29 de octubre de 2017

Cataluña, imprescindible




Este artículo fue publicado en la edición de El Norte de Castilla del 28 de octubre de 2017, un día después de que el Parlament de Catalunya aprobase por 70 votos de sus 135 miembros una resolución (ilegal) por la que se insta al Govern a la aplicación de los mecanismos encaminados a la puesta en marcha de la independencia de la Comunidad Autónoma como república independiente de acuerdo con una llamada Ley de Transitoriedad, suspendida por el Tribunal Constitucional de España. No fue, por tanto, una declaración de independencia legal ni ha obtenido reconocimiento internacional alguno, pero sí representa una fecha clave en la Historia de España, que atañe decisivamente al futuro del Estado español y a la convivencia entre los españoles. De ahí la necesidad de reflexionar sobre ello:




Las sensibilidades personales se nutren y construyen a partir de las experiencias que la vida depara a lo largo del tiempo en función de las relaciones mantenidas con los otros.  Forman parte de un proceso de enriquecimiento gradual de la personalidad, lentamente construido e indisociable de las referencias acumuladas a través del encuentro y de la confluencia de sensibilidades, al principio descubiertas y posteriormente compartidas en un juego de reciprocidad creativa que trata de sobrevivir a las circunstancias y a los factores de alteración o distorsión que eventualmente pudieran surgir sin estar previstos de antemano.


            Vienen a cuento estas consideraciones al constatar la importancia que seguramente para muchos españoles han tenido, de una u otra manera, los vínculos mantenidos con Cataluña y quienes residen en ella. La tierra que vio nacer, entre otros, a Salvador Espriu, a Jaume Vicens Vives, a Pau Vila o Isabel Coixet ha ejercido ese papel que el geógrafo Roger Brunet ha calificado, desde su atalaya mediterránea de Montpellier, como “espacio de polarización permanente de flujos multidimensionales”, o, más simplemente, como ámbito al que acudir para satisfacer las apetencias que, en general, se identifican con aquellas opciones de relación susceptibles de proporcionar resultados beneficiosos e interesantes. La verdad es que pocas comunidades como la catalana han desempeñado de forma tan reiterada como masiva esta función en la España integrada que entre todos hemos configurado y sostenido.


            Y no ha sido este atractivo un baluarte apoyado en los distintivos que el nacionalismo ha tratado, selectivamente, de impulsar como fundamento de una carrera conducente a la secesión, sino, por el contrario, lo han sido aquellos valores que resaltan la dimensión universalista y cosmopolita de cuanto se hace, escribe y produce la sociedad catalana. En ellos reside su principal virtualidad, el engarce de elementos y valores que conducen la mirada hacia las tierras nordestinas de la Península ibérica en mayor medida que las orientadas en otras direcciones. Y en este sentido, no es sorprendente recordar cómo, a medida que se tramaba en España el modelo autonómico, las querencias principales repudiaban cuanto sucedía en Madrid, ciudad estigmatizada durante décadas por el centralismo,  para canalizarse prioritariamente hacia los territorios cuyas identidades eran valoradas como signos de progreso, de admiración y de libertad, y en los que muchos de fuera queríamos vernos reflejados. Las calles del país se llenaron durante bastante tiempo con los clamores que reivindicaban Estatutos de Autonomía, particularmente ejemplificados en el de Cataluña, de donde provenían al tiempo, y mientras se celebraba la recuperación de la Generalitat y el regreso de Josep Tarradellas,  las canciones – ay, l' estaca, hoy degradada e inservible,  de un irrelevante Lluis Llach – que, convertidas en símbolos casi mitificados, ejemplificaban en la región articulada en torno a Barcelona  la quintaesencia de la conquista de las libertades en los años inciertos de la Transición.


