24 de enero de 2006

Castilla y León en la Unión Europea: viejos problemas, nuevas perspectivas



El Mundo-Diario de Valladolid, 24 de Enero de 2006



La nueva etapa iniciada a partir del año 2007 va a suponer un cambio muy significativo respecto a la posición que ha ocupado España en la distribución de los Fondos Estructurales y de Cohesión desde su integración hace ya cuatro lustros en el espacio comunitario europeo. De figurar en primer lugar como país receptor de ayudas en el periodo 2000-2006, y tras haber recibido entre 1989 y ese último año más de 100.000 M€ (a precios de 1999) - a los que habría que sumar al tiempo la notable aportación correspondiente a los fondos de garantía agrícola – el horizonte financiero abierto para nuestro país durante el próximo septenio (2007-2013) nos inscribe en un escenario bruscamente distinto, en el que la acusada reducción de estas asignaciones, con una caída de su saldo operativo con la UE de 43.715 M€ en la totalidad del periodo, coincide con el comienzo de un proceso decreciente que culminará en 2013 cuando España aparezca ya como contribuyente neto positivo en el presupuesto de la Unión.

Dentro de este panorama, debemos ser conscientes de que Castilla y León se singulariza como la región española más afectada por esta tendencia. Deja definitivamente de pertenecer a las primadas Regiones Objetivo 1, al superar con holgura el listón que hasta ahora la había permitido figurar entre las más beneficiadas, precisamente por su condición de “región asistida”, acentuada a su vez por los bajos niveles de renta de sus provincias occidentales. Sin embargo, merced al llamado efecto de crecimiento natural, reflejado en un índice de convergencia (97,99) muy próximo a la media comunitaria (100), y llamativamente con tres de sus provincias (Soria, Burgos y Valladolid) colocadas en el listón de las diez primeras españolas según la evolución de este indicador en los últimos cinco años, abandona el grupo de las regiones receptoras del capítulo principal de ayudas junto a la Comunidad Valenciana y Canarias, de las que, sin embargo, la separan diferencias notorias: todos sabemos de la espectacular vitalidad del “eje mediterráneo”, ostensiblemente liderado por el Levante español, y también nos consta hasta qué punto la condición del archipiélago como “región ultraperiférica” la otorga una ventaja de tratamiento excepcional que posiblemente se va a mantener para siempre.

El desafío así planteado en nuestro caso reviste, a mi modo de ver, una doble dimensión, que conviene clarificar. En primer lugar, sobresale la de carácter financiero, necesariamente ajustada a los márgenes impuestos por la nueva política regional europea, en la que, como no podría ser de otro modo, se aprecia un sesgo muy marcado a favor de los países incorporados en 2004, con el consiguiente desplazamiento hacia el Este del área de atención frente a la anterior primacía ostentada por el Mediterráneo. En su beneficio está concebido el primero de los tres Objetivos con que a partir de ahora se estructura el reparto de las ayudas. Con la denominación de “Convergencia”, el primero de ellos ha de canalizar el 78,5 % de todo el presupuesto (336.100 M€) aplicado a la política regional Ahora bien, de esta cantidad, y dentro del porcentaje asignado a los Fondos de Cohesión, Castilla y León, según el compromiso adoptado en el encuentro del presidente del Gobierno central con el de la Junta el pasado 16 de Enero, va a recibir un total de 900 M€ , equivalentes al 27,6 % de los destinados a España. No es, desde luego, una partida baladí si se tiene en cuenta que la Comunidad sobrepasa ya el 90 % de la media de renta comunitaria, lo que la coloca en una posición globalmente al margen del Objetivo de Convergencia, del que, sin embargo, se beneficia a causa de la delimitación espacial asignada a esta ayuda, obligadamente circunscrita a proyectos (transporte, medio ambiente y energía renovables) que han de llevarse a cabo en las provincias de Ávila, León, Salamanca y Zamora.

