25 de julio de 2008

JUVENTUD, MALGASTADO TESORO


El Norte de Castilla, 25 de Julio de 2008


Más que el “divino tesoro” con que la concibió la mente poética de Rubén Darío, la juventud actual es más bien un tesoro a menudo malgastado, una generación infrautilizada y en cierto modo abandonada a su suerte. A todos se nos llena la boca cuando hablamos de lo bien formados que están los jóvenes de nuestro tiempo. Como nunca. Hace años se habló de los JASP (Jóvenes Aunque Suficientemente Preparados), para designar una categoría que destacaba por su cualificación, por sus dotes para levantar el país. Al tiempo se enfatiza sobre lo que representan otras siglas casi mágicas - I+D+i - un polinomio que integra investigación, desarrollo e innovación. Son los pilares del desarrollo, los cimientos de la sabiduría y la posición sólida en un sistema muy concurrente, el objetivo de toda política económica que se precie. Sin ellos, no hay competitividad ni correcta inserción en la economía global, que selecciona y al tiempo discrimina a cuantos - países, organizaciones, ciudadanos - no se acomoden a sus pautas y exigencias. Asumidas estas siglas como indispensables, qué mejor garantía que la juventud que tenemos para convertirlas en armónica y fecunda realidad. El modelo a seguir.


Todo eso está muy bien, pero...... ¿en qué situación se encuentra esa juventud profesionalmente tan sólida, y que tantas garantías de seguridad nos ofrece?. Salvo que cundan los mecanismos que, a través de las influencias personales o políticas, resuelven la incertidumbre, cada vez son más numerosos y reiterados los ejemplos que evidencian que esa juventud se enfrenta a un panorama más que sombrío: o el paro o la explotación. No hay paliativos que contengan y maticen tan dura y preocupante realidad para los que compiten con sus solos recursos intelectuales. Los jóvenes están sumidos en un círculo vicioso, en el que priman la precariedad y la indefensión, de los que resulta difícil salir: precariedad ante el empleo e indefensión ante el empleador y las instituciones que teóricamente les amparan.


Su expresión más clara es el humillante tratamiento salarial otorgado, que mayoritariamente les sitúa en el rango de los "mileuristas" o, mejor aún, de los "submileuristas", lo que se traduce en una absoluta incapacidad para organizar la vida con perspectivas confiadas de futuro. Según los últimos datos ofrecidos por el Consejo de la Juventud de España (2008), el salario medio por tramos de edad y sexo era de 1.203 euros los hombres y de 1.000 las mujeres. Cifras medias que encubren la posición crítica en que se encuentran los que están por debajo de los 24 años que apenas rozan los mil euros en aquéllos primeros para alcanzar los 753 en éstas. Hay informes que rebajan en casi un 20% estos umbrales, agravados por la brevedad de las contrataciones.


Con este listón salarial, que se mantiene inamovible, se retribuye un trabajo cualificado, esencial para el funcionamiento de las empresas y propenso además a una adaptabilidad que echa por tierra los tópicos de que la formación adquirida no se adecua a las exigencias del sistema productivo. Falso. Los JASP trabajan duro y mucho, con horarios superiores a los establecidos, con contratos temporales y sujetos a modificaciones que escapan a su control. Se adaptan rápidamente a las circunstancias técnicas y estratégicas de las empresas y su versatilidad es reconocida como una de sus principales cualidades.


Y además, lo que agrava aún más el panorama, es que sobreviven en un contexto de individualismo atroz, absolutamente desprovistos de los instrumentos de defensa que de hecho existen, aunque cada vez más mitigados, para el conjunto de los trabajadores. De ahí la crítica situación de la juventud que se esfuerza, que trabaja, que evita el oropel de lo fácil y lo oportunista y que no se diluye en los discursos banales de quienes utilizan la imagen de los jóvenes como pretexto para sus declaraciones no exentas de demagogia.


Que alguien me corrija, pues deseo estar equivocado: ¿se recuerda que en las políticas de igualdad que se propalan desde el poder con tanto énfasis cobre fuerza la propuesta en contra de las discriminaciones que afectan al reconocimiento del trabajo de los jóvenes y al desigual tratamiento salarial por sexos?, ¿tenemos noticia de que el relumbrón con que se presenta la promoción de ambiciosos jóvenes, profesionalizados en la política, va ligado a la manifestación de una preocupación por quienes no optan por esta vía para satisfacer sus ambiciones personales y profesionales?, ¿hasta qué punto resulta ético presentar a aquéllos como un símbolo a seguir?, ¿ha visto alguien a uno o varios dirigentes sindicales, en activo o en su cómodo retiro, sacar la cara, con la contundencia y persistencia que merecen, por la situación de los jóvenes explotados con contratos temporales, con becas de miseria y con trabajos en prácticas, suscritos con las Universidades, y merced a los cuales se dispone de mano de obra apta a precios irrisorios?, ¿dónde están los principios que respaldan el reconocimiento dignificado de un trabajo de gran competencia?.


Por favor, díganmelo, porque yo no estaba cuando salían en su defensa. Partidos políticos, sindicatos, organizaciones empresariales, universidades: todos se concitan para incurrir en la misma componenda, aceptando convenios que redundan en la consideración deteriorada del trabajo. Pero, eso sí, mirando para otro lado cuando les sacan los colores, que tampoco son tantas veces.