            Ahora bien, más allá de las actitudes  políticas como expresión de una proximidad y de una solidaridad hacia lo catalán en tiempos convulsos para todos, conviene insistir en aquellos argumentos, sustentados en vivencias, que abundan a favor de lo que significa Cataluña como una realidad de la que resulta muy difícil o, mejor aún, imposible, desprenderse. Y es que, como bien señala Fradera, "la historia del catalanismo es la historia de esta compleja síntesis entre construir el país y definir sus aspiraciones, mientras se participa en el mercado político, administrativo y económico español".  Es obvio que cada cual dispone de una perspectiva propia a partir de la cual extrae los elementos de juicio que le permiten valorar el alcance y el significado de lo que particularmente ha supuesto el contacto con el territorio y la sociedad catalanes. Mas, en cualquier caso, tres aspectos esenciales cobran relevancia en este proceso de valoración. Lo son, en efecto, los que se relacionan con la capacidad empresarial, con la vitalidad cultural y con las posibilidades que derivan de las satisfacciones deparadas por los espacios de acogida, ya ocasionales o permanentes.  

          Sin embargo,  todo ese cúmulo de satisfactorias percepciones, emanadas de un ensamblaje que normalmente ha funcionado bien se ha visto lesionado hasta desembocar  en desavenencias que parecían impensables hace apenas una década. Surge entonces el deseo de encontrar una explicación convincente a la desestructuración de una de las sociedades más dinámicas e innovadoras de España, como ha sido la catalana, sumida hoy en la confrontación, en el insulto, en el rechazo inmisericorde hacia el discrepante. Una sociedad patológicamente fracturada, que se encamina hacia la ruina económica y hacia la marginalidad en el espacio común europeo. El reverso de lo que fue.  proceso que se fragüe en un día, como tampoco lo fue en Euskadi. Se construye a lo largo del tiempo, implacable y destructivo como la gota malaya. El recurso a la tergiversación obsesiva de la historia, al tópico descalificador, al desprecio hacia la diferencia, al rechazo sin precauciones ni restricciones, van creando poco a poco, y sin reversión posible, ese caldo de cultivo que, al fin, cristaliza en el odio sin paliativos hacia "lo español". Es la inoculación gradual del fascismo. Todo, hasta lo nimio y coyuntural, forma parte de un pretexto, todo es aprovechable, para agravar la fisura que no cesa. La identidad como paradigma divisor, la "patria" como refugio exclusivo. Comportamientos reaccionarios, antitéticos del progreso y la solidaridad. Qué hacen los que se dicen de izquierda secundando tanto disparate?

Y, aunque bien es verdad que, por fortuna y a diferencia de Euskadi, la violencia criminal no ha dominado en el espacio catalán, no es menos cierto que las rupturas de la amistad, las disensiones familiares, la pérdida de las confianzas antes construidas, las conversaciones evitadas para no molestar, la prevalencia de la sospecha hacia el que no piensa en clave identitaria como actitud permanente y dogmáticamente asumida, la incapacidad para reconocer que las fronteras lesionan la convivencia, se muestran como legados funestos transmitidos con la velocidad de la pólvora por los aberrantes caminos de irracionalidad hacia los que ha conducido en España, uno de los países más descentralizados del mundo, el nacionalismo de boina y barretina.

          No es un proceso que se fragüe en un día. Se construye desde el poder a lo largo del tiempo, implacable y destructivo como una gota incesante. El recurso a la tergiversación y manipulación obsesivas de la historia, al tópico descalificador, al desprecio hacia la diferencia, al rechazo sin precauciones ni restricciones, van creando poco a poco, y sin reversión posible, ese caldo de cultivo que, al fin, cristaliza en el odio sin paliativos hacia "lo español". Es la inoculación gradual del nacionalismo excluyente. Todo, hasta lo nimio y coyuntural, forma parte de un pretexto, todo es aprovechable, para agravar la fisura creciente. La identidad como paradigma divisor, la "patria" como refugio exclusivo y discriminante. Comportamientos reaccionarios, antitéticos del progreso y la solidaridad. De ahí las rupturas de la amistad, las disensiones familiares, la pérdida de las confianzas antes construidas, las conversaciones evitadas para no molestar, la prevalencia de la sospecha hacia el que no piensa en clave identitaria como actitud permanente y dogmáticamente asumida, la incapacidad para reconocer que las fronteras lesionan la convivencia. Son todos ellos comportamientos que se muestran como legados funestos transmitidos con la velocidad de la pólvora por los aberrantes caminos de irracionalidad hacia los que ha conducido en España, uno de los países más descentralizados del mundo, el nacionalismo que en el caso que nos ocupa ha hecho trizas ese espíritu de apertura, que urge recuperar y restablecer con tacto y firmeza sin más dilación y  que tanto prestigio ha dado a Cataluña en el mundo y que tanto seguimos y seguiremos necesitando.

