15 de mayo de 1998

NACIONALISMOS, MICROESTADOS E INTEGRACION EUROPEA

Más allá de la posible sorpresa provocada o de las reacciones, de uno u otro signo, que eventualmente pudieran suscitar, lo cierto es que nada tienen de originales ni de innovadoras las declaraciones efectuadas de cuando en cuando por algunos de los dirigentes actuales del PNV a propósito de la posibilidad de que a corto plazo el País Vasco logre figurar como uno más entre los Estados que integran la Unión Europea. Posiblemente, tal y como es planteada, y aprovechando el factor de oportunidad que habitualmente la anima, la idea suele llamar la atención y alcanzar con creces el nivel de resonancia pretendido, aunque conviene reconocer que si la proclama es coherente con el arriesgado rumbo emprendido por el nacionalismo vasco democrático en los últimos meses, el fondo de la cuestión ni le resulta privativo ni debe situarse en el terreno estricto de una reivindicación fraguada al calor de sus circunstancias particulares sino que aparece conectado de lleno con la intencionalidad de una corriente mucho más amplia que hace mella en áreas específicas sumidas en una situación de progresivo debilitamiento geopolítico.


La década de los noventa se ha limitado, en efecto, a sancionar en determinados escenarios un proceso larvado con anterioridad a favor de una recomposición profunda, y quizá irreversible, de los cimientos que han asegurado durante décadas sus esquemas de inserción en las relaciones internacionales de equilibrio y, sobre todo, garantizado el respeto del “statu quo” establecido por los límites fronterizos, ya estuvieran fuertemente enraizados en la historia, o bien fuesen acordados tras la Segunda Guerra mundial. Un equilibrio sustentado con firmeza en la lógica del funcionamiento estatal, que, socialmente asumido de forma mayoritaria, se identifica con la aceptación del papel del Estado-nación como ese “modelo de organización globalizante”, definido Edgar Pisani en sintonía con el reconocimiento de las posibilidades abiertas por la sustitución de un sistema simplemente respetuoso de las reglas del juego económico, como el dominante hasta la crisis de los años treinta, por otro dispuesto al desempeño efectivo de una responsabilidad directa en la gestión de los mecanismos de reproducción social.


Sin embargo, a la vista de las tendencias observadas, el rechazo ferviente del sistema no está respondiendo tanto a las ineficiencias generadas por los excesos de la burocratización o a sus rigideces estructurales como a la puesta en entredicho de su capacidad como mecanismo regulador en el contexto de las premisas introducidas por la globalización, cuya dimensión económica va inevitablemente asociada a implicaciones políticas y territoriales de enorme magnitud. Entre ellas merecería resaltar el alcance que sin duda tiene la profunda revisión operada en los esquemas interpretativos de las funciones asignadas al Estado, a medida que su margen de maniobra y sus capacidades potenciales entran en conflicto con la presión ejercida desde los nacionalismos excluyentes que tratan de consolidar sus posiciones a partir de una retórica repetitiva y argumentalmente circular, con la confesada intención de convertirse en factores desencadenantes de un nuevo orden geopolítico, que encuentra su razón de ser y el fundamento de su existencia en el arrumbamiento de buena parte de los principios que hasta hace apenas una década habían hecho posible la etapa de crecimiento y estabilidad que Fourastié calificó como la de los “Treinta Gloriosos”.


En esencia, el apogeo de estos nacionalismos no es ajeno, en mi opinión, a la defensa de pautas de actuación regidas por un hilo conductor trenzado a partir de dos premisas esenciales, entre las que no es difícil percibir tan sutiles como estrechos vínculos de engarce. La primera se corresponde con la búsqueda de la competitividad a partir de los máximos niveles posibles de soberanía, entendida no sólo como el soporte político férreamente defensor de la identidad sino, ante todo, como la palanca capaz de garantizar una plena inserción en la lógica selectiva de la “economía-mundo”, libres de ataduras o dependencias amenazadoras de un objetivo que ha de ser logrado, y satisfactoriamente, a cortísimo plazo.


