24 de febrero de 2005

Luis Jesús Pastor: un universitario excepcional

El Mundo-Diario de Valladolid, 24 de Febrero de 2005



La Universidad de Valladolid ha perdido a uno de sus mejores profesores. Muerte brutal, absurda, injustamente cebada tan temprano en un hombre bueno, sensible, honrado y generoso, de sólo 46 años. Es una noticia atroz, que me resisto a asumir, que no quiero aceptar, con la rebeldía de quienes sienten que con la desaparición de un amigo o, como en este caso para mí, de un discípulo, de un compañero leal e irremplazable, se va para siempre algo de lo mejor de nosotros mismos. ¡Cuesta tanto construir una relación de amistad, desinteresada, gratificante e incólume al paso del tiempo!. ¡Es tan dificil asegurar que una sintonía en tantos aspectos no se acabe debilitando!.


Y es que para quienes tuvimos el placer de disfrutar casi a diario de su compañía, Luis Pastor era motivo de satisfacciones permanentes. Un verdadero lujo de calidad personal e intelectual. Aún le recuerdo cuando tenía poco más de veinte años, con su enorme barba rubia y con esa mirada vivaz, inquieta y siempre abierta al descubrimiento de lo nuevo, acompañada de una sonrisa que denotaba inteligencia, un excelente sentido del humor y un contagioso optimismo vital. La primera vez hablamos de temas que nos han acompañado durante años y que han sido motivo de intensas discusiones, de enriquecedoras complicidades. Hablamos de derechos humanos, de medio ambiente, de desarrollo, de arte, de política, de futuro. Conocerle supuso para mi un rejuvenecimiento y una llamada de atención que me mantendría alerta frente a los riesgos de la apatía y la resignación ante la magnitud de los problemas que aquejan a nuestro mundo y a sus sociedades. Con Luis no habia lugar para el desencanto, la abulia o el abandono. Era el hombre enérgico que no se enfadaba nunca. Desde la firmeza de sus convicciones, desde un sólido rigor de pensamiento, y arropado por una gran familia, en la que las figuras de Gundy y de sus hijos, Miguel y Diego, emergen como sólidos baluartes, fue fraguando los cimientos de una carrera profesional como geógrafo que ha traido consigo resultados más que encomiables. A él se deben trabajos excelentes, y en muchos casos pioneros, sobre las redes de transporte de Castilla y León, sobre el papel de la inmigración en la génesis de la nueva sociedad vallisoletana, sobre las implicaciones espaciales del Estado de Bienestar, sobre la transformación de los barrios de nuestra ciudad, sobre el significado de los cambios urbanos contemporáneos, etc. etc. Autor de una obra intelectual meritoria, vigilante sagaz de cuanto sucedía en su entorno, en todo momento fue fiel al compromiso con las causas más justas y sin más contrapartida que la que deparaba la satisfacción por el deber bien cumplido. Sólo recordaré aquí las que mejor me permitieron conocerle de cerca. Impulsor clave de la Fundación “Andrés Coello” y presidente ilusionado de la Cofradía universitaria, fue además un excelente y activo vicedecano en una etapa de intensa transformación de la Facultad de Filosofia y Letras.


Afrontó con éxito y reconocimientos inequívocos la dificil época que le tocó vivir como Presidente de Justicia y Paz, institución que contribuyó a relanzar con su entusiasmo característico, frente a viento y marea, víctima de incompresiones, que no le impidieron, tenazmente, ser fiel a los objetivos que él consideraba irrenunciables. Y fue también un gran enamorado del espacio latinoamericano, de sus gentes y de sus paisajes, un buen conocedor de sus posibilidades, de sus incógnitas y de sus zozobras. Compartimos experiencias magníficas e inolvidables en este sentido: la puesta en marcha de la Red ALFA con Brasilia, la celebración en Valladolid del Congreso Internacional de Geografía de América Latina, la preparación del Master sobre Desarrollo Urbano Sostenible en Rosario, que la crisis económica argentina nos impidió llevar a cabo, el análisis de las dinámicas territoriales del Mercosur.