14 de septiembre de 2017

La Universidad a debate: entre la crítica y la responsabilidad



El Norte de Castilla, 13 septiembre 2017


Si reflexionar sobre la Universidad ha estado siempre justificado, hacerlo en los tiempos que corren se convierte en una aportación indispensable. Por una razón obvia: ninguna Universidad digna de tal nombre puede permanecer indiferente a los efectos comparativos que provoca la globalización de los saberes, tanto en su dimensión educativa como científica, es decir, en los dos pilares indisociables que, enriqueciéndose mutuamente, sustentan la estructura universitaria,  muy transformada en el desempeño de sus funciones por los nuevos métodos aplicados a la generación, transmisión y transferencia del conocimiento. De ahí que, con mirada anticipatoria, no parezca desacertada  la opinión de Gerhard Casper, presidente de la Stanford University, cuando en 2000 afirmó que  “en los inicios del nuevo milenio, la Universidad, como entidad corpórea, no se asemejerá mucho a lo que ha sido hasta hoy, si es que verdaderamente continúa existiendo de forma reconocible”.

            Acreditar las propias posiciones cuando las referencias cualitativas se imponen como criterio discriminante se ha convertido en un objetivo al que ninguna Universidad puede renunciar so pena de caminar hacia la irrelevancia. Por eso, aunque puedan someterse justamente a revisión los indicadores en los que se apoya, la clasificación creada por los rankings internacionales plantea un serio motivo para la reflexión. Pues no se trata de asumir la prelación resultante como algo irrebatible, sino como un revulsivo capaz de motivar una reflexión a fondo en torno a las dos grandes directrices que han de encauzar la trayectoria de una institución que, pese a ser cuestionada en algunos foros no siempre sensibles ni conocedores de la complejidad intrínseca del sistema universitario, resulta fundamental en la cualificación formativa de una sociedad y en el fortalecimiento de sus posibilidades de desarrollo entendidas de manera integrada.

            - La primera tiene que ver con el valor necesariamente asignado a la crítica como herramienta clave en la organización y funcionamiento del sistema y en la toma de decisiones. La crítica y la autocrítica son ineludibles cuando se observa la débil presencia de las Universidades españolas (solo once, todas públicas) en el conjunto de las 500 más destacadas del mundo. Un variopinto argumentario emerge a la hora de significar los factores que han condicionado la situación preocupante en la que desenvuelve el complejo universitario de nuestro país. A las causas que, con una visión coyuntural, inciden en los efectos provocados por la crisis económica y los recortes asociados a ella se suman las que, propiamente estructurales, tienen que ver  con la proliferación de entes universitarios no siempre acomodados en muchos casos a los patrones que identifican los estándares exigibles a una institución de este rango, a la banalizacion de las exigencias formativas que el proceso de Bolonia, tal y como se ha diseñado en España, ha exacerbado, a la infrafinanciacion de las dotaciones presupuestarias o  a los bloqueos aplicados a las políticas de estabilización y rejuvenecimiento de las plantillas. Como tampoco hay que omitir las inercias subsistentes en los comportamientos ante el cambio, a la concepción de algunas iniciativas emprendidas esencialmente como negocio, a la pérdida de confianza en la Universidad por parte de muchos profesionales del sector y, en fin, a ese cúmulo de circunstancias que entorpecen en no pocos casos  su correcta inserción en las pautas que hacen posible la adquisición de posiciones sólidas en un panorama cada vez más exigente en términos de calidad, transparencia, eficacia, competencia, honestidad y solvencia intelectual.

