26 de septiembre de 1997

INCÓGNITAS UNIVERSITARIAS



El Norte de Castilla, 26 de Septiembre de 1997



A pesar de que no resulta fácil muchas veces captar los numerosos matices de la compleja vida universitaria para quien se encuentre fuera de ella, no es bueno mostrar indiferencia ante una realidad que a todos afecta de una u otra manera. Si, en unos casos reviste un significado más personal y directo, al haber participado de sus actividades en alguna etapa de la vida, en otros su dimensión posee una dimensión más general y socialmente integradora como corresponde a la propia de un servicio que tiene mucho que ver con el desarrollo global de un país y con la transformación cualitativa de sus ciudadanos.


Y es que, por más que a veces la legítima denuncia de determinadas conductas empañe la imagen o se tenga incluso la impresión de que muchos de los adelantos e innovaciones ocurridos en aspectos claves de la cultura o de la ciencia emergen fuera de los límites del mundo académico, lo cierto es que, dentro de ese clima de responsabilidad discreta del que participan no pocos de sus miembros, sería injusto pasar por alto las numerosas muestras de rigor y de solvencia intelectuales provenientes de prestigiosos Departamentos e Institutos universitarios, como año tras año se encargan de demostrar los balances científicos realizados.


Por esta razón nunca estará de más el interés que la sociedad preste, porque le atañe sin paliativos, a aquellos acontecimientos o decisiones susceptibles de incidir con mayor o menor trascendencia en la marcha de la Universidad, sobre todo en unos momentos en los que, como actualmente sucede, ésta se encuentra afectada por un proceso inevitable de readaptación, impulsado por la necesidad de satisfacer los mismos objetivos de eficiencia, calidad y racionalidad a que inexorablemente se ve abocada la función social de los servicios públicos en las sociedades avanzadas.


Un proceso que, también hay que decirlo, no ha sido ajeno en los últimos quince años a las preocupaciones de una parte relevante de los universitarios españoles. Los esfuerzos de homologación con los indicadores de calidad internacionales, la búsqueda de la excelencia comparativa o el afán por la cooperación científica dentro y fuera de España han marcado con intensidad creciente, y sin cortapisas a la capacidad de iniciativa de sus promotores, el sentido de la tendencia. Merced a ello, nunca como hasta ahora se había logrado un reconocimiento tan sólido de las aportaciones realizadas en un país en el que, sin olvidar algunos de los aspectos más criticables de algunas de sus reglas de funcionamiento (entre ellos, la palma se la llevaría las penosas intrigas a que con frecuencia ha dado lugar el mecanismo de promoción funcionarial del profesorado), nadie ignora el considerable avance experimentado globalmente por la Universidad pública española en el doble y decisivo campo de responsabilidades - la formación y la investigación - que le compete y cuya imbricación, sin relegación de una u otra, es consustancial a la identidad del propio sistema universitario.


Pero este juicio de valor no se contradice en absoluto con la convicción paralela de que el camino, sin duda larguísimo, dista todavía mucho de haber sido culminado. La comprobación de que los defectos en la Universidad tienen cada vez mayor resonancia social, e incluso se interpretan con mayor acuidad, que en otros ámbitos de la vida pública obliga también a afinar el análisis a la hora de dejar bien clara la relación entre sus aspectos positivos y negativos para ver hacia dónde realmente se inclina el fiel de la balanza. Dicho de otro modo, resaltar los primeros no implica hacer caso omiso de los segundos, entre otras razones porque el reconocimiento autocrítico de su existencia y de su gravedad es indispensable a la hora de defender la adopción de medidas destinadas a paliarlos o a superarlos definitivamente.


Ahora bien, si la Universidad dispone de instrumentos propios para acreditar sus líneas de acción más prestigiosas y mitigar al tiempo las deficiencias que, como en todo organismo vivo, pudieran plantearse, es obvio también que la efectividad de estos instrumentos depende en no escasa medida del marco global en que necesariamente se desenvuelven. De ahí que con dificultad las iniciativas abordadas en el seno de la propia Institución puedan verse sancionadas por el éxito si no encuentran ese ambiente de confianza, de respaldo y de garantía que las haga factibles. No se reclama aquí una actitud de protección ni menos aún de dirigismo, dificilmente conciliables con las premisas de libertad y tolerancia que exige el ejercicio de las funciones asignadas. Simplemente de lo que se trata es de plantear las estrategias en un marco de claridad, donde las reglas del juego aparezcan diáfanas, los problemas afrontados por consenso y los equilibrios planteados en un entorno donde primen la calidad, la equidad y la aceptación sin recelos de las responsabilidades respectivas.