Me viene a la memoria nuestro viaje a Sudamérica a mediados de los noventa y las insólitas experiencias compartidas en Buenos Aires y en La Plata, en Tacuarembó y en Caraguatá, en Valparaíso y en Isla Negra. Y en la CEPAL de Santiago de Chile. Con nuestros compañeros del Departamento de Geografía estábamos a punto de emprender un trabajo sobre políticas urbanas en la interesante provincia argentina de Santa Fe. Y, aunque no podrás acompañarnos, debes saber, querido Luis, que regresaremos a Rosario y, en compañía de Alberto, de Betto y de Mirta, nuestros entrañables amigos santafesinos, dejaremos en las feraces islas del rio Paraná – ¿te acuerdas de los quebraderos que nos daba el tema de la Hidrovía? - algún testimonio que de forma perenne nos evoque tu figura y tu recuerdo en aquellas tierras, al tiempo próximas y remotas, que tanto nos ayudaste a descubrir e interpretar. No lo dudes: jamás te olvidaremos. Ni a ti ni a los tuyos.

19 de febrero de 2005

¿ES POSIBLE UN ESTADO INTEGRADOR?


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El Mundo-Diario de Valladolid, 19 de Febrero de 2005

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En el momento político que en la Unión Europea se perfila cuando su proyecto de Tratado Constitucional está a punto de ser sometido a consulta de los ciudadanos, la situación española sigue dando muestras de una patente singularidad, que no deja de sorprender dentro y fuera de nuestras fronteras. Es la excepcionalidad española, tantas veces recogida y valorada en el pensamiento de José Ortega y Manuel Azaña, y que más de un cuarto de siglo después de aprobada la Carta Magna que establece y organiza el sistema democrático vigente, se revela tan inequívoca como las propias evidencias reveladoras de un modelo de organización territorial del Estado que no tiene parangón con ningún otro país del mundo.

Sólo en medio de este panorama pudiera tener su explicación el esfuerzo permanente por encontrar, a través del lenguaje, nada trivial por cierto, las expresiones – “nación de naciones”, “federalismo asimétrico”, “comunidad nacional”, por mencionar las más reiteradas - que mejor cuadren con las características y, sobre todo, con las tendencias de un modelo que, si constitucionalmente está bien definido en sus líneas maestras, presenta, empero, matizaciones que sistemáticamente tratan de adecuarse a las perspectivas interesadas de quienes las plantean como algo permanentemente sujeto a reconsideración. No hay en todo el espacio comunitario europeo una realidad institucional tan profundamente condicionada por un debate fatigosamente centrado en cuestiones y conceptos que la propia evolución histórica ha dejado obsoletos y caducos hace ya mucho tiempo. Y es que además se trata de consideraciones cuya importancia no parece muy congruente con los problemas y los afanes que hoy priman en las preocupaciones de la ciudadanía, mucho más atenta a las perspectivas que permite un mundo abierto que a la esterilidad de disquisiciones que sólo encubren muchas veces intereses enmascarados.

Pues, francamente, ¿tiene sentido seguir hablando de “nacionalidad histórica” o de “pueblo”, cuando la propia dinámica de las sociedades contemporáneas ha convertido a ambas nociones en antiguallas, difícilmente conciliables con una visión objetiva, funcional e innovadora de la realidad?. No son los “pueblos” – entendidos como expresión de esa acepción identitaria que tantos quebrantos ha ocasionado a la historia europea –los que sustentan las formas de convivencia construidas en nuestros días, sino las sociedades, que resultan de estructuras complejas, basadas en el contraste, la multiculturalidad y la integración a partir de procedencias diversas; sociedades en función de las cuales se vertebra un modelo de relaciones en permanente cambio, proclive a la articulación de iniciativas y cohesionada por la voluntad de contribuir, en un espacio de encuentro y cimentado en sus valores distintivos, al desarrollo, lo más fecundo posible, de un proyecto compartido y, por ende, integrador.