            - En este contexto conviene insistir, por otro lado, en el valor inherente a la  responsabilidad que la Universidad y cuantos la integran deben asumir como institución al servicio de un proyecto integrador de los horizontes a los que se abre la evolución del conocimiento y su proyección competitiva a todas las escalas. Una responsabilidad  estimulada por las potencialidades que en si misma encierra y de las que, dejando de lado las experiencias cuestionables, existen positivos testimonios tanto en la docencia como en la investigación. Si necesaria es la crítica permanente no lo es menos la consideración de las capacidades que proporcionan la libertad de pensamiento, el despliegue de la creatividad para profundizar en las diferentes opciones del saber y la capacidad de iniciativa abierta a un universo de relaciones apoyadas en las ventajas que derivan  de la reciprocidad institucional bien entendida. Son éstas, en esencia, las pautas que identifican el margen de posibilidades que sigue ofreciendo la labor universitaria, y que conviene esgrimir para evitar que el malestar provocado por el deficiente panorama que a veces se percibe llegue a convertirse en un pretexto bajo el que justificar la actitud de desdén a menudo adoptada. El sentido de la responsabilidad implica entender la función universitaria como la expresión de un compromiso individual y colectivo, ligado a la defensa de las premisas del servicio público y, por ende, a los principios de lo que cabría propugnar como una Universidad integral. ¿Y qué es una Universidad integral? Pues aquella que aparece vertebrada en torno a tres ideas esenciales: la plena imbricación entre docencia e investigación, acomodada a los parámetros de calidad internacionalmente reconocidos; la que garantiza una relación estrecha y fecunda, basada en la proximidad y en la sintonía que proporciona – de manera presencial y on line - una voluntad de cualificación compartida, entre el profesor y el alumno; y la que ensambla dentro de su oferta formativa las capacidades que emanan de saberes científico-técnicos y humanísticos, cimentados además en las provechosas complementariedades que entre ellos pudieran establecerse.

 

 

 

11 de agosto de 2017

En las cumbres y al pie de la Peña Amaya




El Norte de Castilla, 11 de agosto de 2017






Siempre nos asombró aquel espacio natural por su belleza, por su espectacularidad y por su incuestionable interés científico. Perspicaz y tesonero como era, Jesús García Fernández, Catedrático de Geografía de la Universidad de Valladolid, y al que considero mi maestro, tuvo muy claro desde los años sesenta que había que descubrir, conocer e interpretar a fondo ese impresionante muestrario de relieves complejos, labrados por el plegamiento, la fractura y la  erosión en las calizas de la Era Secundaria que configuran el sector meridional de la Montaña Cantábrica en las comarcas septentrionales de Burgos y Palencia. A partir de 1966 puso en marcha un innovador programa de cursos de trabajos de campo encaminados a ese fin. Lo hizo sin otra  ayuda que la proporcionada por su esfuerzo, y contando con su capacidad de iniciativa y con la cooperación del equipo que le acompañó en las laboriosas tareas preparatorias y en la realización del curso celebrado siempre durante la primera decena de julio. La organización de estos cursos, con agotadores recorridos desde diferentes lugares de partida - Villarcayo, Aguilar de Campoo, Villadiego, que posteriormente, y hasta su final en 1998, se ampliaron a la villa soriana de San Leonardo para el estudio de formas similares en el tramo burgalés de la Cordillera Ibérica– supuso un notable avance, admitido y destacado científicamente a gran escala, en las investigaciones aplicadas al estudio de la geomorfología estructural en la Península Ibérica. Varias generaciones de geógrafos, procedentes de todo el país, se dieron  cita en unas convocatorias consideradas esenciales para la formación en el conocimiento del paisaje. De aquella experiencia se obtuvieron valiosas aportaciones, plasmadas en las Memorias que anualmente se realizaban, enriquecidas por la gran profusión de gráficos, croquis y textos con que eran presentadas. Merced a ese trabajo fue posible descubrir, analizar y dar a conocer, con el fundamento necesario,  dos espacios naturales de notable relevancia ecológica: las Montañas de Burgos y Las Loras. Numerosos testimonios, bien publicados o inéditos, así lo corroboran.






