20 de septiembre de 2009

Símbolo de la historia europea


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El Norte de Castilla, 18 de Septiembre de 2009
Quizá se ha tomado esta decisión - la de otorgar a Berlín el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia- demasiado tarde, cuando a muchos les dice poco ya lo que significa esta ciudad unificada. Al final, cuando la experiencia de la integración europea parece consolidada, aunque vientos de confusión y desencuentro matizan las opiniones más entusiastas, la recuperación de la memoria de lo que ocurrió hace veinte años nos retrotrae – lo que no está mal - a uno de los acontecimientos más importantes del siglo XX al tiempo que nos invita a pensar sobre lo que representa la unión de un pueblo que hoy se erige como la expresión de un país y de una sociedad que suscitan admiración y respeto. Ciertamente el proceso de unificación no ha sido fácil ni merece por parte de quienes se han visto implicados o afectados por él el mismo reconocimiento. Mas no cabe duda de que, pese a todas las críticas y observaciones que pudieran hacérsele, la comprobación de lo que fue la República Democrática Alemana nos lleva inevitablemente al convencimiento de que no de otra forma podría haberse zanjado para siempre lo que fue una tragedia histórica.

La Historia de Alemania ha marcado con tanta violencia la de Europa y la del mundo que reconforta pensar que esa agresividad, responsable de tanta muerte y destrucción, ha desaparecido para siempre. El tiempo se ha encargado de desmentir los negros presagios de Günter Grass cuando dijo aquello de que “quiero tanto a Alemania que prefiero que haya dos”. Pues, si nunca olvidaremos su nivel de responsabilidad en el desencadenamiento de las tensiones que dieron origen a la tragedia de los Balcanes, nuestra percepción de lo que el Estado alemán ha aportado a la integración y a la cohesión europeas no debe ser minusvalorado. Su esfuerzo como país contribuyente clave a la dotación de los fondos comunitarios ha sido, lo está siendo aún, más que considerable, de lo que los españoles debemos ser conscientes pues no de otra forma se entiende una parte significativa de la modernización experimentada por el país desde mediados de los ochenta del siglo pasado. Es cierto que ello tiene también su contrapartida favorable, pero cuesta pensar qué hubiera sido de la Unión Europea sin la voluntad política a su favor manifestada desde la Cancillería y el Reichstag.

Alemania es sin duda mucho más que Berlín, pero también la imagen de Berlín rebasa con creces la de su propio Estado para convertirse en un símbolo y en una referencia en el mundo. Y lo es porque el muro que la dividía la situaba en la perspectiva de una ciudad enfrentada, incapaz de ser ella misma, y de escenificar las escenas de odio y rechazo que hacen de la sociedad que las sufre la expresión más patente de las heridas sin cicatrizar provocadas por la historia. Esa experiencia ha pasado factura al porvenir de la ciudad. Ya no es la potencia económica de antaño ni tampoco el motor de la vida cultural de Alemania. Es, lo que no es poco, la sede del poder político y, ante todo, la ciudad donde se respira, mientras se contempla la Puerta de Brandenburgo o se pasea por la Kunfurstedam o el entorno de Alexanderplatz, esa sensación de libertad que deriva de la comprobación de que el muro que fragmentaba a Europa ha sido definitivamente derribado.

