19 de septiembre de 2015

Las sensibilidades universitarias de Justino Duque



El Norte de Castilla, 19 de septiembre de 2015





Siempre he deseado dejar constancia de lo que ha significado la personalidad de Justino Duque Domínguez para quienes tuvimos la fortuna de disfrutar de su amistad, de sus consejos, opiniones y advertencias. Desde fuera me ha bastado con observar a lo largo de los años el comportamiento mostrado por sus discípulos más directos para darme cuenta de la valiosa  impronta dejada por su magisterio; una huella que ha logrado resistir el paso del tiempo para convertirse en una de las manifestaciones más relevantes de lo que supone la labor de un buen maestro, fielmente reflejada en sus aportaciones al complejo mundo del Derecho Mercantil, en las efectuadas en la Comisión General de Codificación y en la formación de la prestigiosa escuela jurídica que asumió su legado. Jesús Quijano lo ha dejado bien claro en estas mismas páginas.
Las circunstancias de la vida, alentadas por la sintonía ideológica y la empatía personal, me han permitido conocer y valorar otra perspectiva, que no puede quedar  relegada al olvido  tras su fallecimiento. Mantuve con él una buena relación fraguada en el ambiente crítico surgido a raíz del cierre de la Universidad de Valladolid en el mes de marzo de 1975 y en las frecuentes vivencias compartidas durante la Transición. Desde entonces Justino Duque fue para mí una referencia constante que, apoyada en el valor de la amistad y de la confianza mutuas, me deparó experiencias que siempre dieron testimonio de su calidad humana, de su honestidad,  coherencia y tolerancia así como del empeño por contribuir a un mundo mejor en los ámbitos de relación y responsabilidad en los que estuvo plenamente comprometido. Particularmente considero necesario llamar la atención sobre lo que supuso su dedicación a la Universidad pública a raíz de su elección como Rector en febrero de 1982. Le cupo el honor de ser el primer Rector de la Universidad de Valladolid elegido democráticamente desde la guerra civil.
Sin embargo, nadie como él, persona bondadosa y sencilla donde las hubiera,  sufrió tan duramente los sinsabores, desafecciones, incomprensiones y vapuleos de la vida universitaria. Ciertamente le tocó asumir responsabilidades en un momento complicado, en el más difícil y azaroso de cuantos han marcado la evolución de la Universidad española en las tres últimas décadas. Fue la etapa de la Universidad sin ley, donde todo debía ser improvisado en un contexto de penuria de medios de toda índole y sin horizontes debidamente definidos. Quienes lo gestionaron  antes que él no tuvieron que rendir cuentas ante nadie: les amparaba su condición de mandatarios designados por la voluntad oficial, que sólo les comprometía al mantenimiento del orden y a la preservación de la mediocre parafernalia que les rodeaba. Quienes le sucedieron, consolidado ya el marco  democrático, se beneficiarían de un cambio radical de modelo organizativo, que les permitió gobernar en un panorama mucho más confortable, donde todo estaría normativamente regulado, cada cual sabría a qué atenerse, mientras los momentos de bonanza económica y de generosidad presupuestaria permitían, como hasta entonces jamás había sucedido, amplísimos márgenes de maniobra que hacían posible el logro de resultados arropados por el manto protector de la autonomía universitaria. De nada de esto se pudo beneficiar durante el convulso bienio en que desempeñó la responsabilidad de Rector de la UVa desde el modestísimo despacho de la calle Cárcel Corona que, tan pronto como dejó las riendas del poder, sería sustituido  por el más noble y emblemático del Palacio de Santa Cruz, que nunca llegaría a ocupar. ¿Implica esta experiencia algo reprochable en la vida de Duque, algo que le invalide ahora que su figura pertenece a la memoria? ¿Hasta qué punto es posible, cuando se hace el balance, deslindar la parte que corresponde a su personalidad de la que obedece a los onerosos  bloqueos, cortapisas y resistencias a los que tuvo que enfrentarse?  
La respuesta a ambas preguntas solo puede venir dada por el balance de una gestión que, pese a los condicionamientos vividos, cabe percibir desde la perspectiva actual como digna y satisfactoria. En esencia, supuso una transición entre el modelo autoritario precedente y la nueva época abierta tras  la entrada en vigor de la Ley de Reforma Universitaria (1983), que cristalizaría en los primeros Estatutos democráticos y en la etapa expansiva vivida en todos los sentidos a partir de la segunda mitad de los años ochenta. Fue una transición regida por la normalización de la vida académica, por la corrección de las enormes disfunciones heredadas, por la difícil integración del Colegio Universitario de Burgos, por la voluntad de mejora cualitativa de las plantillas y de  las instalaciones, por el propósito de mejorar la proyección hacia la sociedad, por la prevalencia, en suma, del espíritu de diálogo y la predisposición al acuerdo en la toma de decisiones. Algo insólito hasta entonces.
Mientras me acerco al lugar donde reposa  y contemplo el panorama formado por su familia, sus discípulos, compañeros y amigos recuerdo  la conversación mantenida en un atardecer  memorable cuando, junto a otros compañeros, contemplábamos en Grecia la llanura de Tesalia desde las impresionantes moles de Las Meteoras. Fue en el otoño de 1997. Me hizo entonces una confidencia que no me resisto a evocar: "!Cómo me gustaría,  dijo, tener ahora veinte años menos para ver lo que no he visto y hacer las cosas para las que no tenido tiempo". La disponibilidad de tiempo para culminar los proyectos emprendidos, para cumplir satisfactoriamente los compromisos en los que estaba implicado: ese sería siempre uno de sus principales objetivos. Personalmente creo que los cumplió con creces.