            Sin embargo, durante mucho tiempo aquellos resultados no obtuvieron el eco y la atención que merecían. A modo de ejemplo, bastaría recordar la anécdota ocurrida en octubre de 2000, cuando García Fernández y yo asistimos en Burgos a una conferencia impartida por el prestigioso economista palentino Enrique  Fuentes Quintana. Al terminar la intervención Fuentes presentó a García Fernández al entonces presidente del gobierno regional, Juan José Lucas Jiménez, que asistió al acto. Puesto que no le conocía, éste le pregunto a qué se dedicaba. Le faltó tiempo al estudioso del territorio para explayarse con cierto detenimiento sobre  el significado de sus trabajos en las montañas que suscitaban su interés. Sin mediar deseo de aclaración alguna por parte de Lucas, sólo planteó una cuestión tan lacónica como sorprendente: “¿y todo eso para qué sirve?” La respuesta de García fue inmediata: “pues para conocer mejor nuestra región; para interpretar y destacar la importancia de sus valores naturales”. No hubo reacción por parte del político regional. Como en el soneto de Cervantes, “miró al soslayo, fuese y no hubo nada”.


            El tiempo transcurrido desde entonces no ha hecho sino ratificar el significado de un espacio singular en el conjunto de los paisajes españoles. Numerosos y convincentes han sido los argumentos utilizados para justificar el marchamo de calidad finalmente concedido en mayo de 2017, cuando la UNESCO otorga al espacio configurado por los relieves que responden a la tipología de  las “loras” (grandes sinclinales colgados, que quedan en realce por desmantelamiento de los anticlinales como consecuencia de la erosión) la condición de Geoparque Mundial, una categoría específica y de excelencia, que se apoya en el reconocimiento de la singularidad paisajística como algo excepcional y digno de ser preservado. Es el primer Geoparque asignado a Castilla y León y el undécimo de los que integran este rango en España. García Fernández no ha llegado a conocerlo (falleció en 2006), pero sí los discípulos que le acompañamos en aquellas aventuras, tan lejanas en el tiempo como presentes en la memoria.






            Por lo que he podido observar, la ilusión y las esperanzas suscitadas por el Geoparque están a la altura de la sociedad encargada de preservarlo y de aprovechar al tiempo sus posibilidades. Se trata de un ámbito conocido, bien estudiado, rigurosamente interpretado en sus componentes esenciales, procesos y transformaciones. Un ámbito geográficamente adscrito a las tendencias características de los espacios de montaña media en un entorno territorial afectado por la despoblación y en el contexto de una economía eminentemente agraria. No se puede calificar de rural profundo, aunque sí presenta los rasgos propios de la ruralidad necesitada de estrategias que faciliten la correcta, efectiva y sostenible utilización de sus recursos. Al amparo de las posibilidades permitidas por una sociedad activa, generadora de ideas y capaz de prefigurar los ejes que han de orientar las decisiones hacia el futuro, no puede pasarse por alto la encomiable iniciativa impulsada por Alberto Saiz Arnaiz, cuando el 15 de julio de 2017 actuó de anfitrión de un encuentro multidisciplinar al que tuve el placer de asistir. Científicos y técnicos de diferentes especialidades, empresarios, responsables públicos con experiencia dilatada, agricultores, estudiosos del patrimonio local y regional se dieron cita para debatir durante una jornada muy intensa sobre la realidad del contexto espacial en el que se inserta el complejo del Geoparque. La reunión tuvo lugar en Villadiego. Previamente al debate, que ocupó la mayor parte de la jornada, se efectuó una visita a la Peña Amaya, lugar emblemático y representativo del espacio natural que motivó el encuentro. Desde la cumbre se divisa un panorama espectacular, una síntesis espléndida del paisaje de las “loras”. Hacía más de treinta años que no lo había visitado. Sentí cercana la presencia del maestro, a sabiendas de lo satisfecho que se hubiera sentido en aquella compañía y entusiasmado ante los desafíos a que se enfrenta ese espacio al fin reconocido como se merece.