Incluida parcialmente en los Fondos de Cohesión, lo que representa una valiosa aportación justificada por la intención de corregir las carencias de las provincias citadas, las posibilidades de financiación adicional no son ajenas a los potenciales flujos que pudieran también derivarse de las otras dos fuentes de ayuda establecidas para la nueva etapa. La situación de Castilla y León tiene, en efecto, plena cabida en el segundo de los Objetivos - “Competitividad Regional y Empleo” - al que se destinan 57.900 M€ (17,2 % del presupuesto). No en vano pertenece de manera específica a la categoría de las regiones que, cubiertas por el Objetivo 1 entre 2000 y 2006, abandonan por crecimiento natural el Objetivo de “Convergencia”, lo que lleva a considerarlas en el periodo que se inicia en 2007 en “phasing-in”, es decir, en proceso de adaptación a una nueva situación que aconseja facilitar su capacidad para afrontar los desafíos y ajustes que en el nuevo contexto se les plantean. Interesa destacar que dentro de este rango las prioridades en las líneas de actuación aplicadas a estas regiones (receptoras en conjunto de 9.580 M€) se decantan, junto a proyectos de carácter ambiental o relacionados con la mejora del transporte, hacia el fomento explícito de planes de apoyo a la innovación, al espíritu de empresa y al desarrollo la sociedad del conocimiento así como de iniciativas relacionadas con los mercados de trabajo previstas en las grandes directrices de la Estrategia Europea de Empleo.

Y, por último, no hay que olvidar que también la región castellano-leonesa es susceptible de reconocimiento en el reparto de los Fondos contemplados en el tercero de los Objetivos (Cooperación Territorial Europea), destinatario de 13.200 M€ (3,94% del presupuesto). Si se tiene en cuenta que más de la tercera parte de este monto corresponde a los proyectos de cooperación transfronteriza, no hay que desestimar la importancia de aquellas acciones que mantengan una línea de continuidad con lo que tradicionalmente ha sido una de las mayores preocupaciones del desequilibrio regional, identificada con las carencias de desarrollo de su margen occidental, sin duda el más desfavorecido de todo el espacio ibérico a lo largo y ancho de la “raya” con Portugal.

Puede decirse, en suma, que, aunque las perspectivas financieras en la fase 2007-2013 se van a reducir sensiblemente respecto a las percibidas en el septenio anterior (se estima que el recorte de los Fondos Estructurales habrá de superar los 3.000 M€, el mayor en términos absolutos de todas las regiones españolas), no significa que el margen de maniobra llegue a desaparecer en este sentido. En todo caso, tenderá a reacomodarse, adquiriendo una nueva dimensión, verdaderamente crucial, que yo definiría de carácter “estratégico-territorial”. Es decir, obliga, de un lado, a la rigurosa elaboración y cumplimiento efectivo de los proyectos centrados en las provincias que hasta ahora han quedado descolgadas del proceso de transformación global de la región y para las que la ayuda excepcional proveniente de los Fondos de Cohesión va a significar, si no la última, sí una de las oportunidades límite en cuanto a sus opciones futuras de respaldo comunitario con cierta relevancia. Ni que decir tiene que, entre otros requisitos, ello va a implicar, por lo que a Zamora y Salamanca respecta, fuertes e innovadores avances en el proceso de cooperación con Portugal, en los que Castilla y León debiera ejercer una función cercana al liderazgo en el grupo de las regiones españolas limítrofes con el país vecino e implicadas en compromisos estratégicos similares.

Y, de otro lado, tampoco cabe duda que ante la posición crítica en la que ha quedado Castilla y León con vistas al nuevo período de programación operativa todos los esfuerzos por procurar que el proceso de transición sea lo menos traumático posible, y teniendo en cuenta además la magnitud de los problemas irresueltos, han de merecer una atención, un cuidado y una vigilancia extraordinarios. Es a partir de ahora cuando va a ponerse a prueba como nunca tanto la efectividad de las decisiones y negociaciones que habrá de llevar a cabo el Gobierno autónomo como la fortaleza con la que la sociedad regional sea capaz de aprovechar sus propias potencialidades, a fin de asegurar, con perspectivas de futuro, un desarrollo eminentemente basado en la solidez y en las ventajas de su capital territorial o, lo que es lo mismo, en la calidad de todos sus recursos, en el talento y buen gobierno de quienes los gestionan y en la defensa de un modelo territorial donde las desigualdades internas tiendan a mitigarse en aras de la mayor eficiencia del conjunto. Dicho de otro modo, embarcados en un proceso en el que forzosamente la maximización de las oportunidades debe ir en paralelo con la minimización de los riesgos, hay que aceptar sin titubeos ni dilaciones la idea de que en lo sucesivo nos veremos obligados a depender cada vez más de nosotros mismos.



