23 de septiembre de 2000

José Ramón Recalde: un recuerdo y un símbolo de libertad



El Norte de Castilla, 23 de Septiembre de 2000



Podrán destruir todas las flores, pero nunca detendrán la primavera” (Pablo Neruda, 1973)

Sucedió en Valladolid hace ya tres décadas, y, a pesar del tiempo transcurrido, permanece todavía lúcida en la memoria de quienes la compartimos la experiencia vivida cuando José Ramón Recalde pronunció una conferencia sobre “ Derechos Humanos y Sociedad Democrática” en la Facultad de Derecho. No hace mucho tuve ocasión de comprobarlo cuando, a comienzos de este año, salió a relucir la evocación y el significado de aquel acto en una agradable conversación mantenida con uno de sus hijos, con motivo de su presencia en nuestra Universidad como profesor invitado en uno de los Cursos del Centro Buendía. Según me dijo, habían sido muchos los testimonios recibidos sobre el alcance que las palabras pronunciadas por su padre habían tenido en el recinto vallisoletano a finales de los sesenta, cuando la intervención del entonces joven jurista constituyó un soplo de libertad y una prueba de rigor intelectual de los que tan necesitado se encontraba el mediocre ambiente universitario de la época.
No fue, en principio, un acto sencillo ni cómodo para sus organizadores. La tozuda resistencia del rector de entonces, un tal Suárez Fernández, habituado a reprobar con su conocida petulancia cualquier atisbo de crítica a la dictadura declinante, supuso un obstáculo que dilató en varias semanas la celebración de la iniciativa, finalmente posible merced a la firme actitud del Decano de Derecho, profesor José Antonio Rubio Sacristán, que una vez más hizo gala de su honestidad intelectual y de su inequívoca libertad de pensamiento. En realidad, se limitó, lo que no era poco en aquella situación, a autorizar la iniciativa propuesta por un activo grupo de alumnos universitarios del que, entre otros y como preludio de los prestigiosos profesionales que habrían de ser al cabo de los años, formaban parte destacada Gaudencio Esteban, Juan José Solozábal, Jorge Letamendía, Luis Arroyo y, cómo no, el inolvidable José Luis Barrigón.
Habituado a tomar notas de cuanto considero merece la pena, aún conservo fidedigno el testimonio de algunas de las opiniones y de los argumentos expresados por Recalde aquella tarde a lo largo de una intervención que se prolongó durante cerca de dos horas y media. Que yo recuerde era la primera vez que en la Universidad de Valladolid se aludía a ese tipo de cuestiones. Particularmente me viene a la memoria el impacto que, en un aula a rebosar, tuvieron sobre el auditorio dos reflexiones que, por infrecuentes en los foros académicos convencionales, resultaban tan novedosas como incitadoras del debate que comenzaba tímidamente a insinuarse en la vida política española. Tras hacer alusión a lo que podría suponer en España la necesidad de garantizar con ciertas posibilidades de éxito el tránsito a la democracia, más allá de las confrontaciones sociales, sobre los fundamentos de una Constitución apoyada en el consenso y en la reconciliación, insistió con fuerza en la convicción de que el afianzamiento de un régimen de libertades era inseparable de una solución decidida del problema vasco, consciente de que, de no ser así, el proceso desembocaría en una situación de inestabilidad y de riesgo para la supervivencia de un sistema democrático fuertemente condicionado en sus orígenes por la dilatada duración del régimen franquista. Evocadas ahora, ambas aparecen como ideas premonitorias de una realidad que, en líneas generales, ha ido evolucionando por los derroteros presagiados por Recalde, lo que no era si no la demostración de una gran perspicacia política y de una profunda sensibilidad por cuanto afectaba a la compleja realidad del País Vasco, que por entonces emergía como un problema del que muy pocos como él eran tan conscientes ni se mostraban tan alertados de sus implicaciones futuras.
Traigo a colación estos recuerdos y vivencias, conmocionado por el intento de asesinato de José Ramón Recalde y movido también por el deseo de situar aquel lejano acontecimiento ocurrido en Valladolid en la doble perspectiva que me lleva a valorarlo ahora no sólo como un homenaje a un demócrata ejemplar, sino como la expresión de la vertiente simbólica que encierra su figura en el panorama de extorsión y barbarie que está quebrantando el funcionamiento de la sociedad vasca y perturbando sin cesar la vida política española. Quien conozca lo que significa el matrimonio Recalde-Castells en Euskadi, y sobre todo en San Sebastián, podrá entender bien la idea que deseo subrayar. Si la trayectoria de José Ramón ejemplifica sin paliativos el sentido de la coherencia marcada siempre por una voluntad de lucha insobornable a favor de la libertad y de la tolerancia, en las mismas premisas se desenvuelven los esfuerzos llevados a cabo por María Teresa como artífice de un proyecto cultural progresista (la librería “Lagun”, situada en la donostiarra Plaza de la Constitución), frente al que se han cebado, con la maldad propia de los  miserables, quienes, desde la ultraderecha ayer o desde el nacionalismo fascista en nuestros días, consideran a la libre expresión de las ideas como la diana hacia la que proyectar su fanatismo y brutalidad. Por eso, atentar contra lo que esta pareja significa supone el más alto grado de perversidad hacia el que podía orientarse el terrorismo, precisamente porque en el centro de sus acciones de muerte ha situado a los símbolos más representativos de la democracia y de la libertad, imponiendo así una escala de terror que desborda con creces los atroces perfiles de la agresión individualizada.
La intención de asesinar a Recalde se inscribe, efectivamente, en esa estrategia que desde el vil asesinato de Gregorio Ordóñez no ha tenido otro objetivo que la aniquilación de figuras altamente representativas de la democracia municipal, de la intelectualidad progresista y del empresariado: en suma, de lo mejor y más creativo de la sociedad vasca, de lo que en mayor medida la prestigia y avala en España y el mundo, nombres emblemáticos cuya relación se suma a la de cuantos, con idénticas cualidades y connotaciones, han sido víctimas de la violencia mortífera en innumerables puntos del país. Cuando se observa tamaña vesania, y su persistente reiteración, no es fácil resistirse a la sensación de abatimiento, miedo e incertidumbre, por más que a veces quede contrarrestada por las manifestaciones de repulsa y condena promovidas por la ciudadanía con la intermitencia que ocasionan los atentados. 

Es el reflejo de un sentir popular que progresiva e irreversiblemente ha ido ganando fuerza en la calle para mostrar que, con el solo poder de la palabra o con la fuerza elocuente del silencio, somos siempre muchos más. No es fácil hacer previsiones ni anticipar el rumbo de los acontecimientos, pero de lo que tampoco cabe duda es de que, cuando son tantos los pilares amenazados del edificio social, político y económico vasco, cuando un sector del nacionalismo democrático se rebela contra la destrucción implacable de sus elementos más valiosos y considera como suyos a todos los perseguidos por la vileza terrorista, y cuando incluso, de seguir así, el Partido Nacionalista Vasco corre el riesgo de romperse de nuevo, algo, más pronto que tarde, tendrá que moverse en la dirección adecuada. Y lo hará necesariamente de la mano de todas las opciones democráticas responsables (incluido un PNV renovado), de la inquebrantable movilización ciudadana y de cuantos, como Recalde, sigan enarbolando la bandera de la paz, de la tolerancia, de la libertad y del desarrollo frente a la desolación, la muerte, la tribu y la ruina.