29 de diciembre de 2008

De Treblinka y Auschwitz a Yenin, Ramallah y Gaza

 ¿Quién, habiendo tenido la oportunidad de hacerlo, no ha visitado los rastros de los campos de concentración que mancillaron la imagen de Europa en los años cuarenta del siglo XX, en los que millones de seres inocentes fueron asesinados por aquella locura de terror, corrupción y muerte que fue el nacionalsocialismo alemán? Murieron muchos: comunistas, socialistas, gitanos, homosexuales, demócratas y judíos. Millones de judíos. Principalmente hemos asociado los nombres de los siniestros lugares de exterminio a la terrible tragedia sufrida por la comunidad hebrea en la Europa devastada por los nazis. Las imágenes de ese pueblo han prevalecido diáfanas en nuestra memoria y en nuestra percepción de lo que fue aquella época terrible. Han eclipsado a todos los demás.


La palabra Holocausto, ligada en la percepción de la gente al genocidio de los hijos de David, nos amedrentaba, y por eso cuando visitamos, en silencio y respetuosamente, los sitios donde sus vidas fueron vilmente arrancadas, experimentábamos una sensación múltiple de dolor, rabia e impotencia ante tanta atrocidad y a la par de admiración hacia los que la sufrieron, que posteriormente nos ha llevado a seguir puntualmente la filmografía que describía el horror, a leer la literatura evocadora de la barbarie, a situar a sus símbolos en la cabecera de nuestras referencias históricas y humanas. Quien esto escribe ha estado en Mauthausen, en Treblinka, de donde conservo como recuerdo una muestra de las candelas que iluminan el Memorial, y en Auschwitz-Birkenau (foto superior), acompañado de Maria Antonia, en dos ocasiones con motivo de sendas visitas a Cracovia. He dado muestras más que sobradas de mi repudio a la Soah y de respeto inequívoco a los judíos asesinados.
Pero hace tiempo que dejaron de ser mis lugares de evocación esencial de las tragedias humanas. Hay muchos otros que sufrieron y aún sufren prácticas propia de holocausto y merecen también ser reconocidos e incorporados a la relación de espacios víctimas de la barbarie, de la muerte y de la devastación. No son ámbitos para el turismo y el recorrido cultural, sino escenarios que conviene visitar, cuando se pueda, para testimoniar la solidaridad con los que sufren. Ciertamente han sufrido los judíos, pero también muchísimos más que no lo eran, que no lo son, y que en modo alguno deben quedar relegados al olvido.
No sé cuándo lo haré, mas en estos momentos y en los tiempos venideros lo que, ante todo, me pide el ánimo es dejar de mirar ya hacia Europa y sus antiguos campos de concentración, y recorrer las calles de Yenin, de Belén, de Gaza (esa cárcel sin techo), de Jerusalén Este, contemplar el infame y miserable muro de la vergüenza construido en Cisjordania por Israel y mostrar mi solidaridad a los familiares de mis amigos palestinos que viven en Ramallah y en Nablus para sentir de cerca las dimensiones de la tragedia sufrida incesantemente por el pueblo que es en estos momentos el más humillado, vejado, maltratado y expoliado de la Tierra.
No ha habido un caso igual, con tanta persistencia, tolerancia, y sin perspectivas de salida, desde la Segunda Guerra mundial. Es el pueblo que está siendo sometido, en una vulneración constante del Derecho internacional y de los derechos humanos, a una estrategia programada e implacable de limpieza étnica (apoyada desde el primer momento en la ejecución del Plan Dalet), tal y como cuidadosamente ha descrito el historiador hebreo Ilan Pappe, de la Universidad de Haifa, en su “The Ethnic Cleansing of Palestina” (Oxford, Oneworld Publications, 2006). Una investigación sobrecogedora, que despeja muchas dudas y ayuda a entender lo que ha pasado, lo que está pasando y lo que va a pasar. Todavía no se ha visto lo peor. Nos acercamos a la "solución final" aplicada al pueblo palestino, a la versión actualizada de la Endlösung der Palestinenfrage.