11 de enero de 2006

Paisajes maltratados


El Mundo-Diario de Valladolid, 11 de Enero de 2006


De una u otra manera, con mayor o menor acierto, todos hemos sido educados en la percepción de los paisajes. Nuestras vivencias aparecen siempre asociadas a un modo de entender, interpretar y valorar la realidad espacial que nos rodea. No hay experiencia sin paisaje imbricado en ella, ni reflexión que no sea efectuada a partir de la referencia geográfica que la motiva. Tanto es así que parece imposible recordar los hechos que nos sucedieron en un determinado momento sin tener presentes al tiempo las características del ámbito en el que tuvieron lugar, y que en medida nada desdeñable ayudan a entenderlos y a conservarlos en la memoria. Somos, pues, tributarios directos de lo que sucede en nuestro entorno, de suerte que nuestra cultura territorial se enriquece a medida que sabemos entender las otras culturas, expresivas de realidades que nos alertan sobre el significado de la diferencia, la magnitud de los contrastes, la utilidad creativa de la experiencia comparada. Nos enseña a relativizar los conocimientos, que precisamente se fortalecen cuando los asumimos como partes integrantes de un todo complejo, bien estructurado e incluyente.


Esenciales, por tanto, en la maduración de la personalidad, la imagen que tengamos de cada uno de ellos constituye un elemento primordial de nuestra propia sensibilidad, que precisamente se fragua a medida que asimilamos los valores que los distinguen. De ahí la necesidad de subrayar hasta qué punto de la calidad de los paisajes depende también la de nuestra propia cultura, que no es sino la manifestación de los comportamientos que nos permiten enriquecernos con el entorno tanto individual como colectivamente.


Debemos advertir, sin embargo, que en el territorio español los valores que encierra la noción de paisaje, clave a la hora de definir la fortaleza de un proceso educativo que obliga a la beligerancia a favor de los aspectos que en mayor medida lo cualifican, no gozan en los momentos actuales de buena salud. No en vano al toparnos con la realidad circundante y analizar con espíritu crítico cuanto se hace a nuestro alrededor la imagen cualitativamente pretendida se desvanece para abrir paso a un panorama en el que las diferentes modalidades de agresión derivan en deterioros tan graves como generalizados. Asistimos al apogeo de acciones simplificadoras y banales, que, concibiendo el cambio de uso del espacio como algo ajeno a cualquier tipo de restricción, tienden ostensiblemente a prevalecer frente a las que, en cambio, preconizan la defensa y salvaguarda de los valores paisajísticos o a las que lo entienden como un conjunto integral, formado por componentes indisociables.


A poco que en nuestro país se profundice en el seguimiento de la cuestión, no es difícil asustarse ante la magnitud de las barbaridades que se están cometiendo en nombre de no sé sabe muy bien qué progreso o desarrollo. Por doquier, y con excepciones contadísimas, asistimos desde hace unos años a la proliferación errática de intervenciones sobre el territorio marcadas por un denominador común: la ocupación y consumo desenfrenados del espacio a través de promociones inmobiliarias ante las que no se establecen otros límites que los determinados por los mismos intereses y criterios sobre los que se sustentan. Si los datos numéricos registrados al respecto son más que elocuentes, pues sitúan a España, y con asombrosa diferencia, en la cabeza de los países europeos por el volumen de edificación llevada a cabo, el problema no estriba tanto en la dimensión cuantitativa del fenómeno como en las implicaciones que desde el punto de vista estratégico, cultural y medioambiental traducen una peculiar forma de entender las relaciones entre sociedad, desarrollo y territorio marcadas por tres tendencias francamente preocupantes y entre las que se impone una urdimbre lógica muy bien definida.

