15 de marzo de 2005

El problema de la despoblación


El Mundo-Diario de Valladolid, 15 de Marzo de 2005



Todo parece indicar que si en los momentos actuales hay alguna cuestión que suscite sin fisuras el interés unánime de las fuerzas políticas principales de Castilla y León es sin duda la referida a la despoblación. Desde los inicios de la actual legislatura las múltiples muestras de atención prestadas a la profunda crisis demográfica en que aparece sumida nuestra Comunidad la han convertido de pronto en un tema prioritario, situado en el epicentro de la atención política y merecedor, por tanto, de una resonancia mediática sin precedentes. Da la impresión de que nos encontramos ante un problema recientemente descubierto, al menos por lo que respecta a las preocupantes perspectivas, a los durísimos perfiles, que ofrece. Y, sin embargo, es un problema de raíces profundas, que ha permanecido latente, apenas insinuado, cuando no eludido, ausente de los grandes debates, ignorado por incómodo. Afrontarlo con energía o, en todo caso, indagar a fondo en las causas que lo motivaban se convertía en tarea fatigosa y seguramente también entorpecedora de resultados aparentes que, a corto plazo, eclipsaban el carácter crítico de una realidad sólo abordable en un horizonte temporal mucho más dilatado y, por ende, susceptible de ser postpuesto “sine die”. Mas, como ocurre siempre, los problemas irresueltos crecen como las bolas de nieve si no se las ataja.


Y lo lamentable es que hace mucho tiempo que las señales de alarma eran tan inequívocas como contundentes. Una de las voces más autorizadas y solventes en el estudio de Castilla y León, la de mi maestro Jesús García Fernández, a quien la Comunidad debiera algún día otorgar el reconocimiento que merece, se mostró rotunda cuando comenzaba a fraguarse el modelo autonómico al señalar – en su magnífica obra “Desarrollo y Atonía en Castilla” (Ariel, 1981) – que “la sangría experimentada por la región se ha hecho a costa principalmente de su población joven, y en especial de sus mujeres jóvenes, sin que las ciudades, salvo excepciones, hayan podido contrarrestar, por su falta de verdadero desarrollo económico, semejante sangría. Así, su población ha quedado completamente descoyuntada en su composición de edades y sexos. En este aspecto, el desequilibrio es verdaderamente alarmante (....) y el vaciamiento amenaza la propia existencia de la región”. Desde entonces ha transcurrido casi un cuarto de siglo, no son pocos los autores que han seguido insistiendo en este hecho y más aún los testimonios explícitos que, en medio de la indiferencia o de la atención sincopada, revelaban la magnitud del proceso de desvitalización demográfica, por más que éste se viera frecuentemente eclipsado por las manifestaciones de cambio y desarrollo derivadas en buena medida de nuestra condición de región comunitaria asistida, lo que la permitía ser “alegre y confiada”, como aquella ciudad de la comedia de Jacinto Benavente.


Hay que admitir que las iniciativas últimamente acometidas – especialmente la que ha llevado a las Cortes regionales a asumir el carácter perentorio del hecho como fundamento de las medidas que hayan de adoptarse – son importantes y, producto de la sinceridad con que son planteadas, permiten abrigar la esperanza de que, al fin, hay una decisión firme para abordar el tema con la diligencia y energía que merece, abierta además a la búsqueda de un consenso institucional. Con todo, y a la espera de conocer con mayor precisión el verdadero alcance de esa constelación de medidas propuestas por cada uno de los dos grandes partidos, interesa destacar que, conocido suficientemente el problema en toda su crudeza y en sus matices más pormenorizados, parece superado el momento de la simple verificación cuantitativa del fenómeno para concretar estrategias que no pueden ni deben limitarse a un mero inventario de ideas más o menos bienintencionadas, y no exentas en muchos casos de ambición e incertidumbre, para proceder a la sistematización de directrices coherentes que, rigurosamente apoyadas en la valoración de los factores que explican el que Castilla y León sea en estos momentos una de las regiones demográficamente más críticas de la Unión Europea, permitan crear en la sociedad un clima de confianza, sin el que resulta imposible dar pasos consistentes en la dirección deseada.


Para ello, y en mi opinión, es preciso partir de la idea de que cuando se habla de despoblación, la perspectiva estrictamente demográfica queda superada por el hecho de que sus manifestaciones no son sino la expresión de un problema global en el que se ven estrechamente imbricados la sociedad, la economía... y el territorio. Se trata, en esencia, de un problema eminentemente territorial, como corresponde, en buena lógica, a la dimensión de los desequilibrios percibidos en una región muy extensa, con fuertes contrastes, estructurales y ecológicos, en su seno que conviene interpretar de acuerdo con la multiplicidad de situaciones que se dan en ella dentro de una visión integradora, que sea capaz de entender la complejidad de acuerdo con un hilo conductor que vertebre la evolución del conjunto sobre los cimientos de un modelo territorial compartido. Y la verdad es que esta sugerencia no hace sino beber de la fuente en la que se inspiran las líneas maestras de las políticas de ordenación territorial aplicadas con cierto éxito en países y regiones europeos y en la mayor parte de las Comunidades Autónomas españolas, afectadas en muchos casos por situaciones problemáticas que urge corregir, entre otras razones porque la inercia y la laxitud frente a los procesos indeseados provocan su inexorable agravamiento más pronto que tarde. Si, como referencia a tener en cuenta no estaría de más echar un vistazo a los instrumentos que la Ley francesa de Orientación nº 95/115 de 4 de febrero de 1995 para la Ordenación y Desarrollo del Territorio prevé para hacer frente a problemas similares al que nos ocupa, tampoco estaría de más profundizar en la experiencia comparada que ofrecen regiones de nuestro país donde las alertas en este sentido han motivado serios intentos de corrección.


Y, desde luego, no hay que ir tampoco demasiado lejos para entender la intencionalidad de los legisladores que en Castilla y León aprobaron en 1998 la Ley de Ordenación del Territorio. Tantas veces he señalado, verbalmente y por escrito, que es una buena Ley, francamente aprovechable, y en plena sintonía con la Carta Europea de 1983 y con los criterios que en estos momentos prevalecen en los países de nuestro entorno, que huelga insistir una vez más en lo dicho.


Pero en lo que sí desearía llamar la atención es en el hecho de que, si existen reticencias para su puesta en práctica, si los obstáculos que la dificultan pueden llegar a primar sobre la voluntad política de ponerla en práctica en aquél aspecto que resulta más decisivo en relación con el tema que nos ocupa - Directrices de Ordenación de Ámbito Subregional, apoyadas en delimitación de espacios supramunicipales coherentes para la mayor eficacia y equidad en la toma de decisiones- de lo que no cabe duda es que de alguna manera habrá que sentar los cimientos que hagan posible una aplicación de los instrumentos previstos, aunque sea de forma gradual y recurriendo al efecto demostración que sus resultados, deseablemente buenos, puedan proporcionar. Y en esta tarea no es menos obvio que se precisa de una pedagogía favorable al fomento de una “cultura territorial”, de la que aún se carece y que lleve a los ciudadanos a asumir que las perspectivas de un desarrollo capaz de fijar la población, evitar el éxodo de cualificados y aumentar la capacidad de atracción, pasan necesariamente por una valorización inteligente de los recursos de que se disponen, por la apreciación positiva de las ventajas producidas por la cooperación intermunicipal, y por la creación de un clima de confianza en lo propio que permita optimizar la capacidad de iniciativa de la sociedad y poner fin a ese pesimismo crónico que tanto daño nos ha hecho desde tiempo inmemorial.