Aceptar esta perspectiva equivale a entender que el engarce de la pluralidad estructural española sólo puede llevarse a cabo si se cumple la única premisa que permite asegurar un funcionamiento estable del modelo de convivencia establecido a partir de 1978. Y ésta no es otra que la que imprime al principio de lealtad constitucional un valor y una importancia prevalente respecto a la intencionalidad de cualquier planteamiento que cuestione los fundamentos básicos del sistema en el que ha descansado la etapa de libertad y prosperidad más dilatada de la historia contemporánea de España. Ahora bien, garantizar la pervivencia de este modelo, y la superación de las amenazas que lo cuestionan, implica simultáneamente la adopción de altas dosis de inteligencia y flexibilidad, capaces de garantizar, al amparo de las indudables posibilidades permitidas por la Constitución, el necesario equilibrio que impone la defensa del sistema constitucional con el inevitable buen entendimiento que debe perseguir las relaciones entre el Gobierno central y los Gobiernos autonómicos de Cataluña y el País Vasco.

¿Cómo lograr, por tanto, que este objetivo deje de ser una quimera o aparezca mediatizado por un clima de tensión insoportable para la mayor parte de la ciudadanía española y seguramente también para una fracción significativa de quienes viven en esas Comunidades?. La evolución de la política española nos revela que, en ausencia de mayorías absolutas, la cultura de la negociación se acaba imponiendo por la propia exigencia de los hechos o, mejor aún, por la lógica de la deseable estabilidad. Gobernar en España se ha convertido así para las opciones políticas mayoritarias en una labor complicada, permanentemente abierta a las modificaciones de escenario y a la búsqueda de fórmulas de compromiso que, bajo la presión permanente, se avienen mal con un horizonte a largo plazo, pues ni siquiera cubren el marcado por la legislatura.

El pacto inmediato, puntual, revisable cada poco, tiende a establecer la trayectoria de las reglas de juego, creando un ambiente proclive al desencadenamiento de tensiones que sólo pueden ser conjuradas mediante el acuerdo reactivado y permeable a las nuevas exigencias requeridas por las causas que motivaron su puesta en entredicho. Visto desde fuera puede parecer un mecanismo agotador, pero quizá en la mente de quienes lo protagonizan constituya un hábito asumido, por más que el ejercicio del acuerdo no deba entrar en contradicción con los principios generales en los que ha de basarse su desarrollo, precisamente por el riesgo de desestabilización del sistema que ello pudiera suponer.

En cualquier caso, la experiencia adquirida hasta ahora es muy aleccionadora y ha proporcionado los suficientes elementos de juicio para reflexionar acerca de qué manera es posible abordar la etapa actualmente abierta en la que el proyecto de reforma constitucional va asociado a la modificación prevista de los Estatutos de Autonomía a la par que coincide con el envite de la Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi, que con tanta vehemencia sectaria y ad nauseam personifica el actual lehendakari. Nadie cuestiona que, en efecto, nos encontramos en un momento histórico, crucial y de cuya salida va a depender la solidez del Estado para muchos años. Una salida que no puede ser otra que la decidida voluntad de llevar a cabo una política que, apoyándose en la necesidad de dar coherencia a las decisiones adoptadas en el marco de la pluralidad reconocida – y tan necesaria de consideración como la que distingue a las propias sociedades que habitan las Comunidades Autónomas gobernadas por los partidos nacionalistas - sea al propio tiempo capaz de transmitir la imagen de España como un Estado integrador, eficiente, moderno, solidario y tolerante, en el que todos los ciudadanos tengan cabida, al margen de clientelismos espureos o de presiones reivindicativas, que pueden poner en entredicho a salvaguarda de sus propios intereses.

