable de una Univer­sidad funcionalmente abierta y democrática, debidamente dotada, rigurosa en sus criterios de acceso, exigente y moderna en el desarrollo del proceso formativo y científicamente competitiva, entendiendo como tal el reforza­miento de la solidez de todas sus Areas en el panorama de la comunidad científica y su plena imbricación en el tejido social y territo­rial en que se se inserta. Tal vez la urgencia de tales desafíos, mediati­zados hoy por la crisis y por una politica de tratamiento parcial de los problemas, abra paso a una cuarta etapa. Pero ésta será ya otra historia.