12 de octubre de 2004

El XXVI Congreso de la OICI: Ciudades y Municipios ante el siglo XXI


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El Mundo-Diario de Valladolid, 12 de Octubre de 2004
Pocos aspectos evidencian con tanta nitidez la complejidad y los contrastes del mundo contemporáneo como las diversas manifestaciones con que se expresa la realidad urbana. Si las ciudades aparecen, en efecto, identificadas como espacios de concentración demográfica y de actividades, también son ámbitos sujetos a procesos de transformación constantes, y en ocasiones muy acelerados, que comúnmente se asocian a las tensiones surgidas como resultado de las tendencias contradictorias y de los numerosos conflictos - sociales, económicos, culturales, urbanísticos - que se producen en su seno. “Las ciudades por todas partes y por todas partes en crisis”: así rezaba elocuentemente el título genérico con el que una prestigiosa revista de pensamiento ha tratado de significar lo que realmente subyace tras un fenómeno que no es tan familiar como a menudo desconocido en sus detalles, en sus tendencias y en sus múltiples implicaciones. Cuestión de primordial importancia a lo largo de la historia, las lógicas urbanas cobran en nuestro tiempo una dimensión que hace de la ciudad y de sus problemas un tema de atención permanente y obligada.

Pues no cabe duda que aspectos tan esenciales para el ciudadano como son cuantos se relacionan con el desarrollo económico, la calidad de vida y de su entorno de relaciones y, en definitiva, los avances en la consecución de su propio bienestar, dependen directamente de las decisiones que se adoptan desde los órganos de poder directamente responsables de las medidas que procuran avanzar en esa dirección. Tarea, desde luego, nada fácil, ya que la ciudad se encuentra enfrentada a una situación de riesgo y desestabilización permanentes. Riesgos en la calidad y eficiencia de los servicios básicos, riesgos medioambientales, riesgos de exclusión social, de confrontación, de inseguridad, de deterioro de su imagen y de su proyección... riesgos, en fin, que hacen de las políticas públicas acometidas en las ciudades verdaderos y acuciantes retos, impostergables en el tiempo y, lo que es más importante, la demostración fidedigna del bueno o mal gobierno urbano, hasta el punto de convertirse en un factor clave de la legitimidad y el reconocimiento de quienes ostentan en los municipios la responsabilidad máxima de las decisiones.

Todas estas consideraciones vienen a cuento a propósito de la relevancia que sin duda tienen las iniciativas que, sensibles a la envergadura de los problemas y desafíos que afectan a la gestión municipal, buscan la forma de abordarlos a través de la utilidad de la experiencia comparada y compartida, sobre la base del conocimiento mutuo. Tal ha sido desde hace muchos años la preocupación permanentemente defendida por la Organización Iberoamericana de Cooperación Intermunicipal (OICI), que a mediados de este mes ha convocado en Valladolid la celebración de su XXVI Congreso Iberoamericano de Municipios. Y lo hace ya por segunda vez, doce años después de que la ciudad acogiera, siendo alcalde Tomás Rodríguez Bolaños, a los congresistas que en las instalaciones de la Universidad se dieron cita en Julio de 1992 para abordar un tema – “Cooperación Intermunicipal para el fortalecimiento de la democracia local” – que motivó debates de gran interés y reflexiones muy valiosas, algunas bastante innovadoras y todas materializadas en una obra de casi el millar de páginas.

En realidad, la reunión de Valladolid no fue sino un hito más en una trayectoria fecunda y muy activa, aunque no exenta lógicamente de inflexiones y altibajos, iniciada en La Habana a mediados de noviembre de 1938, cuando se creó la OICI – entonces denominada Interamericana - coincidiendo con el I Congreso Panamericano de Municipios. El protagonismo que en ello tuvo el Historiador de la Ciudad, Emilio Roy Leousate, como uno de los impulsores del proyecto de cooperación basado en las posibilidades de la intermunicipalidad, debe ser destacado en la medida en que ratifica la perspectiva cultural con que fue concebida esta idea, específicamente americana en sus orígenes, para casi de inmediato plasmarse en un órgano de confluencia política, en el que estuvieran representados los municipios de la América de habla hispana, incluyendo también a las ciudades meridionales de Estados Unidos, partícipes, con aquéllas, de una misma vertiente cultural. El fuerte despegue experimentado en los años cincuenta y sesenta, con momentos tan significativos como los marcados por los Congresos de Panamá, San Diego, Mar del Plata, Caracas y Nueva Orléans, revela la capacidad de convocatoria de la organización y el progresivo enriquecimiento de sus temas de atención, coherentes con las necesidades de la época y siempre conscientes de la necesidad de mantener viva la defensa del Municipio como elemento fundamental de la realidad social y económica de los respectivos países.

