5 de octubre de 1998

ELOGIO DEL MAESTRO


El Norte de Castilla, 5 de Octubre de 1998



Hace algún tiempo, y con ocasión de un debate sobre la situación de la Universidad española, una de los intervinientes, prestigiosa científica madrileña, me señaló que, a su juicio, entre los motivos a los que atribuir la crisis actual de la enseñanza superior no habría que olvidar la falta de reconocimiento de la función del "maestro" como un referente básico de la labor y de los proyectos en ella realizados. Siempre he pensado que esta reflexión, quizá cuestionable hoy para muchos por considerarla equivocadamente reaccionaria, no encerraba ninguna postura nostálgica ni tampoco se hacía eco de añoranzas por la desaparición de los viejos tiempos en que la vida universitaria gravitaba en torno a un limitado número de egregios profesores, que dominaban el ambiente con sus decisiones, ejerciéndolas con esa mezcla de paternalismo y soberbia que tantos sinsabores provocó en quienes se sentían inermes ante dosis excesivas de discrecionalidad. Por suerte, hace tiempo que estos talantes han quedado definitivamente relegados al olvido, aunque a veces se hayan visto sustituidos por intereses y corporativis­mos de nuevo cuño, mucho más mediocres y no menos sectarios que aquéllos.


Pero esa es otra cuestión, en la que ahora no deseo entrar. Mi defensa del maestro universitario, con toda la riqueza de matices y connotaciones que encierra el término, se debe a la convicción de que el proceso formativo del docente y del investigador sólo es realmente sólido y cobra consistencia cuando se fragua al socaire de la relación mantenida con alguien cuya autoridad intelectual, prestigio y profesionalidad le convierten en el depositario de ese enorme caudal de posibilidades capaces de enriquecer una trayectoria que de ninguna manera puede consolidarse en solitario o de forma meramente autodidacta. Da igual que quien merezca este tratamiento se encuentre cercano o distante en el espacio, que la diferencia de edad sea mayor o menor, que la relación se resuelva en un clima de sintonía o de permanente controversia. A la hora de la verdad todo eso es indiferente, porque de lo que se trata es de que la relación entre maestro y discípulo, construida en torno a un equipo y sobre la base de un proyecto sólido de descubrimiento y transmisión del saber, esté claramente definida por el margen de responsabilidades que compete a cada cual y por el propósito compartido de que el contacto sea gratificante para ambas partes y, sobre todo, provechoso para la que, por razones obvias, más tiene que aprender.


Si creo y defiendo estas ideas es porque la fortuna me ha hecho conocer y valorar en toda su plenitud las ventajas que entraña el haber disfrutado de un excelente maestro. Este rango se lo concedo con gratitud y sin reservas de ningún tipo al Profesor D. Jesús García Fernández, Catedrático de Geografía Física, que a finales de este mes concluye por edad su labor académica convencional para encaminarse, ya con todos los parabienes como profesor emérito, hacia una jubilación activa, es decir, sin ruptura alguna con la que ha sido una de las trayectorias científicas más fecundas y meritorias efectuadas en el Alma Mater vallisoletana. No voy a aludir a la importancia que ha tenido para mí una vinculación académica y científica que contabiliza ya siete lustros, en mi caso toda una vida. Circunscribir la valoración a una cuestión meramente personal empequeñecería la talla del personaje, pues la rebasa con holgura para convertirse en algo que, en justicia, no debiera pasar desatendido ni en la ciudad que le vió nacer ni en la región a las que ha dedicado la mayor parte de sus desvelos y muchas de sus contribuciones más conspicuas.


Quienes le conocen sabrán bien de qué estoy hablando y se mostrarán de acuerdo conmigo cuando afirmo que el conocimiento científico de Castilla y León sería muy distinto, y desde luego, mucho más pobre sin la ingente aportación llevada a cabo mucho antes de que se comenzase a hablar con propiedad de lo que hoy constituye, ya sin confusiones para nadie, el territorio de nuestra Comunidad Autónoma, tal y como quedó demostrado en el Primer Congreso sobre la región celebrado en Burgos en 1982, y del que fue su principal artífice. Sus trabajos sobre ella, como parte de una obra muy notable, han definido un modo de entender la realidad en el que encuentran perfecto engranaje la sensibilidad por la tierra y el análisis de los hechos sin concesiones a la especulación vana ni al tópico fácil. Asumiendo los enfoques empiristas y racionalistas que tanto prestigio aportaron a la Geografía Regional francesa, con los mimbres de pensamiento heredados de la Institución Libre de Enseñanza, y fiel albacea intelectual de ese gran maestro de geógrafos que también fue D. Manuel de Terán, su plasmación en el estudio de los ámbitos espaciales que le resultaban más afines - Castilla, como él la ha llamado siempre, la España Atlántica, concepto por él acuñado, o de Valladolid, entre otras líneas cultivadas - hizo de García Fernández un meticuloso indagador de la realidad espacial en todas sus manifestaciones y perspectivas. Una realidad que, tanto en su dimensión histórica como contemporánea, permitió ofrecer de manera integrada, coherente y con una articulación dialéctica sin fisuras la valoración de fenómenos y situaciones que hasta entonces se habían abordado de manera fragmentaria, superficial, más próxima al simple inventario que al documento trabado en el que ha de apoyarse la aportación científica digna de tal nombre.


En sus escritos ha sabido crear además un estilo inconfundible, muy personal, tan original como su letra manuscrita, y con la ventaja añadida de saberlos transmitir con la profundidad y voluntad divulgadora que unicamente pueden provenir de quien está seguro de lo que hace, fiel a unos enfoques que, resistentes al paso del tiempo aunque permeables a la reflexión crítica, han acabado por darle en buena parte la razón. En esta tarea no se ha encontrado sólo, pues, aunque los cambios en la vida universitaria hayan lesionado en los últimos años la supervivencia de la labor en equipo y provocado un exceso de atomización en la forma de organizar el trabajo, la huella de su magisterio se deja sentir, directa o indirectamente, en cuantos en Valladolid y en otras Universidades españolas y extranjeras se sienten tributarios de un entendimiento de la Geografía como ciencia dedicada a la interpretación integradora de las transformaciones espaciales y al servicio de la sociedad. Sin duda, estas cualidades han prevalecido a la postre sobre el contrapunto marcado por un talante peculiar, en el que se entremezclan ciertas dosis de orgullo, de franqueza sin concesiones y de rechazo hacia lo que no se corresponde con su visión estricta de las cosas.


Pero anteponer este argumento a la valoración objetiva de su encomiable bagaje universitario supone una distorsión impropia, sobre todo cuando, por encima de todo ello, prima el balance conseguido y la gallardía demostrada en la defensa de posturas y de actitudes que, en los años dificiles de la dictadura, eran respaldadas excepcionalmente por muy pocos. Tanto entonces como ahora García Fernández ha permanecido fiel a su ideario, sabiendo forjar, con sus iniciativas y su impresionante capacidad de trabajo, un legado que enaltece y prestigia a nuestra Universidad.