           

 

31 de mayo de 2017

La España despoblada. Entre los deseos y la realidad



Castrillo Mota de Judíos (Burgos)


El Norte de Castilla, 31 de mayo de 2017


El interés por el debilitamiento demográfico de los espacios rurales está de moda. En los últimos años el panorama literario se ha enriquecido con obras – algunas de gran éxito editorial - que encuentran en este argumento una motivación para dar a conocer, desde la visión que entrevera el ensayo con  la ficción, las características y las tendencias de una realidad que no pasa desapercibida. Las referencias alusivas al fenómeno de la despoblación son numerosas, las percepciones resultan contundentes cuando el viaje hace suyos esos ámbitos donde el silencio se respira y los comentarios en torno a la soledad en que están sumidos los paisajes emanan del recuerdo y de las vivencias que de ellos se extraen. Lo que sorprende es que esta actitud de sensibilización cobre fuerza y aliente ahora la reflexión cuando del fenómeno hay constancia sobrada desde hace muchísimo tiempo. Numerosos testimonios literarios y científicos así lo atestiguan. Ni es un hecho reciente ni sus manifestaciones deben inducir a la sorpresa. Los análisis sobre la crisis poblacional del campo llenan los anaqueles de las bibliotecas, en las que reposan estudios, informes, pronósticos, debates, opiniones de toda índole. Es una realidad archiconocida, a cuya interpretación la Geografía ha dedicado algunos de sus más destacados afanes, plasmados en  la atención prestada a la investigación de la regresión demográfica en los espacios no urbanos, nutrida de valiosas reflexiones teóricas y metodológicas que mantienen aún su plena vigencia.
            Si el problema es conocido y con creces investigado mucho antes de que suscitara el interés que hoy reviste ¿por qué en la actualidad adquiere tanta resonancia? Me permito acudir a tres razones para explicarlo. La primera tiene que ver con el reconocimiento del territorio, por parte de muchos, como un factor clave en el desarrollo de la cultura social; es decir, se percibe y valora como una realidad cercana, repleta de elementos y referencias que motivan la atención e inducen al descubrimiento de los numerosos e interesantes matices que encierra.  Por otro lado, no es indiferente a esta sensibilidad la constatación de los riesgos y las amenazas a los que se enfrenta,  en el contexto de la despoblación, el patrimonio cultural  localizado en los espacios rurales. Y, finalmente,  influye también la sorprendente proyección mediática alcanzada por el tema, amparada en la atención concedida por los diferentes soportes de comunicación, y que se ha visto reforzada por  los testimonios que desde la literatura han dado prueba fehaciente de una realidad que ofrece tintes dramáticos, provocadores de una atención inexcusable.
            Al amparo de esta toma de conciencia crítica parece razonable  profundizar en las causas a las que obedece la pérdida incesante de población y, sobre todo, valorar la efectividad de las estrategias adoptadas para su corrección ante el escenario de incertidumbre que las condiciona.  Es evidente que la desvitalización demográfica no es sino el resultado de los efectos selectivamente provocados en el espacio por los cambios drásticos del modelo productivo tradicional, responsables directos de los desequilibrios fraguados entre el campo y la ciudad. En esencia, las transformaciones socio-económicas derivadas de la industrialización, de la mecanización de las labores agrícolas y de la diversificación de los servicios han actuado de manera concatenada para explicar  el sesgo demográfico a favor de las ciudades, alimentado por las migraciones procedentes del mundo rural en un proceso de atracción creciente, imposible de neutralizar, acompañado de la racionalización de las tareas de las que anteriormente dependía el mantenimiento de la actividad agraria. A la postre, dicha tendencia, que se ha mantenido invariable a lo largo del tiempo, para hacer mella en los servicios y en la manufactura, ha acabado demostrando su irreversibilidad. El afianzamiento de la ciudad como ámbito primordial de residencia ha calado también en la mentalidad de la población campesina, sin que ello haya supuesto el abandono de las labores agrícolas, merced a la mejora de la movilidad y de las posibilidades de estabilidad económica permitidas por las ayudas a las rentas agrarias procedentes de la Política Agraria de la Unión Europea, con frecuencia utilizadas en fracción nada desdeñable para la realización de inversiones alejadas del entorno rural.
            Contemplado de esta manera, y a tenor de la experiencia contrastada, puede decirse que el fenómeno de la despoblación, definido por el envejecimiento y las “privaciones sensoriales” de que habla Sergio del Molino, admite difícil réplica. Es justo y pertinente preocuparse por ello, respaldar las movilizaciones, los foros  y las actuaciones encaminados a mantener viva la llama a favor de un universo que declina y  no cejar en el empeño en pos de una recuperación cuyos adalides merecen una admiración y un respaldo sin fisuras. Sin embargo, hay que reconocer que no es una tarea sencilla ni permite, valorando las iniciativas puntuales que aportan quienes tratan de contrarrestarlo, perspectivas alentadoras, por más que la lucha a su favor esté plenamente justificada. Entre otras razones, porque no estamos ante una España vacía – pese a todo, la vida se mantiene - sino ante una España reconfigurada definitivamente por la despoblación, que ha dado origen a otras formas de organización del espacio y de la actividad. Y es que contemplarlo en función de los tibios dinamismos observados (utilización por diversas formas de ocio ocasional, reconstrucción de viviendas, producciones artesanales, recuperación de tradiciones, recurso a la historia recreada y al patrimonio como señuelos, etc.) nos lleva a la conclusión de que se trata de un escenario simbólico y representativo de la metamorfosis funcional que ha tenido lugar en el modo de concebir y organizar las relaciones de las sociedades con los espacios, rurales y urbanos, en los que se desenvuelven. Desde esta perspectiva la ruralidad se presenta ya con rasgos muy distintos a los que tradicionalmente – al menos hasta los años sesenta – la habían caracterizado. Es una ruralidad que, envejecida y vulnerable en estos tiempos de distopías, trata de sobrevivir modelada por las pulsiones, las apetencias y los comportamientos urbanos.