9 de septiembre de 2009

Imágenes y espacios para la reflexión


Este texto forma parte de las colaboraciones publicadas en el libro "Espacios para la libertad. Graffiti en el entorno ferroviario de Valladolid", realizado por Carmen María Palenzuela López, con fotografías de Torcuato Cortés de la Rosa. La obra ha sido editada en Valladolid, Museo Patio Herreriano, 2009. ISBN 978-84-613-4644-8
Soy de la opinión de que el debate acerca de si es arte o no lo que se reproduce a través de un graffiti o de un tag carece de sentido. No es procedente recurrir a ellos para interpretar algo que resulta contundente tanto en su forma como en su significado. Entre otras razones porque seguramente no es la artística la motivación principal que anima a quienes deciden plasmar en la pared sus imágenes y sus emociones. Tampoco creo que merezca mucho la pena sentirse llevado a efectuar reflexiones, acaso impertinentes, sobre lo que tal o cual expresión gráfica, casi siempre surgida de la espontaneidad, representa como si de algo elaborado y sujeto a unos cánones preestablecidos se tratase. Me atengo simplemente a las sensaciones que particularmente asaltan al ciudadano que, como yo, se encuentra de pronto ante una pared ocupada por el color y los trazados más inverosímiles e imprevisibles que imaginarse pueda. Pues es entonces cuando ese ciudadano percibe lo que realmente subyace en esa manifestación pictórica que, impactante, a menudo brusca y de obligada atención, abre la visión del espacio a nuevas perspectivas, insinúa mensajes sin descifrar y obliga a contemplarlo con la mirada abierta al descubrimiento de una realidad que rompe drásticamente con aquella, banal, despersonalizada y fútil, sobre la que físicamente se apoya.
Ahí reside, a mi modo de ver, el valor y el alcance de la pintura mural, a la que Carmen Palenzuela homenajea en esta obra de referencias múltiples, casi exhaustivas, sobre la materialización adquirida en un entorno particularmente desangelado de la ciudad de Valladolid. Pues en esencia, al ordenar esas imágenes para exponerlas agrupadas sin un criterio determinante, se trata ante todo de recuperar visualmente un ámbito olvidado o, cuando no, sumido en la indiferencia o, lo que es lo mismo, de servirse del dibujo como elemento capaz de redefinir un entorno que precisamente los graffiti permiten relativizar en función de la idea que cada cual pueda extraer de ellos. Es la voluntad de nueva identificación perceptiva lo que anima a imponer unas pautas de expresión unificadas por la pretensión de transmitir libertad y complejidad a un marco con frecuencia menospreciado.
Y es que la profunda cicatriz que deja el trazado construido para el paso del tren en los tejidos urbanos genera un espacio público que resulta monocorde y que sólo es entendido como ruptura o solución de continuidad de una trama disociada. No se trata, empero, de superarla ni siquiera de reclamar su eliminación. El mero hecho de existir la procura un valor en sí misma, que bien puede inducir a la indiferencia o a la provocación. Frente a la primera actitud se impone la segunda, la que entiende que la expresión libre y errática no admite límites ni barreras, obstáculos o restricciones. No en vano se trata de espacios públicos para la libertad creativa cuya plasmación se convierte, a la postre, en algo efímero que justifica su preservación como testimonio de una idea y de una época que reniegan del vacío y buscan en el impacto visual el valor de las referencias que sobreviven, ya sea en el muro cada vez más desvaído o en la memoria subjetiva que, merced a la imagen provocadora, permanece vigilante.

3 de septiembre de 2009

Lenguas ibéricas, espacios compartidos

El Norte de Castilla, 3 de Septiembre de 2009

Se han esforzado ellos mucho más y antes que nosotros. En realidad lo español nunca ha sido atendido por los hablantes de la lengua portuguesa con el desdén que los cultivadores de la de Cervantes han aplicado durante mucho tiempo a cuanto culturalmente provenía de Portugal o de Brasil. La falta de reciprocidad sólo ha sido superada cuando desde la parte más remisa, la nuestra, se ha comprobado que los valores y las capacidades de la lusofonía poseían un vigor y una calidad que justificaba el esfuerzo de tenerla en cuenta. De hecho ha habido que esperar al cambio de siglo para que ambas culturas fraguasen entre sí los nexos favorecedores de un avance significativo en la toma de conciencia de lo que pueden ser capaces, si operan con objetivos de proyección coordinada, en el mundo globalizado. Y es que la lengua viva es mucho más que una herramienta de comunicación. Bastaría recordar la afirmación de Fernand Braudel cuando señaló que “Francia es la lengua francesa” o la identificación que, a propósito del catalán, establece Joan Solà entre “pueblo y lengua como estamentos inseparables” para concebirla como uno de los elementos nucleares de una sociedad y de su territorio, como uno de los valores más representativos de su identidad patrimonial.