Es un desafío que concierne ineludiblemente al Gobierno actual del Partido Socialista y que compromete también al resto de las fuerzas políticas. De ahí que, a la vista de lo que nos espera, sea en ese sentido, ahora quizá más que en ningún otro, como habría que plantear en el momento presente por parte de toda la sociedad española aquel “no nos falles” con el que fue recibido José Luis Rodriguez Zapatero en la noche electoral del 14 de Marzo de 2004.

11 de febrero de 2005

El Tratado Constitucional de la Unión Europea: Un apoyo decisivo y necesario


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El Mundo-Diario de Valladolid, 11 de Febrero de 2005
“Cuando la normalidad democrática se instala en nuestras vidas, muchas veces perdemos la cuenta de lo que eso significa y del valor de las reglas que lo permiten”. Con estas palabras André Malraux quiso subrayar en los años dificiles de la postguerra europea la importancia que tiene no olvidar que los avances logrados en la convivencia y en el desarrollo de la sociedad no son nada baladíes, sino el resultado de un inmenso esfuerzo colectivo en el que todos los empeños son pocos cuando se trata de garantizar el que no tengan marcha atrás. Y es preciso también recordar que en estos tiempos de cambios frenéticos, de renovación incesante de la información y de propensión al olvido nada hay más torpe y equivocado que perder la perspectiva sobre los hechos y las circunstancias que han ido configurando la realidad hasta definirla en los rasgos, con sus carencias y también con sus ventajas, que hoy la identifican. Las enseñanzas de la historia son suficientemente aleccionadoras cuando se trata de comprender los límites en los que se desenvuelve la realidad que nos ha tocado vivir. De ahí que, cuando a comienzos de este año el Parlamento Europeo aprobó el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, los debates previos a la votación pusieron de manifiesto hasta qué punto se asistía en ese momento a una situación crucial, en la que coincidía la evocación autocrítica de lo que ha sido la trayectoria de Europa a lo largo del siglo XX y el convencimiento de que, con la mirada puesta en el futuro, el proyecto aprobado constituía el más sólido baluarte para que las experiencias trágicas del continente no volvieran a repetirse.

De la actual Constitución española se ha dicho hasta la saciedad que uno de sus principales méritos estriba en el hecho de que, si bien no logra complacer plenamente a casi nadie, tiene a su favor la cualidad de dar cabida, y satisfacer, a las sensibilidades de todos. En mi opinión, argumento similar puede ser utilizado cuando se analiza con detenimiento el proyecto de Tratado Constitucional sometido a consulta en España el próximo 20 de Febrero. Texto prolijo y en ocasiones farragoso, cuestionable en algunos de sus contenidos y, como no podría ser de otro modo, muy polémico, tiene, en cambio, la virtualidad de recoger una serie de aspectos que justifican una actitud decididamente proclive a su respaldo y ratificación.
El principal viene dado por su condición de proeza histórica, política e institucionalmente hablando. Detenerse a pensar en lo que supone el que un conjunto tan heterogéneo y con fuertes disparidades en todos los órdenes se llegue a dotar de un sistema organizativo y de funcionamiento de carácter integrador, fraguado gradualmente a lo largo de los sucesivos Tratados y al compás de los crecientes desafíos planteados por las ampliaciones, lleva a entender que se trata no sólo de un fenómeno insólito, sin precedentes, y posiblemente irrepetible en mucho tiempo en otras áreas del mundo; es también la expresión inequívoca de una complicada y laboriosa estrategia de armonización económica e institucional, de cuyos éxitos pocas dudas caben, y que ahora se recualifica al concebir a la Unión como un ámbito para la coordinación de las políticas de los Estados miembros al servicio de unos objetivos que destacan los propósitos y las ideas más resueltas sobre los valores que acreditan la dignidad del ser humano y de las sociedades en las que se integra. Supone alcanzar lo que Adela Cortina ha llamado acertadamente “una identidad moral”.