De ahí que la cuestión de la escala, planteada en términos de superficie, haya experimentado una valoración inversa a la que comúnmente se la había reconocido. Es decir, el tamaño se convierte más en un obstáculo que en una virtualidad dentro de un panorama frenéticamente condicionado por la concurrencia, lo que explicaría, en suma, la acreditación como recurso de la pequeña dimensión física, máxime cuando favorece el pleno dominio sobre el territorio, subraya el hipotético valor competitivo de la homogeneidad y fortalece aquellas economías de escala que en realidad interesan, es decir, las que una gran metrópoli o un sistema urbano particularmente dinámicos sean capaces de engendrar a partir de un poder centralizador de las iniciativas y de la atracción privilegiada de los flujos financieros transnacionales. Mas estas potenciales cualidades encuentran, por otro lado, un asidero perfecto en los argumentos que menosprecian la búsqueda de complementariedades con otros escenarios del propio Estado, desechando los vínculos procurados por una historia compartida, que de pronto se mixtifica o manipula para justificar actitudes renuentes a fórmulas de solidaridad, rechazadas por falaces, obsoletas o esterilizantes.


El mundo actual ofrece sobrados ejemplos de esta tendencia, unos en ciernes, otros ya en fase de avanzada consolidación. Pero es en Europa donde sin duda adquiere su plasmación más elocuente, al abrirse a un variopinto muestrario de situaciones en el que no parece ausente ninguno de los procesos susceptibles de adscribirse con mayor o menor fidelidad el comportamiento señalado, y de los que poca ambigüedad cabe admitir merced al esfuerzo de difusión mediática que sobre ellos y desde ellos se realiza.


Pascal Boniface nos acaba de recordar que si a comienzos de los años veinte el espacio europeo se distribuía en 23 Estados, delimitados entre sí por 18.000 Kms. de fronteras, en 1998 la cifra de entidades políticas soberanas asciende ya al medio centenar y a más de 40.000 los kilómetros del trazado fronterizo, como resultado de un proceso exacerbado durante la última década, en el que al desmantelamiento de la Unión Soviética se ha unido la fragmentación de Checoslovaquia y la brutal demolición de la Federación Yugoslava, como sus hitos más notables. Un panorama que, aunque con los inevitables y justos matices, no está desconectado de las pasionales proclamas de la Liga Norte italiana, que fundamenta su pretendido reconocimiento en la separación del Sur, o de las calculadas presiones a favor del “derecho a la autodeterminación” en algunas de las Comunidades Autónomas más prósperas de España, por más que su fortaleza económica no pudiera entenderse en el tiempo si no dentro del Estado en que se han encontrado históricamente insertas.


En cualquier caso, tras la reafirmación identitaria en la que con ahínco se arropan muchas de estas opciones subyace una voluntad de repliegue sobre sí mismas pero siempre con la mirada puesta en la estrategia más adecuada para facilitar la incorporación de sus ámbitos de actuación, y sin fisuras incómodas, a los postulados de la economía globalizada. Se convierten, por ello, en la expresión más representativa del engarce mecanicista que se produce entre lo global y lo local, tratando de poner al descubierto las aparentes disfuncionalidades que en este panorama de vínculos a gran escala presentan los Estados nacionales, no ya porque su intermediación o sus responsabilidades coordinadoras se antojen anacrónicas sino porque aparezcan drásticamente invalidados los objetivos reequilibradores y de resistencia que les competen frente a las distintas modalidades de segregación al que en ese mismo contexto propenden, fuera de todo mecanismo de control, sistemas socio-económicos y territoriales estructuralmente heterogéneos.


De ahí que, en el empeño por fragilizar el Estado – para llegar al “Estado mínimo”, tal y como lo ha descrito en estas mismas páginas por Gurutz Jáuregui- no sorprenda la insistencia obsesiva en el escenario integrado europeo entendido como el marco óptimo para el desenvolvimiento de esta estrategia, susceptible de verse arropada por las múltiples fórmulas de cooperación interregional o por las presiones incesantes a favor de rupturas graduales en pro de la soberanía. Mas también es cierto que si este discurso se acoge con fruición en la periferia europea a los planteamientos que preconizan el concepto de “Estado-Región” como el paradigma mejor conectado con la lógica de la economía global, no olvidemos que en el “centro” cada vez cobran más resonancia las reflexiones cautelosas o críticas frente a las sugerencias de cesión por el Estado de atribuciones y soberanía a las instancias comunitarias.