A partir de los años setenta, el distanciamiento de Estados Unidos, la fuerte crisis política y social provocada por las dictaduras latinoamericanas y la progresiva aproximación de España a la organización, introducen un nuevo rumbo, que se concreta en el XIV Congreso, celebrado en Málaga en 1972, y en el traslado de la Secretaría General a Madrid, que sería definitivo en 1985 y hoy desempeñada por el historiador del municipalismo Enrique Orduña. Es la etapa en que su horizonte espacial se amplía de manera sensible, al contemplar la presencia de municipios españoles, brasileños - de ahí la importancia que tuvo el Congreso de Aracajú (Sergipe) en 1984 – y portugueses, lo que llevaría en el de Montevideo (1976) a identificar estos Congresos como Iberoamericanos. La Organización ratificará así su condición de foro auténticamente iberoamericano, esto es, el de un espacio de encuentro formado por los países que a uno y otro lado del Atlántico son tributarios de la cultura y de la lengua ibéricas, fundamento, en suma, de una concepción integradora que hace hoy de la OICI una de las experiencias de cooperación internacional más extensas y relevantes del mundo contemporáneo, entre cuyas grandes aportaciones destaca la promulgación de la Carta de la Autonomía Local Iberoamericana (Caracas, 1990).

Pues bien, con una historia repleta de vicisitudes, logros y proyectos, satisfechos en unos casos y frustrados en otros, la OICI suscribe en Valladolid, doce años después y gobernada la ciudad por Javier León de la Riva, su compromiso con los fines que han inspirado la trayectoria de esta veterana organización municipalista. De un lado, el de contribuir al desarrollo, fortalecimiento y autonomía de los municipios; de otro, el de defender la democracia en la escala local; y, por si esto fuera poco, el de promover la incorporación efectiva de las administraciones locales en el proceso de desarrollo de sus respectivos países. Con el epígrafe “Democracia y Desarrollo Local”, el XXVI Congreso de la OICI trata de dejar bien claro que, pese a las tensiones y conflictos de nuestro tiempo, hay conceptos y principios que se mantienen irrenunciables y tan vigentes como cuando fueron formulados.

5 de mayo de 2004

La Unión Europea ampliada


El Mundo-Diario de Valladolid, 5 de Mayo de 2004



Se ha dicho que la construcción del proyecto comunitario europeo representa la iniciativa económica, territorial, cultural y política más ambiciosa de cuantas se han llevado a cabo en el mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Quizá pueda parecer exagerada tal afirmación en un panorama de dinamismos y cambios tan trascendentales como los que han jalonado la evolución del planeta en los últimos cincuenta años. Pero no de lo que no cabe duda es de que, aun no exenta de críticas y de reservas más que justificadas sobre los puntos débiles de los que aún adolece, la construcción de la Unión Europea arroja un balance en el que los aspectos positivos prevalecen ostensiblemente sobre sus carencias, los logros sobre los fracasos, los avances sobre los retrocesos, las innovaciones sobre las rémoras.


Prueba de ello es que, más allá de algún referendum puntual con resultado negativo, ningún país que haya accedido al grupo a lo largo de su ya dilatado proceso de ampliación ha optado por el abandono ni se lo ha planteado siquiera. Y aunque en algunos, como ocurre con el Reino Unido, las cautelas siguen siendo notorias, lo cierto es que en el fondo de la actitud británica subyace más el atávico recelo hacia el continente – compatible con un deseo de ser tenido en cuenta, como en 1962 señaló el expremier Mac Millan al iniciar las negociaciones para la incorporación de Gran Bretaña - que una postura decidida a poner seriamente en entredicho lo que se muestra sin paliativos como un logro compartido y que, como las investigaciones han subrayado con reiteración, es, de una u otra manera, beneficioso para todos.


La misma lógica que a lo largo de todo este tiempo ha presidido la voluntad integradora, por encima de la heterogeneidad estructural característica del espacio europeo, lleva a acometer a partir del 1 de Mayo de 2004 una iniciativa cuya envergadura no puede ser pasada por alto. Es un paso más, gigantesco sin duda, en la ratificación de la singularidad que en el mundo supone, sin parangón posible, la experiencia de la Europa unida. Cuando, situados frente al mapa y con los indicadores respectivos sobre la mesa, observamos el complejísimo mosaico de los diez Estados que en este momento se incorporan a la Unión, en la sensación experimentada se entreveran el asombro, la admiración y la incertidumbre. ¿Cómo es posible que un conjunto tan heteróclito pueda ser asumido por una realidad económico-territorial ya consolidada, trabada por la disciplina que impone la unidad monetaria y a punto de dotarse de un texto constitucional, que, en su Art.1, “crea la Unión Europea, a la que los Estados miembros confieren competencias para alcanzar sus objetivos comunes”?. La cuestión no admite matices: las Unión Europea aparece ya dotada de reglas de juego bien precisadas, implica la adscripción de sus miembros a principios de actuación inequívocos y afronta su futuro sobre la base de un sistema regulador tan potente en sus mecanismos como irreversible en los aspectos sustanciales que articulan su voluntad integradora. Son las mismas premisas que, en una muestra de sensibilidad continental, otorgan su pleno sentido al Art. 2 del proyecto de Constitución cuando claramente señala que “la Unión está abierta a todos los Estados europeos que respeten sus valores y se compometan a promoverlos en común”.


