11 de agosto de 1997

¿QUÉ POLÍTICA UNIVERSITARIA?


El Norte de Castilla, 11 de Agosto de 1997



Apenas comenzadas las vacaciones estivales, cuando el ambiente académico habitual se relaja y los afanes intelectuales propenden a difuminarse en el variopinto mundo de los “cursos de verano”, ha tenido lugar en el panorama universitario español lo que desde hace tiempo se vaticinaba como la consumación de una crisis esperada. La destitución del Secretario de Estado de Universidades e I+D ha significado no sólo la fulminante puesta en entredicho de un equipo de reconocidas solvencia y credibilidad en el campo de la Enseñanza superior sino también la dificultad - ¿ o acaso imposibilidad? - de armonizar lo que, en el fondo, parecen ser dos enfoques distintos sobre el modo de abordar los numerosos problemas existentes en nuestra Universidad: unos consustanciales a la propia Institución y otros derivados del ya excesivamente dilatado período de aplicación, sin rectificación alguna, de la Ley de Reforma Universitaria. Aunque, en principio, se trata de cuestiones de diferente calado y dimensión, no es dificil percibir entre ambas puntos de engarce evidentes.


A falta de una explicación oficial convincente, que seguramente nunca se hará pública, sobre los motivos que han justificado la retirada de la confianza al equipo encabezado por Fernando Tejerina, las especulaciones que desde la comunidad universitaria pudieran hacerse en torno a tan drástica decisión seguramente se inclinarán hacia una actitud de perplejidad, motivada por las incógnitas que inevitablemente surgen a la hora de entender cómo un grupo de profesionales tan cohesionado, dotado de un sólido bagaje científico, nada sospechoso de radicalismo y, lo que en este caso es más importante, poseedor de una experiencia prolongada en la compleja gestión de la vida universitaria, puede quedar desprovisto de apoyo por quien encabeza el Ministerio a poco más de un año de su toma de posesión. Que yo recuerde nunca se había producido algo semejante en la historia más reciente de la Universidad española, por más que aquélla aparezca jalonada de un sinfín de vicisitudes y conflictos de toda naturaleza


Pero al margen de la sorpresa que provoca la noticia, el análisis de los hechos favorece una hipótesis explicativa que, con los elementos de juicio de que se dispone, no parece estar demasiado alejada de la realidad. La cuestión estriba en saber hasta qué punto la lógica que ha de articular las decisiones del Ministerio en materia de política universitaria tiende a sustentarse sobre las aportaciones provenientes de sus profesionales más acreditados y representativos, en coherencia con el principio constitucional de la autonomía universitaria, con su condición insoslayable de servicio público y siempre con una perspectiva integradora y a largo plazo, o ,en cambio, sobre otra serie de resortes, relacionados con intereses políticamente coyunturales, con las pretensiones de grupos de presión más o menos institucionalizados o con sectores que, sin menoscabo de su respetabilidad, adolecen de una visión parcial del complejo sistema universitario u operan movidos por la particularidad de sus objetivos.


De ahí que cuando, entre otros argumentos, se indica que con la destitución aludida se abre una “nueva etapa centrada en el protagonismo de los alumnos más que en los excesos corporativos de los Profesores” o simplemente se justifica sin más por la necesidad de la “renovación” cuando todavía no se ha adoptado medida alguna de cierta envergadura, da la impresión de que la voluntad de cambio así preconizada se desliza hacia un terreno proclive a la demagogia, en el que afloran propósitos no exentos de un cierto maniqueísmo a la hora de suscitar planteamientos que, por el contrario, debieran estar más apoyados en la integración y el consenso - ese “consenso político” que con énfasis reclamaba el propio Dr. Tejerina hace poco en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo - que en la dicotomía forzada de sus presuntos destinatarios.


Es bien cierto que, pese al considerable avance experimentado en general por la Universidad española a partir de los ochenta, el diagnóstico que de ella puede hacerse arroja en algunos aspectos claves (profesorado, selectividad, configuración de planes de estudio...) perfiles muy críticos, seguramente agravados por el exceso de inercia acumulada o por la reiterada falta de concertación política en el establecimiento de medidas que, de ser adoptadas a tiempo, hubieran podido subsanar algunas de las derivaciones más preocupantes y negativas de la LRU.: unos resultados de los que tantos son los que se lamentan como pocos los que hasta ahora han logrado aportar alternativas consistentes y viables.


Pero situados en un momento en que, por lo visto, la necesidad de soluciones se muestra perentoria, y a medida que las premisas de la competitividad cobran fuerza como soporte de un prestigio ineludible y como mecanismo a la vez generador de recursos, la política universitaria - en la que obviamente confluyen las responsabilidades ejecutivas del Ministerio y de las Comunidades Autónomas, atribución que nadie cuestiona - no debe ser nunca indiferente al efecto de inducción decisional emanado desde las propias Universidades y, para concretar las cosas, desde quienes ostentan, en sí mismos y en el órgano que los aglutina, su más alto nivel de representación. En otras palabras, ningún paso podrá ser dado con firmeza y garantía de éxito si no recibe la debida cobertura o respaldo de los Rectores, es decir, de quienes democráticamente han sido elegidos para desempeñar la triple función que les concierne como portavoces ante los órganos con poder decisorio, como responsables permanentes ante sus respectivos Claustros y como garantes de una autonomía entendida al tiempo como defensa de la eficiencia y de la libertad de una Institución que ha de ser ante todo y sobre todo un vigoroso servicio público.


Si la prevención ante esta realidad imposible de ignorar ha sido, como muchos nos tememos, una de las principales razones que han dado origen a la destitución del primer equipo encargado, en un Gobierno del PP, de las cuestiones universitarias y científicas, no estaría de más recordar al que ahora asume el relevo los riesgos que entraña la adopción de una estrategia que no valore, en lo que realmente se merece, la importancia del argumento señalado. Desconozco cuáles pueden ser en detalle las medidas más adecuadas para mitigar las principales disfuncionees actuales de la Universidad española, pero de lo que sí estoy convencido es del hecho de que jamás éstas podrán basarse en voluntades unilaterales, dominadas por el sectarismo político o la indiferencia hacia quienes, en definitiva, ejercen la responsabilidad directa, y desde luego no siempre grata, en la aplicación de las decisiones.

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