Sin embargo, todo parece presagiar que el nuevo curso se abre en un momento en el que el panorama ofrece más incertidumbres que certezas. Y no es bueno que las incógnitas permanezcan sin resolver cuando son tantos los desafíos que en un horizonte relativamente próximo en el tiempo van a provocar, se quiera o no, una nueva configuración del modelo universitario, sobre el que por razones de espacio no es posible extenderse ahora. Bastaría consultar algunos de los trabajos que acerca de la cuestión están viendo la luz en Europa en los últimos tres años para percatarse de hasta qué punto la supervivencia de la Universidad pública pasa por asumir una buena parte de las premisas de un paradigma de formación cada vez más diversificado, dinámico y competitivo. De todas formas, aunque las Universidades son conscientes de esta situación, vientos de confusión soplan en los ámbitos de poder donde estas cuestiones se dilucidan, renuentes a aceptar el hecho de que la rapidez con que se suceden los cambios en nuestra época hace que las decisiones políticas se vean permanentemente condicionadas por las exigencias que les impone la dinámica de los acontecimientos.


Aunque ya me pronuncié sobre el tema en estas mismas páginas el pasado 11 de Agosto, la apertura del año académico en que se conmemoran los polémicos acontecimientos del “noventayocho” viene marcada sin duda por las sombrías expectativas que depara la criticable destitución del competente equipo de profesionales de la Universidad responsables de la Secretaría de Estado tras las últimas elecciones generales. Los que conocemos a quien la encabezaba no podemos por menos de lamentar, más allá de la estricta cuestión personal, la quiebra que ello ha supuesto en el mantenimiento de un equilibrio que no debiera nunca romperse so pena de favorecer la existencia de un panorama de indefinición, improvisación y sectarismo, como el que, a mi modo de ver, se presenta ante nuestros ojos.


Mas, entre tanto esta situación se aclara, no puede pasar desapercibida la responsabilidad que ahora concierne a las Comunidades Autónomas, todas ellas ya competentes en el complicado tema universitario. Pese al tiempo trascurrido desde que los gobiernos autónomos se hicieron cargo de aspectos esenciales en este campo, no existe la apreciación de que ello haya supuesto un avance significativo para mejor. Las impresiones que se tienen sobre el particular se mueven, según he podido constatar, más en los derroteros del desdén o de la rotunda disconformidad que en el terreno de la satisfacción o del convencimiento de que la transferencia haya logrado aliviar los problemas subsistentes, cuando no los ha agravado sobremanera a través de una política que demasiado a menudo ha convertido a la Universidad en moneda de cambio ante los intereses y presiones localistas.


Pero es probable que esta generalización deba ser matizada teniendo en cuenta que, aparte del carácter irreversible de la responsabilidad otorgada, lo que la hace merecedora de una justa dosis de confianza, el poder autonómico en este campo se enfrenta a un abanico de situaciones realmente dispar en cuanto a la escala y magnitud del complejo recibido. Entre ellas, posiblemente sea la de Castilla y León la que tiene ante sí un catálogo de problemas con perfiles más críticos y de nada sencilla solución, como hemos tenido ocasión de comprobar en la confección de las nuevas, y no tan nuevas, titulaciones. Hoy por hoy, ante las dificultades y potenciales conflictos que se le presentan, el gobierno castellano-leonés debe resolver, atinando en esa Ley de Coordinación universitaria oficialmente prevista, amén de acometer imaginativas medidas aún pendientes, la otra de las ostensibles incógnitas que ensombrecen el horizonte y corren el riesgo, de no despejarse a tiempo, de justificar el desencanto, la apatía o la incómoda sensación de agravio comparativo entre las Universidades de la región.

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