9 de mayo de 1998

UNA UNIVERSIDAD PARA EL SIGLO XXI

El Norte de Castilla, 9 de Mayo de 1998



L a notable expectación que cada cuatro años despierta la elección de rector ‑proceso en el que de nuevo se halla embarcada la Universidad de Valladolid‑ no se debe tanto al interés ocasionalmente provocado por una contienda electoral como al hecho de que, a través de ella, se dilucida la personificación de quien ha de desempeñar la que posiblemente tiende a consolidarse como una de las más importantes responsabilidades en el campo de la gestión de los recursos de toda índole. En realidad, tal significado no es ajeno a esa especie de paradoja que todavía sigue caracterizando a la Universidad en el sentido de que, pese a las limitaciones que en ocasiones mediatizan el desarrollo de sus actividades o a las inercias de que adolecen aspectos esenciales de su dinámica de funcionamiento, cada vez son más sólidos los argumentos que ratifican el alcance de su repercusión sobre el entorno que la rodea, hasta el punto de que no es fácil encontrar otras instituciones, al margen, por supuesto, de las relacionadas con la decisión política, dotadas de una capacidad de incidencia tan formidable ya sea desde el punto de vista cualitativo como en conexión con la pluralidad de manifestaciones y de perspectivas hacia las que potencialmente es capaz de proyectarse. Sin embargo, y por más que estas facultades teóricas sean en principio consustanciales a la propia esencia de la realidad universitaria, su materialización concreta y, sobre todo, su nivel de efectividad distan mucho de merecer en todos los casos una valoración uniforme. Por contra, dependen de múltiples y decisivos factores que no deben pasar desapercibidos, pues, como hace tiempo destacó Ramón y Cajal, no es la simple posesión de una cualidad lo que asegura el logro de las ventajas que en teoría propicia sino su correcto acomodo a una línea de acción ‑o «de conducta», en palabras del pensador‑ que verdaderamente lo garantice.


Entre esos factores, y con la mirada puesta en la experiencia universitaria vallisoletana, no se debe olvidar, en primer lugar, el caudal de posibilidades que, como premisa primordial, derivan de una poderosa dimensión de escala sin la cual difícilmente una institución de este tipo estaría en condiciones de afrontar satisfactoriamente los compromisos planteados. Al invocar este criterio no se está haciendo referencia únicamente al tamaño o a la simple magnitud cuantitativa de sus variables principales, sino a la envergadura de su capital formativo y humano, a la entidad de su oferta lectiva, a la potencia y difusión de su labor científica, a la riqueza de sus vínculos con la realidad social y económica en que se inserta, a la amplitud, en suma, de sus horizontes.


De ahí que, cuando esta serie de indicadores son objetivamente analizados el panorama se despeja, estableciendo una nítida divisoria entre las universidades con verdadera solvencia y las que, producto a menudo de una mal entendida equidad territorial, han proliferado por doquier para satisfacción de intereses localistas o de ambiciones políticas que bien poco tienen que ver con el enfoque que desde la Universidad se ha de dar para la correcta resolución de los problemas. Ante la atomización y fragmentación a que ha llegado el sistema universitario en España los planteamientos propugnados por aquellas Universidades en las que ‑como la de Valladolid‑ la tradición se enriquece con los méritos de la propia consistencia no pueden ser otros que los que subrayen el valor de la fortaleza adquirida, y de las ventajas comparativas que ello ha generado, como principio de salvaguarda frente a un panorama concurrencial amenazado por el riesgo de que la utilización demagógica del agravio o la dispersión errática de los recursos lleguen a primar como moneda de cambio frente a pautas de racionalidad y de eficiencia universalmente definidas.