He ahí, pues, la importancia de todo ese amplio muestrario de perspectivas a que se abre el redescubrimiento de lo español y de lo portugués en el seno de la comunidad ibérica a ambos lados del Atlántico. ¿De qué forma pudiera llegar a apreciarse esa voluntad de encuentro en la península del Suroeste europeo?, ¿en qué circunstancias tiende a plantearse como proyecto ambicioso y prometedor en el caso de la América meridional?. Son escenarios distintos, con tradiciones no siempre complementarias ni obedientes a un objetivo común. Pero sin duda definen un aspecto esencial en la trayectoria cultural del mundo, sobre la que conviene hablar de vez en cuando para no perder jamás la perspectiva de lo que representan y, sobre todo, de lo que pudieran llegar a representar.

Todos sabemos que entre España y Portugal las relaciones no han sido fáciles ni es probable que en mucho tiempo logre superarse por completo un desencuentro que hunde sus raíces en un aprendizaje cuestionable de la historia y de la geografía y en posturas de recelo que propenden a la incertidumbre cuando se trata de abordar proyectos e iniciativas de larga singladura en el tiempo. Señalaba Miguel Torga la preocupación que le causaba el no sentirse reconocido en España, pues al escribir su obra siempre sentía la necesidad de que fuera atendida allende la raya. En términos similares se expresan los escritores portugueses cuando se les recibe en nuestro país y resulta una de las advertencias recurrentes de José Saramago, tan sensible a las particularidades de ese espacio diferenciado que concibió como una “balsa de piedra”. No ha sido ésta la postura mantenida por la mayoría de los creadores españoles, que rara vez aluden a Portugal cuando piensan en los destinatarios de sus realizaciones.

Algo , empero, está cambiando. Poco a poco se van abriendo espacios para el encuentro y el engarce de sensibilidades. Mas, si es cierto que la raya ya no es tan impermeable como antaño, todavía marca un hiato que sólo la voluntad política y el esfuerzo empeñado en acometer objetivos económicos y culturales de envergadura podrán ir difuminando para siempre, por más que las discontinuidades en el proceso de acercamiento hayan de definir por algún tiempo la pauta dominante.

En cambio, al visitar Brasil la perspectiva se enriquece tras superar el asombro que suscita un país de tal magnitud. Bien pronto la visión condicionada por la desmesura queda difuminada por el hecho de que, a pesar de su enorme escala, se trata de una sociedad muy desigual pero culturalmente con rasgos de homogeneidad bien marcados. Cobra fuerza la percepción de que ha entendido perfectamente lo que significa la lengua española en el contexto latinoamericano como elemento de oportunidad para ciudadanos que a menudo – en la prensa, en los debates, en los congresos científicos - aluden a la importancia que tiene familiarizarse con una lengua que les relaciona más fácilmente con el Mercosur, con el resto del continente e incluso con la mirada puesta en Europa, al considerar a España como un eslabón más, tan útil como Portugal, en la deseada reafirmación de sus vínculos con la Unión Europea.

Con qué claridad lo entendió en su día Joao Gilberto al asumir el ministerio de Cultura en el primer gobierno de Lula. Apenas dos años transcurrieron desde que éste tomase posesión como Presidente de la República brasileña para que adquiriese carta de naturaleza la voluntad política de hacer de la lengua española un vehículo de transmisión de la palabra en una sociedad que no encontraría grandes dificultades en interiorizarla. A partir del 6 de Agosto de 2005 entró en vigor la Ley – “Ley del Espanhol”, la llaman – por la que todos los centros de enseñanza secundaria deben incluirla en sus planes de formación, como una opción que rápidamente ha sido seleccionada por más de la mitad de los escolares, con la expectativa de que a finales de esta década pueda ser hablada con soltura por más de 70 millones de personas.

Sorprende visitar los Estados del Sur de Brasil y comprobar la enorme difusión de nuestra lengua en las áreas de mayor dinamismo económico y social. Hace no mucho lo destacó Tarso Genro, ex alcalde de Portoalegre, y artífice de una de las ciudades emblemáticas en el fomento de la participación ciudadana aplicada a las políticas públicas urbanas. “El portugués y el español forman parte de nuestra identidad cultural y son nuestra mejor carta de presentación en el mundo”, dijo en un acto municipalista. Resumió perfectamente lo que supone pasar de una historia de confrontación e indiferencia a la voluntad de hacer propias las posibilidades de una experiencia compartida, apoyada en el valor de las lenguas ibéricas y en el reconocimiento de la riqueza de las culturas y de las sociedades que las sustentan.