1 de julio de 2008

¿Podrá tener la Unión Europea alguna vez un Tratado apoyado por los ciudadanos?


El Norte de Castilla, 1 de Julio de 2008


Tanto en el 2005, cuando se sometió a referéndum el Tratado Constitucional en Francia y Holanda, como con ocasión de la reciente consulta planteada en Irlanda para la ratificación del Tratado de Lisboa los debates sólo han comenzado a tener verdadera resonancia a medida que los sondeos apuntaban a un posible rechazo por parte de los ciudadanos. Bien es verdad que la lección aprendida en el primer caso advirtió de los riesgos que podría deparar el hecho de que el futuro del nuevo Tratado estuviera supeditado al respaldo ciudadano, lo que explica la remisión del tema a los respectivos Parlamentos, salvo en el caso excepcional de la República de Irlanda que, por imperativo constitucional, forzó a la consulta popular.


El rechazo irlandés ha puesto sobre la mesa una cuestión decisiva: ¿es posible que un Tratado concebido con los objetivos que inspiraron los ya mencionados pueda ser aceptado alguna vez por las sociedades europeas, conscientes de que, al respaldarlo, se decantan por la mejor opción posible para el futuro de sus Estados y del suyo propio? O, dicho de otro modo, ¿hasta qué punto los ciudadanos de los 27 países miembros pueden llegar a sentirse identificados con un compromiso de esa envergadura, abierto a posibilidades pero también a renuncias y a equilibrios muchas veces difíciles de entender?. Considero que las posibilidades de lograr un respaldo democrático a este tipo de iniciativa tropiezan con cuatro obstáculos nada desdeñables.


En primer lugar, las perspectivas de aprobación popular están muy condicionadas por la gran heterogeneidad de los Estados que la forman. Lo son en tamaño, en nivel de desarrollo, en distribución del poder territorial y en sensibilidad política supraestatal, entendiendo como tal esa “articulación positiva de escalas complementarias” de que hablaba Jacques Delors. Ante una realidad tan dispar, los recelos y las suspicacias frente a lo comunitario son habituales y, a la postre, se acaban imponiendo como mecanismo de protección ante temores o prevenciones que subjetivamente son asumidos como arriesgados.


Este hecho se agrava, en segundo lugar, si tales comportamientos no son debidamente contrarrestados por una pedagogía política que convenza a la ciudadanía del valor de la pertenencia a un espacio integrado del que derivan posibilidades que de otra forma pudieran verse mermadas o simplemente no existir. Cuando oímos al Premier irlandés calificar al Tratado de farragoso y aburrido o cuando los epítetos que aplica la Liga Norte que cogobierna en Italia son cualquier cosa menos alentadores, por no mencionar los apelativos que merece por parte de los gobernantes de la República Checa, alineados desde el primer momento con los irlandeses, no es difícil llegar a la conclusión de que la falta de entusiasmo de que con frecuencia hacen gala quienes debieran transmitir un mensaje de confianza o, al menos, de pesimismo controlado, constituye un serio obstáculo a la hora de emprender proyectos que a menudo son trivializados o distorsionados en su análisis y valoración. No cabe duda que afrontar las consultas populares con este bagaje desalentador anticipa la adversidad de los resultados.


En cierto modo, esta falta de clarificación de lo que significa un Tratado que profundiza en la integración de un mosaico tan dispar tiende, en tercer lugar, a exacerbar los temores a la pérdida no tanto de la identidad como de las particularidades que garantizan la defensa de las posiciones de cada comunidad estatal en un contexto mucho más amplio. Un contexto que necesariamente conlleva tanto la adecuación a una lógica integradora de carácter global como la asimilación de unas reglas del juego que comprometen las líneas de actuación futuras, a la par que obligan a efectuar renuncias o a revisar prácticas e instrumentos presuntamente disconformes con los principios comunes. Surge así una especie de contradicción entre la defensa de la especificidad y la asunción de lo comunitario. De ahí que no sea fácil que esa antinomia se resuelva con dosis más o menos elevadas de pragmatismo, por cuanto las ventajas que derivan de la integración – generalmente asociadas a los fondos que acompañan a la política de cohesión económica y social entre las regiones y a los subsidios agrarios, que siguen ocupando una fracción muy destacada del presupuesto comunitario – se anteponen como argumentos a defender, aunque su consistencia declina cuando de se trata de introducir ajustes en aras de una convergencia de intereses y solidaridades compartidas.


Y, por último, creo que no es escasa la responsabilidad que en este intento de explicación desempeña lo que podríamos calificar como una percepción remota o banal del mismo concepto de lo europeo. ¿Existe en las plurales sociedades que integran la UE la conciencia de una identidad complementaria a las escalas de referencia más próximas (local, regional o nacional) capaz de entender la “europea” como algo progresivamente indisociable de los sentimientos de pertenencia más consolidados? Se ha avanzado mucho en el proceso de construcción europea, insólito en el mundo, pero a medida que las ampliaciones han hecho de la experiencia comunitaria algo difícil de abarcar, no es de extrañar que la dimensión del Estado prevalezca para la mayoría de los ciudadanos europeos como mecanismo de salvaguarda frente a un panorama de horizontes difusos o de directivas muy cuestionables que ni entienden ni se les explica convenientemente.