Recogerlos explícitamente no puede ser entendido a modo de simple inventario, entre otras razones porque su inclusión y su defensa suponen un compromiso que va más allá del simple enunciado de buenas intenciones para concretarse en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión, verdadera pieza maestra del articulado y en la que se fundamentan la ciudadanía europea, el derecho europeo de los servicios públicos y todo un cúmulo de aportaciones desde la perspectiva social, que inciden de manera reiterada en las condiciones de trabajo, en la lucha contra la exclusión, en la igualdad entre hombres y mujeres, con especial referencia a la igualdad de retribución por el mismo trabajo, y en la protección social de los trabajadores. Y aunque sólo fuera por la relevancia otorgada a los derechos humanos, que permiten, sobre la base del texto comentado, singularizar a la Unión Europea como “un espacio de libertad, igualdad u justicia”, ya sería motivo más que suficiente para justificar el apoyo solicitado.

Mas no son los únicos argumentos en los que cabría insistir, por más que no resulte posible sintetizar en pocas líneas las reflexiones que avalan un pronunciamiento favorable. Me limitaré simplemente a destacar tres cuestiones que no pueden pasar desatendidas. Por un lado, se ha de tener en cuenta que el gran salto cualitativo que este Tratado Constitucional aporta consiste en otorgar dimensión y racionalidad política comunitaria a unos cimientos que hasta ahora se habían decantado primordialmente hacia la lógica económica del mercado único, sin menoscabo de las iniciativas de solidaridad en las que se ha basado una parte esencial de la modernización de España. La construcción de la Europa política, sustentada en el reconocimiento de su personalidad jurídica, se convierte de este modo en una garantía indispensable para la preservación del modelo social europeo y de su propia entidad en el marco de las nuevas coordenadas definidas por la globalización económica y el afianzamiento de la hegemonía estadounidense. Para lograrlo el documento incorpora una serie de mecanismos de decisión destinados a facilitar un funcionamiento más democrático de un entramado tan complejo, en el que los Estados, de fronteras incuestionables, ejercen una importante responsabilidad de equilibrio y de coherencia interna.
Y así el que las competencias ejercidas por la Unión y los Estados se hallen debidamente clarificadas, el que se asegure la transparencia de las deliberaciones, el que el Presidente de la Comisión sea elegido por el Parlamento en función de los resultados de las elecciones europeas o la posibilidad de que un determinado número de firmas puedan respaldar la introducción de cambios legislativos son, entre otras muchas, consideraciones claves que hay que hacer a la hora de valorar los avances introducidos en pro de un funcionamiento más democrático del sistema. Por otro lado, no quepa duda que la reiteración del principio de “cohesión económica y social”, al que se suma la valiosa connotación de “territorial”, permite abrigar expectativas susceptibles de favorecer, amén de políticas medioambientales realmente aplicadas, la toma en consideración de situaciones críticas como cuando se alude a “las regiones que padecen desventajas naturales o demográficas graves y permanentes” (¿alguien ha pensado de qué manera puede incidir este criterio en el futuro de Castilla y León?). Y, por último, cuando se alude a las reservas que suscitan los capítulos referidos a la “acción exterior de la Unión” y cunde la alarma frente a los efectos que se derivan del principio de unanimidad, no estaría de más observar al tiempo que, si resulta dificil minimizar lo que en el fondo continua siendo una prerrogativa dificilmente renunciable en aras de la defensa de la soberanía de los Estados, el Tratado Constitucional es harto contundente cuando defiende la necesidad de la cooperación al desarrollo y una actuación en el exterior basada en el respeto de los principios de la Carta de las Naciones Unidas y del Derecho Internacional. ¿Podemos imaginarnos cómo hubiera podido afectar este respeto hace dos años a la actitud de los países europeos frente a la guerra y ocupación de Irak?.