30 de abril de 2017

Un espacio para la confidencia y la sinceridad en la villa de Olmedo


He ahí el Prólogo al  libro publicado por José Antonio Blanco y Marta Rodríguez, que amablemente me invitaron a redactarlo para resumir en pocas palabras el sentido de esta obra, que ambos han realizado con el deseo de dejar constancia de las experiencias vividas en la cantina que regentan José Antonio y su esposa Paqui - cuyas imágenes aparecen en portada - en la villa vallisoletana de Olmedo. Gustoso accedí a hacerlo tanto por amistad como por el interés que la obra me suscitó como un testimonio de las vivencias y las relaciones humanas que se tejen en esos espacios de relación libre y desinhibida que son las cantinas. Tras el texto del Prólogo figura el escrito con motivo del acto de presentación que tuvo lugar en el Salón de Plenos del Ayuntamiento de Olmedo el día 29 de abril de 2017.  

PRÓLOGO
Cuando hace años Julio Valdeón Baruque me presentó a José Antonio Blanco Vallejo en la villa vallisoletana de Olmedo tuve la impresión de que estaba ante un hombre singular. Aunque solo fuera por el hecho de conocer a la persona que había conseguido reconciliar al ilustre medievalista con su pueblo natal, tras muchísimos años de olvido, ausencia y desafección,  aquel  encuentro había merecido la pena. Al tiempo,  no tardé en percibir otros rasgos que le hacían igualmente digno de interés y atención. En apariencia callado y silencioso, discreto y observador,  con la mirada siempre alerta,  la conversación se enriquecía con sus observaciones, atinadas y valiosas, acerca de los temas compartidos. Enseguida me di cuenta de que eran numerosas las cuestiones que suscitaban sus preocupaciones intelectuales, fundamentalmente relacionadas con la cultura y con la política, ambas entendidas desde una postura crítica, refractaria a las simplificaciones y a las posiciones maniqueas de que adolecían las actitudes cultivadas en su entorno de residencia habitual.  Rebelde con causa,  profundamente comprometido con su entorno inmediato y promotor de iniciativas encomiables, José modificaba  con su espíritu abierto el  panorama de mediocridad dominante en el Olmedo de comienzos de los años noventa cuando yo le conocí.


