24 de junio de 2008

EL MAESTRO QUE LO SABIA TODO


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El Norte de Castilla, 24 de Junio de 2008
Cuando un gran maestro desaparece, algo de nuestras vidas se va con él. En los últimos años hemos visto tristemente partir la nave sin retorno de nombres emblemáticos en la historia de la Universidad de Valladolid. Personas relevantes como Jesús García Fernández, mi maestro, Ángel Alberola, Juan José Barbolla, José Casanova, José Antonio Garrido, Fidel Mato, Carlos de Miguel, Olegario Ortiz, Ernesto Sánchez Villares, Ignacio Serrano o Miguel Martín- que, aunque terminó su vida activa en la Complutense, dejó en la de Valladolid una huella imborrable- marcaron una época y un modo de entender la Universidad que, más allá de las opiniones particulares que cada uno de ellos pudiera merecer, aportaron en sus diferentes especialidades, tanto para sus discípulos como para quienes aún nos dedicamos a ella, una deuda impagable. Es el mismo reconocimiento que ahora debemos otorgar a la figura de Pedro Gómez Bosque, que silenciosamente se ha ido cuando comienza el verano, dejando un vacío al que será difícil acostumbrarnos.

Hablar de Don Pedro no es tarea sencilla, pero sí muy gratificante. Como es obvio, no seré yo quien aluda a sus méritos y aportaciones a la ciencia médica, a la que dedicó su vida y sus ilusiones como Catedrático de Anatomía de la Universidad vallisoletana durante muchísimos años. Generaciones de alumnos habrán pasado por sus clases y dejarán testimonio de un legado que le trasciende en el tiempo para convertirse en un capital intelectual de enorme valor tanto para ellos como para la Medicina española. Los reconocimientos y galardones recibidos lo demuestran con creces. Tampoco entraré a considerar sus cualidades como persona con responsabilidad en las distintas tareas académicas que le concernieron en un panorama de precariedad de medios e incertidumbres de todo tipo. Digamos que en ambos casos quienes disponen de la experiencia cotidiana, directa, son los más idóneos para calibrar aspectos esenciales de la calidad humana del Dr. Gómez Bosque, a sabiendas de que estaría sobradamente a la altura de las circunstancias y que de ellas se beneficiaría el conjunto de la Universidad.

La relevancia profesional y humana de Don Pedro rebasó con creces el estricto ámbito universitario, y es en esa dimensión donde dispongo de elementos de juicio y experiencias que me permiten opinar de él con conocimiento de causa. Gómez Bosque fue ante todo y sobre todo un hombre comprometido, profundamente comprometido, con su época y con el entorno hacia el que proyectaba su fecunda actividad intelectual. Nada de lo que ocurrió en la España que luchaba por acceder a la democracia desde finales de los sesenta estuvo ajeno a sus preocupaciones y a sus iniciativas. Fue una suerte que todo el mundo le reconociera la autoridad que se necesita para en un momento determinado servir de aglutinante de personalidades heterogéneas, discrepantes en modos de entender la realidad y de tratar de mejorarla, y que sin duda hubieran derivado hacia la confrontación de no haber sido por la enorme paciencia y capacidad de diálogo desplegadas por Don Pedro. Y las utilizaba para hacer entender que la lucha por la libertad debía ir asociada no sólo a la firmeza de las convicciones democráticas sino a la credibilidad que aporta el trabajo serio y la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace: “saber transmitir a los demás nuestras ideas con el poder de convicción que nos proporciona la firmeza y la seriedad con que lo decimos”, esa era una idea que aún conservo anotada en mis libretas de entonces. Conclusiones como éstas, que hoy pueden parecer baladíes, tuvieron, cuando se plantearon, un efecto muy positivo en la maduración de posturas y actitudes que de otra forma, sin la toma en consideración de estas ideas, hubieran abocado en el ridículo.

Primero como estudiante y después como colega me cupo siempre el honor de disfrutar de la amistad del profesor Gómez Bosque, que él siempre correspondió con la bondad, la comprensión y la sabiduría que le caracterizaban. En varias ocasiones tuve la oportunidad de comprobar de cerca su inalterable firmeza con la causa de la libertad en España y en la vida universitaria. Lo dejó bien patente a raíz del cierre a que fue sometida la Universidad de Valladolid en Febrero de 1975, momento en el que hizo valer su prestigio en las numerosas reuniones que se celebraron para mostrar el rechazo a tal arbitrariedad y dar salida a una situación aberrante. En una de ellas, celebrada en su casa de Sanz y Fores el jueves 6 de Marzo, y a la que asistimos Marino Barbero, Justino Duque, Miguel Martín, José Luis Barrigón y yo mismo, se acordó ponernos en contacto con las autoridades de la época – sindicatos verticales incluidos – con el fin de recabar el mayor apoyo posible a la exigencia de reapertura. La iniciativa no tuvo éxito pero contribuyó a fraguar una buena relación.

Durante la transición fueron también varias las ocasiones que tuve de apreciar su especial sensibilidad política. La plasmó en su compromiso con el Partido Socialista, en cuyas listas figuró como Senador en la etapa constituyente. Le vi en varios mítines y el recuerdo de aquello no se puede borrar: no eran peroratas al uso, sino verdaderas clases de educación cívica, en la que se mezclaban ideas referidas siempre a la defensa de los débiles y al efecto liberador de la cultura. Recuerdo especialmente un mitin en las Delicias contra la pena de muerte, previo al referéndum constitucional, que, de haberlo grabado, podría pasar a los anales de la historia de los derechos humanos.

Tras su etapa de senador, y de vuelta a las aulas, vivió momentos muy dolorosos en su vida personal. Poco a poco se fue quedando solo en su familia, circunstancia que particularmente sentí muchísimo cuando falleció su hija Maria Eugenia, a la que me unía una gran amistad y a la que dediqué una pequeña nota de recuerdo (EL NORTE DE CASTILLA de 12 de Octubre de 1990), que siempre me agradeció. Con la ayuda de sus amigos y el apoyo generoso de Teresa, supo afrontar el último tramo de su vida con el coraje y la lucidez de siempre. Conferenciante solicitado, su palabra era escuchada siempre con respeto y admiración. La última vez que hablé con él fue en la Librería Margen, en Marzo de este año, cuando fue invitado a hablar del efecto terapéutico de la música. Prácticamente ciego, sin poder andar, pero con la voz potente de siempre, explicó con detalle la estructura del cerebro y del sistema nervioso, concluyendo la charla con el sonido ambiente de la Sinfonía Pastoral de Beethoven. A la salida, le dije: "Pedro, cada día eres más maestro". "¿Y qué es para ti ser maestro?", me preguntó. "Lo que siempre has sido tú", le contesté, "alguien que enseña lo mejor sin que se note".

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