6 de diciembre de 2008

Treinta años abiertos al futuro




 Treinta años han pasado ya desde que la Constitución fue votada en referéndum por la gran mayoría de los españoles. Tres décadas que parecen mucho más. Un período que ocupó el tramo final del siglo XX para abrirse a una nueva centuria, llena de incertidumbres y de confusiones. Han pasado muchas cosas en un país de historia atormentada, víctima de una tragedia asoladora que marcó una época terrible en la sensibilidad, en la formación, en la cultura y en las relaciones de los españoles como consecuencia de una atroz guerra civil, que la intolerancia y el fanatismo desencadenaron y cuyo espíritu el siniestro dictador triunfante – con sus camarillas al compás- mantuvo implacable hasta su muerte.

Apenas le sobrevivió, porque era una anomalía histórica, una aberración insostenible y lo que parecía sólida fortaleza quedó desvanecida en apenas año y medio, cuando España empezó a levantar cabeza y a sentir que también podía ser protagonista del rumbo de la historia identificado con la libertad y con la defensa de los derechos humanos. Aquella voluntad de encuentro y de reconciliación fraguó en un pacto político obligado por las circunstancias, que para algunos se alcanzó con renuncias importantes, pero que para la mayoría vino henchido de ese aire fresco y renovado que el país necesitaba para encarar, confiado y a la vez alerta, el futuro que se avecinaba y que a nadie se le antojaba fácil.

Y no lo ha sido, ciertamente. Ha habido errores, torpezas, dilaciones, ruido, crisis, olvidos, decepciones, corrupción…. y demasiadas muertes provocadas por los restos de ideologías que se refugian en la muerte y el chantaje para sobrevivir, y a las que en momentos trágicos recientes se han unido otras que colocaron a España en un escenario de riesgo que jamás debió ocurrir. Pero también ha habido aciertos, avances, nuevas sensibilidades, desarrollo, proyectos de futuro, inserción en el mundo, reconocimiento de derechos, afanes compartidos, ilusiones esperanzadas y voluntades empeñadas en impulsar reparaciones pendientes de la memoria, sin otro propósito que el de la recuperación de la dignidad arrebatada.

En esas estamos treinta años después. Para nadie el tiempo ha pasado en balde y para muy pocos queda ya atisbo alguno de nostalgia que no pueda ser compensado por percepciones positivas de lo que cada cual puede hacer en un contexto de libertad, al amparo del amplio margen de perspectivas que propicia la democracia. Consolidada ésta de manera irreversible, es preciso afrontar los desafíos que aún tenemos planteados y que en la Constitución tienen cabida, como no podía ser de otro modo. La cuestión radica en no debilitar la conciencia de que es el marco que seguimos necesitando, lo que requiere introducir las reformas que el tiempo y la experiencia aconsejan, poniendo fin a los desfases , insatisfacciones y problemas detectados e incorporando las cuestiones que revelen su capacidad de adaptación a las exigencias de la sociedad y del momento histórico que vivimos.

Entenderlo así supondría no sólo acreditar ante la sociedad la categoría política de los partidos, hoy bastante debilitada, sino también afrontar un triple y crucial horizonte de futuro: que la juventud se sienta confortada y reconocida en ese texto integrador, que el modelo autonómico no incurra en derivas que pongan en peligro la cohesión interna y que los derechos y deberes de cada cual se supediten al interés general en un Estado moderno e innovador donde todas las sensibilidades tengan cabida sin privilegios ni exclusiones.

1 de diciembre de 2008

CRISIS INDUSTRIAL, ¿RESIGNACIÓN O DESAFÍO?


El Norte de Castilla, 1 de Diciembre de 2008


Hace aproximadamente cinco años en Francia, Alemania y Reino Unido comenzaron a cobrar fuerza interesantes debates sobre el porvenir industrial a que estos países, y la Unión Europea en general, se enfrentaban en el panorama de incertidumbres provocado por la globalización de la economía. Prueba de ello fue, entre otros, el contenido del documento elaborado por la Presidencia de la República francesa en septiembre de 2004 sobre las condiciones de evolución de la política industrial para darse cuenta de los vientos que soplaban por Europa sobre un tema de tanta trascendencia para su futuro. No había que tener especiales dotes adivinatorias para presagiar cambios decisivos en el comportamiento espacial de las empresas, atraídas por las ventajas que otros escenarios pudieran ofrecer para la implantación de instalaciones fabriles al amparo de sus menores costes laborales y de su proyección hacia áreas de mercados en expansión. A ello se unía en el caso europeo el atractivo margen de perspectivas creadas por la ampliación hacia el Este, que ya dejaba entrever su repercusión en este sentido mucho antes de que se produjese la integración de estos países.