La prueba de toque de lo que todo esto va a significar a partir de ahora vendrá dada, casi de inmediato, por las experiencias, interesantísimas y de gran valor referencial, asociadas a la nueva ampliación, cuyas implicaciones, que trataré de exponer aquí sintéticamente, van a incidir sobre dos aspectos que, en mi opinión, revisten una gran trascendencia.


En primer lugar, no cabe duda de que tanto por el incremento del número de miembros como por la personalidad espacial que los distingue tenderá a producirse un cambio muy sensible en la percepción y en la dimensión política y económica del propio espacio comunitario. Al tiempo que aumenta la superficie de la Unión en un 20% y su cifra de habitantes lo hace en un porcentaje algo superior (25%), la proyección hacia el Este del proyecto europeo contrapesa el sesgo eminentemente atlántico que desde sus orígenes había tenido y, lo que no es menos importante, fortalece la importancia numérica de los pequeños Estados – 19 de los 25 pertenecen a esta categoría - con todo lo que ello representa desde el punto de vista de los complicados equilibrios y de las alianzas a que puede abrirse la toma de decisiones.


De modo que, sin cuestionar la fortaleza del “núcleo duro” de la Unión, cimentado con firmeza variable en la relación franco-alemana (de “alianza incierta” la ha calificado Georges Soutou), su impacto no será irrelevante en la configuración de las nuevas tramas del poder comunitario como corresponde a un panorama extraordinariamente versátil que las negociaciones previas al proceso de adhesión han dejado entrever con cierta preocupación para determinado tipo de situaciones, tal y como se preveía en el primer informe provisional de la Comisión sobre los efectos de la ampliación presentado en el Consejo Europeo de Madrid en Diciembre de 1995.


. Se ha creado así un contexto inédito en el que ha de desenvolverse el funcionamiento de las estructuras intergubernamentales de gobierno, cuya responsabilidad básica no ha de ser otra que la de evitar situaciones de bloqueo procurando la satisfacción de intereses nacionales tan dispares. Es lo que Valéry Giscard d’Estaing, presidente de la Convención que ha elaborado el proyecto de tratado constitucional, denominó “el encaje fecundo, pese a sus dificultades, de la pluralidad”, consciente de que el paso dado a partir del 1 de Mayo entraña tantas potencialidades como desafíos.


Y junto a este aspecto no menor importancia ofrecen las readaptaciones que seguramente van a tener lugar a la hora de acometer, con la responsabilidad plenamente asumida desde el Tratado de Maastricht, los objetivos de la “cohesión económica y social”. Principio vertebrador de la política comunitaria a favor de la solidaridad interterritorial y de su propósito de favorecer la convergencia de las regiones en los indicadores más representativos del desarrollo, su aplicación en el nuevo escenario va a mostrarse decididamente proclive al respaldo de unos espacios que, globalmente, apenas alcanzan el 40% del promedio de renta de la Unión.


Y, a la par que muchas de las regiones hasta ahora “asistidas” – entre ellas, Castilla y León – abandonan esta condición bien por efecto estadístico o porque han logrado rebasar de manera efectiva el listón del 75% de dicha variable, los flujos de ayuda financiera al desarrollo tenderán a bascular hacia el Este por propia coherencia con lo que ha sido una línea de actuación que hasta el momento no ha tenido réplica. Bien es cierto que aún queda un margen disponible hasta que concluya el actual periodo de programación (2000-2006), durante el cual los nuevos miembros dispondrán de 213 millardos de euros, pero también es verdad que a corto plazo, y desde la perspectiva que más nos concierne, será preciso dar respuesta a dos incógnitas inevitablemente planteadas: de qué manera la competitividad por bajos costos laborales alcanzado en los nuevos países, y que los empresarios contemplan como potenciales espacios de oportunidad, puede ser contrapesada por factores y estrategias que al tiempo sean capaces de garantizarla en regiones hasta ahora beneficiarias de los Fondos Estructurales; y, lo que no es menos importante, hacia qué horizontes han de dirigirse nuestros esfuerzos de cooperación interregional para que la posición de Castilla y León se afiance con solidez en Europa más allá de buenos propósitos o de actitudes de confianza no siempre bien justificadas.