Mas, por otro lado, es obvio que la defensa de una postura como ésta es inseparable de la puesta en práctica de una plan de actuación coherente y ambicioso, concebido para integrar el desarrollo de las propias potencialidades en un verdadero programa de futuro. Si los mecanismos de funcionamiento democrático aparecen explícitos en la norma, la cuestión no estriba ya sólo en limitarse a defenderlos formalmente sino en garantizar que en la práctica responden, para identificarse con él, a un planteamiento bien asentado, compartido por todos, o al menos asumido por la mayoría. ¿Cómo, si no, se podría lograr la articulación en torno a un proyecto operativo de una realidad tan extraordinariamente compleja y dispar como la que hoy configura, por ejemplo, la Universidad de Valladolid, estructurada en 22 centros y 80 departamentos, en los que se integran 2.200 profesores, responsables de la docencia de 40.000 alumnos y donde las funciones de gestión y servicios dependen de la labor de cerca de 900 personas, todo ello repartido en cuatro provincias, diversas entre sí y con particularidades muy marcadas?


La magnitud y heterogeneidad de las variables que organizan una Universidad moderna justifican la afirmación de que tal vez no exista un organismo en el que los propósitos de armonización y convergencia tropiecen con mayor número de cortapisas. De ahí que, centrándonos en nuestro caso, la única forma de aliviar el peso de estas servidumbres estructurales no pueda ser otra que la que provenga de la voluntad de aprovechar al máximo los instrumentos previstos con tal fin en la estructura orgánica del sistema. Si aún queda bastante camino por recorrer en aspectos esenciales de la ordenación y articulación funcional de los departamentos, o en los que conciernen a los centros en un entramado de decisiones cada vez más complejo y obligado a fórmulas flexibles de cooperación, no cabe duda que nunca como ahora cobra tanta fuerza la propuesta a favor de convertir definitivamente al claustro en ese foro activo de reflexión, debate y acuerdo que la Universidad precisa.


Constituye, en efecto, una exigencia imperiosa aunque sólo sea porque, tratándose de su órgano más representativo, opera también como indispensable elemento aglutinante de voluntades dispersas, superador de recelos, y, por ende, el único capaz de favorecer actitudes de encuentro y confluencia sin las que jamás será posible lograr la reforma de los estatutos, inamovibles hasta ahora por mor de absurdas intransigencias e inhibiciones y pesada losa que desde hace años bloquea una y otra vez la voluntad de modernización de epígrafes esenciales de la vida universitaria.


En este marco, con sus indudables logros y aún evidentes carencias, pero con el marbete de ser sin lugar a dudas la más relevante Universidad de Castilla y León, la de Valladolid se abre a una etapa crucial de gestión ydecisiones. Una etapa en la que la identificación personal de la responsabilidad, y del equipo asociado a ella, no es asunto en modo alguno baladí. Pues, más allá de las legítimas pretensiones que animan a quienes persigan ejercerla, la experiencia es harto aleccionadora a la hora de clarificar los perfiles de la idoneidad para afrontar mejor los tiempos, ilusionantes pero inciertos y contradictorios a la vez, que se avecinan. En estas condiciones los requisitos de liderazgo se elevan por encima de la profesionalidad académica, del voluntarismo personal, de las descalificaciones innecesarias o de las proclamas y ocurrencias más o menos ingeniosas o bienintencionadas.


Reclaman, antes bien, cualidades primordiales y en cierto modo innovadoras que, en esencia, conectan de lleno con la capacidad para lograr la búsqueda permanente de los equilibrios más adecuados entre el funcionamiento interno y transparente del complejo universitario y las interrelaciones que lo imbrican con los cambios ocurridos fuera de sus límites estrictos. En otras palabras, el gobierno de la Universidad pasa necesariamente por la defensa y consecución de un triple objetivo: la preservación de su condición de servicio público de calidad, la defensa de una concepción integradora y solidaria de todos sus componentes en sintonía con un proyecto coherente y viable, y una actitud de firmeza en los procesos de negociación que cada vez con más fuerza han de condicionar el cumplimiento de sus fines estratégicos. Tareas nada fáciles pero que, de lograrse, pueden conferir a la experiencia universitaria vallisoletana a construir en los próximos años una dimensión aleccionadora como escenario ejemplar y punto de referencia obligada.