La primera tiene mucho que ver con la ausencia absoluta de cultura y de sensibilidad territorial con la que se acometen la mayor parte de las actuaciones. Aparecen como la manifestación fehaciente de una falta de respeto y de consideración por el entorno en el que se llevan a cabo. La ausencia de evaluaciones de impacto ambiental resulta con frecuencia tan grave como el incumplimiento de las que se realizan, que o bien son cuestionadas por restrictivas de la liberalidad edificatoria o se acomodan en sus indicaciones a los objetivos de quienes las demandan, evitando así cualquier obstáculo que entorpezca el objetivo deseado.


En segundo lugar, es evidente que en el modo de concebir la decisión prima casi siempre la perspectiva a corto plazo, la inmediatez de los resultados, con independencia de sus implicaciones hacia el futuro. Y no sorprende que esto ocurra por la sencilla razón de que esta visión cortoplacista que rige la ocupación desbordada y congestiva del espacio viene impuesta por la circunstancia, realmente grave, de que el poder de decisión, la capacidad de iniciativa real, ha cambiado de manos. Los promotores inmobiliarios se han adueñado del territorio y han ido cercenando, a la par que mediatizando en función de sus intereses, al poder municipal, que se pliega ante hechos de los que se sólo percibe su rentabilidad inmediata. La experiencia de nuestro pais sobreabunda en irregularidades de este tipo y de hecho son muy pocos los municipios, tanto urbanos como rurales, que resisten a la constatación de esta tendencia generalizada. Y, por lo que se ve, las diferencias políticas parecen diluirse en aras de una tendencia a la homogeneización de estrategias que, si en parte encuentra uno de sus fundamentos primordiales en los problemas de suficiencia financiera a que se enfrentan de las administraciones locales, no es menos cierto que a la par acaba siendo asumido como algo meritorio y digno de reconocimiento, asociándolo demagógicamente a un presunto “desarrollo” mediante campañas de manipulación informativa y de marketing grandilocuente, en las que la opacidad de las intenciones marcha en paralelo con la propia consolidación del entramado de intereses e influencias que a la postre acaban configurando el modelo de ciudad que se pretende por parte de unos pocos frente a los intereses y las preocupaciones de la mayoría.


Hay que recurrir a estos argumentos para comprender el tercero de los pilares en los que se apoya esta situación. Me refiero a la visión fragmentaria y reduccionista con que se abordan la gestión del patrimonio y de los recursos territoriales, y, por ende, las propias políticas urbanas. En pocas palabras, puede decirse que se ha procedido a la sustitución del paisaje, en su dimensión más noble e integradora, por la intervención puntual, comúnmente asociada a la monumentalidad de las iniciativas (esas arquitecturas de la retórica de las que habla Herzog) o a la preservación más o menos cuidada de las áreas emblemáticas, tal y como se expresa en las políticas de rehabilitación de los centros históricos, aunque aquí tampoco sea oro todo lo que reluce. Conservar y atender lo que atrae turisticamente o recurrir a la escenografía que depara la espectacularidad de un edificio determinado, más allá de su funcionalidad y coste, suponen tal vez un alivio frente a la mala conciencia que pudiera provocar el tratamiento especulativo sobre el suelo público o el hacinamiento y el deterioro estético a que se ven sometidas las periferias, donde el concepto de ordenación del territorio, tal y como está concebido en la Estrategia Territorial Europea, sufre hoy en España de las mayores aberraciones.


Ante una situación como la que nos ocupa, inequívocamente marcada por el encarecimiento brutal de la vivienda, por el desencadenamiento de escandalosos procesos especulativos, por la destrucción irreversible de espacios de gran valor ambiental o por la hipertrofia de un mercado hipotecario que en los últimos años ha crecido exponencialmente, cabe lamentar que los ciudadanos, inermes, masivamente endeudados, y por más que de manera individual manifiesten una actitud crítica, han acabado adoptando colectivamente un resignado silencio, convencidos de que frente a tales atropellos muy poco o casi nada se puede hacer.