10 de febrero de 2009

EXPERIENCIA UNIVERSITARIA Y PERCEPCIÓN DEL TIEMPO


El Norte de Castilla, 10 de Febrero de 2009


Nunca había asistido a un encuentro como ese. Se trató de un acto multitudinario, complaciente, destinado a una finalidad que personalmente se agradece: el reconocimiento por parte de la Universidad de la experiencia acumulada por su personal docente y de servicios a lo largo de dilatados períodos de tiempo. Al cuarto de siglo de actividad reconocido desde que a partir del año 2000 se inicia este tipo de ceremonia aparece sumada ahora la mención otorgada a quienes, como es mi caso y el de los de mi generación, llevamos ya más de treinta y cinco años de su vida ocupados en los quehaceres universitarios. La antesala de la jubilación. Siete lustros no representan, desde luego, una perspectiva baladí. Equivalen a la vida activa de una persona y significan a la par el compendio de lo que ha hecho y de lo que su labor ha representado para la Institución en que ha desplegado sus afanes, esfuerzos y compromisos. Unos más felices y afortunados que otros, pero todos obligadamente asumidos.


¿Qué otra cosa podría hacerse si de manera inevitable todos somos dueños de nuestras palabras y de nuestros silencios?. No se valoran los méritos específicos, que otros instrumentos de consideración estiman, sino algo tan fundamental como es la veteranía en el ejercicio de una tarea que, con sus luces y sus sombras, forma parte indisociable de nuestra personalidad. Pero, sobre todo, la asistencia a un acto de ese tipo, donde en los rostros se aprecia algo más que la impronta de la madurez, aporta la vivencia que da fehaciente idea de la envergadura del tiempo transcurrido. Una vivencia que sólo se tiene cuando, como diría Machado, “al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”.


Y es que la idea del tiempo cambia con la edad. La ansiedad de asirlo cuando nos resulta demasiado fugaz y acelerado provoca la sensación de que ya no se controla el paso de los días como cuando en la infancia o en la juventud percibíamos que todo transcurría mucho más despacio. Cuando ahora miramos a nuestra espalda somos conscientes de que en el camino hemos dejado muchas huellas que son ya simplemente el pasado. Para bien o para mal son las que marcan nuestro paso por la vida, nos revelan en el recuerdo lo que hemos hecho o dejado de hacer, las decisiones correctas, los errores cometidos, las esperanzas frustradas, las satisfacciones ganadas a pulso o por el azar. Las amistades, las complicidades, los desencuentros, las decepciones. Nada extraño: son las cosas que habitualmente pasan en la trayectoria de una sociedad.


Todo un balance de experiencias se acumula en la memoria, que ésta trata de seleccionar distinguiendo claramente entre lo que merece ser recordado y lo que, por irrelevante o banal, ha de quedar relegado al olvido. Cuando nos situamos en una etapa en la que los recuerdos priman sobre el proyecto que nos queda por delante, tendemos a pensar que, en efecto, “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar”, como escribió para siempre el gran poeta de Paredes de Nava, al que el profesor Valentín Conde, en una excelente intervención, nos recordó, entre otras interesantes reflexiones, como advertencia.


Nos vemos situados en medio de la corriente que circula sin parar, que no se puede detener, con rumbo inexorable… con viento a la espalda, y con brisa apaciguada en el rostro. Es “el río que nos lleva”, evocando aquella excelente novela de mi admirado José Luis Sampedro, ejemplo de senectud bien llevada. No necesitamos remos porque la nave aprovecha el flujo inducido por la pendiente. Pero, ay, es entonces, al darnos cuenta de que las cosas tienden en esa dirección cuando debemos enfrentarnos al horizonte de la vida que resta y contemplarlo con audacia y con la visión de que el tiempo sigue existiendo y abierto a nuevas oportunidades, que en buena parte de los casos quizá permanecen aún inéditas. Me viene a la memoria la frase que mi colega y buen amigo Lluis Cassasas i Simó, geógrafo eminente de la Universidad de Barcelona y ya desaparecido, me dijo hace años cuando ambos contemplábamos en un trabajo de campo el impresionante baluarte de basalto en Castellfollit de la Roca, en la provincia de Girona. Su consejo, muy propio de un hijo de Sabadell, jamás se me ha olvidado: “Mira, para sobrevivir al paso del tiempo, siempre hay que tener una pieza en el telar”. Lo tengo presente y lo aplico cada día, aunque mis telares necesiten a veces reparaciones y cuidados que no acierto a darles.


Una inquietud que Manuel Vicent ha sabido reflejar muy bien al escribir hace poco que “no existe otro remedio conocido para que el tiempo discurra muy despacio sin resbalar sobre la memoria que vivir a cualquier edad pasiones nuevas, experiencias excitantes, cambios imprevistos en la rutina diaria. Lo mejor que uno puede desear son felices sobresaltos, maravillosas alarmas, sueños imposibles, deseos inconfesables, venenos no del todo mortales y cualquier embrollo imaginario en noches suaves, de forma que la costumbre no te someta a una vida anodina. Que te pasen cosas distintas, como cuando uno era niño”. Toda una lección de advertencias saludables y pertinentes con la mirada puesta en el futuro cuando lo que prevalece en el pensamiento es la consistencia del pasado que fue.

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