Sin embargo, hablar de política industrial, de estrategias de futuro, de proyectos de innovación encaminados a fortalecer el tejido productivo de base endógena no formaba parte de las prioridades en las que entonces se enmarcaba la política económica española. Los temas que atraían la atención eran otros, alentados por altas tasas de crecimiento en la renta y el empleo en los sectores que se consideraban motores de la economía, responsables de una sensación de confianza traducida en declaraciones entusiastas que, leídas de nuevo hoy, no dejan de causar un cierto rubor. Y sorprende que así fuera pues a nadie se le ocultaba tampoco la vulnerabilidad de un modelo de crecimiento sustentado en exceso sobre pilares cuya inconsistencia ya se había puesto de relieve en otros escenarios. No eran muchas las voces que en la prensa especializada se hacían eco de esta amenaza, pero sí encontrábamos de cuando en cuando advertencias aleccionadoras que, apoyándose en la experiencia comparada, destacaban que la dependencia de la actividad inmobiliaria y del turismo introducía niveles potenciales de riesgo asociados a su característica evolución coyuntural y a la dificultad de plantear dinámicas estables de crecimiento en virtud del comportamiento fluctuante de la demanda.


Estas tendencias críticas eran aún más previsibles en el sector de la construcción, sobre el que algún día habrá que hacer un análisis a fondo de las circunstancias que han motivado su consideración como uno de los factores más traumáticos de la economía así como de sus implicaciones en la sociedad, en la política y en el territorio españoles. Nada más lejos de mi ánimo que cuestionar su importancia y necesidad, pero lo que ha ocurrido en España en los últimos diez años a este respecto es realmente muy grave.


Entre tanto, insistentes y reiterativas eran las advertencias sobre los bajos niveles de productividad y de competitividad que afectaban a la economía española, situándola en estos decisivos indicadores en los últimos lugares de los países más avanzados de la Unión Europea. Este déficit, destacaron Luis de Guindos y Emilio Ontiveros, en una interesantísima mesa redonda celebrada en Valladolid a comienzos de este año, constituye un grave condicionamiento que es necesario afrontar en unos momentos en los que el modelo de crecimiento comienza a entrar en crisis y se impone la necesidad de afrontar los retos impuestos por la fuerte competencia internacional y las tendencias a la deslocalización de las empresas, en el nuevo marco de posibilidades y expectativas de recuperación de la rentabilidad permitidas por la globalización de la tecnología y de los mercados.


Y es que la importancia y la magnitud de las operaciones de deslocalización sufridas por la industria española en esta primera década del siglo XXI son sin duda alarmantes. Casi un centenar de actuaciones acometidas o proyectadas en tal sentido durante estos años han hecho mella sobre cerca de 50.000 trabajadores al tiempo que revelado la fragilidad de un tejido productivo - encabezado por el sector de material de transporte, equipos eléctricos, caucho, madera y textil – en el que las estrategias planteadas por las empresas que acometen esta decisión escapan por completo al control del país de acogida, lo que trae consigo, aparte de un fortísimo coste social, la descapitalización de las áreas de implantación y la génesis de un horizonte de incertidumbre para el que no existen respuestas y alternativas a un plazo lo suficientemente corto para neutralizar la gravedad de sus efectos.


Son tan numerosas las experiencias vividas en España y en la mayor parte de sus Comunidades Autónomas, entre ellas Castilla y León, que sorprende el que esta cuestión no haya sido abordada como un gran tema de Estado, primordial por su importancia y, desde luego, mucho más interesante y necesario que las polémicas encrespadas que han sacudido la vida política española y que, a la postre, han quedado relegadas al olvido.


Ha habido que esperar al estallido de la crisis financiera que conmociona nuestra época, y que en España se ve agravada por una crisis económica y de competitividad, para que comenzasen a aflorar las voces a favor de la necesidad de poner en marcha una política industrial, que reafirmase las posiciones del país en este sentido y le liberase de los contrapesos que aún dificultan seriamente una inserción sólida y estable en la economía y en la sociedad globalizadas. Desde esta perspectiva, bienvenido sea el reconocimiento del papel esencial que la industria debe desempeñar en el desarrollo económico. No en vano, es el sector que fortalece la innovación, el desarrollo de los servicios avanzados y la presencia en el mercado internacional, que de ningún modo debiera estar basada en la especialización en sectores de bajo valor añadido, con el riesgo de debilitamiento de sus posiciones en la economía internacional que ello traería consigo.