24 de mayo de 2005

Juan Barbolla y los hermanos Humboldt


-->
Este texto forma parte de una publicación que la Universidad de Valladolid dedicó a la memoria del Dr. Juan José Barbolla Sáncho, Catedrático de Electrónica, fallecido en 2004. A invitación de su Departamento, redacté estas líneas en las que recuerdo una experiencia que me unió ocasionalmente a dicho profesor


Creo que en no más de una docena de ocasiones tuve la oportunidad de conversar con Juan José Barbolla Sancho. Los caminos de la Universidad son a menudo demasiado rígidos, con límites que circunscriben las trayectorias y las relaciones de sus miembros a ámbitos concretos y reiterados, de los que apenas se consigue salir para abrirse a un mundo dotado de riquezas y valores personales que pueden pasar totalmente desapercibidos durante toda la vida profesional. Ocurre, sin embargo, que al tiempo esos caminos de pronto se entrecruzan, se abren a nuevos horizontes de comunicación y, sin preverlo, favorecen la aparición de espacios de encuentro que uno lamenta no haber descubierto antes.

Algo parecido me sucedió a mí con Barbolla, pues, aunque el carácter esporádico de las conversaciones que mantuve con él no permitió que llegasen a cristalizar en vínculos de amistad, sí favorecieron una relación de respeto y de consideración que, al menos por mi parte, siempre valoré positivamente. Y, sobre todo, he de reconocer que esa sensación la adquirí en el mismo momento en el que la casualidad la hizo posible. Sucedió exactamente el martes 12 de Abril de 1994 por la tarde. La recuerdo con exactitud pues por aquellas fechas andaba yo metido en una campaña electoral muy “sui géneris” que personalmente había diseñado como candidato al Rectorado de la Universidad de Valladolid. Aunque es cierto que entonces el resultado final de la elección se dirimía en el Claustro, pensé que era conveniente plantear el programa y los debates que pudiera suscitar en los distintos Centros, haciendo también partícipes de la lid y de sus reflexiones a quienes no intervenían directamente en la votación. Se trataba de una experiencia inédita hasta ese momento y, por tanto, proclive a no pocas sorpresas, unas excelentes, otras decepcionantes.
En el día indicado la agenda señalaba un acto de este tipo en la Facultad de Ciencias, concertado previamente con el Decano. Recibido por éste, y tras una conversación de apenas cinco minutos, fui llevado al Salón de Actos que se encontraba... totalmente vacío. Pasando por alto las razones que explican tan extraña situación, lo cierto es que la sensación que tuve en la Facultad de Ciencias fue una de las más desoladoras e incómodas de mi vida académica. Allí permanecí, solo, durante casi quince minutos y a punto estaba de irme, cuando de pronto aparecieron las tres personas que acabaron formando el núcleo principal del auditorio. Las tres del mismo Departamento: Manuel Panizo, Luis Bailón y Juan Barbolla. Algo más tarde, la audiencia se completó con Ángel Cartón y con otro profesor a quien no conocía. Sentado en un lateral de la sala, y con los asistentes mirando de soslayo, no recuerdo exactamente de lo que hablé, aunque ya se sabe de lo que se habla por lo común en estas ocasiones, pero lo que nunca olvidaré es la mirada de atención con la que los asistentes siguieron la perorata, impasibles durante aproximadamente media hora tras la cual ya no había mucho más que decir.
En el coloquio posterior intervino Juan Barbolla, a quien todos reconocían autoridad en la materia, para plantearme dos cuestiones, entiendo que de circunstancia: qué opinión tenía de los resultados de la LRU, después de doce años de aplicación, y cómo veía el futuro de la Universidad de Valladolid en el nuevo horizonte que se abría con el inminente traspaso de las competencias universitarias a las Comunidades Autónomas. Las respuestas no fueron largas y el acto concluyó sin más. Fue entonces, al salir, cuando Barbolla quedó rezagado para acompañarme hasta la puerta de la Facultad. Nunca había hablado con él, y, desde luego, aprecié mucho aquel detalle. Y, aunque ninguna necesidad tenía de hacerlo, siento reconocimiento por esta persona cuando, al pie de las escaleras que dan acceso al edificio, me dijo: “Seguramente no vas a salir elegido, pero has estado muy bien. Gracias por haber venido”. Le di la mano y quedamos en tomar un café cualquier día.

Meses más tarde, siendo ya Vicerrector de Profesorado en el equipo de Javier Álvarez Guisasola, fui a verle varias veces como Director del Departamento de Geografía. Siempre me atendió con suma cordialidad y en más de una ocasión me facilitó soluciones que ayudaron a consolidar la plantilla y a crear un ambiente de confianza en el profesorado del que yo era responsable. En una de estas reuniones, la conversación derivó hacia un tema insospechado. Cuando el motivo de la visita había quedado resuelto, me espetó una pregunta que no esperaba: “oye, me dijo, ¿ese Humboldt del que hablaste cuando la campaña electoral en Ciencias tiene tanta importancia como dicen?. Es que el otro día lei un libro en el que hablaba de Humboldt como uno de los mayores exploradores de la Historia”. El tema me complacía, y allí que me despaché. De quien había hablado en aquella reunión electoral casi surrealista era de Wilhem von Humboldt, el fundador en 1811 de la Universidad Libre de Berlín y uno de los artífices del modelo universitario europeo. He seguido de cerca la trayectoria del mayor de los hermanos y a menudo evoco su nombre a propósito de los cimientos que sustentaron la Universidad moderna, muchos de los cuales permanecen tan firmes y justificados como el primer día.
Pero quien me resulta más próximo intelectualmente, y en el que se basaba el comentario leído por Juan, es Alexander, uno de los padres de la Geografía contemporánea, el autor del célebre tratado Kosmos y quien con mayor consistencia supo sentar las bases del pensamiento geográfico desde la perspectiva científica, apoyado, entre otros enfoques metodológicos valiosísimos, en la experimentación y en la taxonomía de los paisajes sobre la base de un conocimiento a fondo y riguroso de la realidad. En definitiva, que aprovechando el interés de Juan por Wilhem no pudo librarse, y creo que complacido, de tener a la vez una idea aproximada, algo pasional quizá por mi parte, de lo que supuso la aportación del naturalista más conspicuo de la primera mitad del siglo XIX, del vigoroso científico cuyas ideas sirvieron para asentar algunas de las principales aportaciones teóricas de Charles Darwin, con el que mantuvo además una tan estrecha como fecunda amistad durante muchos años.

En un par de ocasiones más intentó Juan indagar sobre estos hermanos, que en cierto modo habían dejado huella en su sensibilidad y a los que quizá también aludía ante mí para agradarme. Celebro que los descubriera en sus fugaces encuentros conmigo. Y lo que siento es que no pudieran ir a más, pese a las menciones que, cuando me veía, le llevaban a decir: “ a ver cuando nos tomamos un café como es debido y me cuentas en detalle las exploraciones de ese Humboldt”. Lamentablemente, no pudo ser.