Por esa razón y merced a una relación labrada a lo largo de los años por la confianza y el reconocimiento mutuos, he acogido con agrado la propuesta que en su día me hizo de prologar un texto que ha elaborado con la ilusión de quien sabe que sus experiencias merecen ser dadas a conocer.  Y lo he hecho por tres razones que quiero poner de relieve. La primera tiene que ver con el deseo de no pasar por alto el esfuerzo realizado por alguien que, sin estar específicamente dedicado a la tarea literaria, emprende una iniciativa basada en la voluntad de no dejar difuminadas experiencias personales que de una u otra manera han hecho mella en la percepción de la sociedad con la que convive.  La segunda, porque no podía negarme a aceptar una propuesta que amigablemente me planteó en la conversación que mantuvimos en la Plaza Mayor de Valladolid el mismo día que Julio Valdeón hubiera celebrado, de haber vivido, su ochenta aniversario. Y, la tercera, porque la realización de este empeño se apoya en las reflexiones surgidas en un espacio concreto, en el que dichas vivencias tienen lugar y que opera como marco vertebrador del conjunto, como escenario aglutinante de sucesos, conversaciones y relatos que traban una secuencia curiosa de situaciones, en las que la sorpresa inicial cede paso al reconocimiento de la amplia gama de posibilidades que derivan de la comunicación y del afán de expresar lo que cada cual siente como algo destinado a rebasar el estricto marco de la intimidad.


Sin lugar a dudas ello resulta factible si se dan las circunstancias que lo favorecen a partir de cuanto ocurre en un espacio determinado, asumido como escenario de vida y a la par de intensa y fecunda relación social. Se trata, en este caso, de mostrar las numerosas posibilidades de descubrimiento que propicia y alienta un lugar sencillo, un ámbito de encuentro tan elemental como pueda ser una cantina, en la que confluyen y se dan cita personas de las más variadas sensibilidades. Sorprende comprobar hasta qué punto un escenario donde se va a pasar el rato puede convertirse deliberadamente en un foro de interacción social, promovido y estimulado por el deseo expreso del anfitrión de hacer de su cantina algo más que un simple refugio para el ocio ocasional.


 Si es cierto que todos los lugares que desempeñan esta función propician la afluencia de personas que circunstancialmente acuden a ellos para evadirse, su interés adquiere rasgos tan curiosos como interesantes cuando se ofrece en ellos la oportunidad de dejar constancia de los hechos vividos por los que allí concurren o se dan cita. Es entonces cuando el bar, al margen de su finalidad convencional, cobra la apariencia momentánea de una especie de teatro, de sala de proyección de las inquietudes personales, para abrir camino a una forma particular de representación espontánea en la que el individuo o el grupo manifiestan el protagonismo que ellos mismos desean y que el propio anfitrión, adoptando siempre una actitud de franqueza no mediatizada, les concede sin reservas. Es evidente que para que esta escenografía provocada resulte ilustrativa y memorable se necesita un grado de confianza que sólo un ambiente idóneo, identificado  con la libertad, la comprensión y el respeto, puede proporcionar. Así se comprende, pues, el rico y sugerente panorama que estas páginas brindan al lector interesado en captar lo que sucede en estos espacios mínimos que se engrandecen merced a la dimensión social aportada, como fuente inagotable de experiencias, por quienes se desenvuelven en ese mundo apetecido de vínculos afectivos y con la disposición que emana además del propósito de dar cuenta de lo que sus vidas son, han sido o pueden llegar a ser.


 De ahí el valor de las emociones que en esta obra confluyen, pues no cabe duda de la sensibilidad y la particular visión que cada cual procura dar a los hechos de los que se siente artífice y responsable, con el decidido propósito de transmitirlos a los demás. Recopilar - recordándolo con atención y fidelidad –  lo sucedido, vivido y experimentado constituye una notable aportación al descubrimiento de la complejidad de la vida humana o, lo que no es menos importante, a la toma en consideración de las múltiples sorpresas que con frecuencia depara el simple hecho de hablar y de compartir ideas con la gente que nos rodea. En este empeño han anudado esfuerzos e ilusiones el propio José y Marta Rodríguez, que desde el primer momento participó de la idea y que particularmente ha sabido plasmar con brillantez en la introducción y en varios de los textos aquí presentados, concebidos por ambos con el propósito de que los hechos no quedaran relegados a la desmemoria.


Y hacerlo además con la perspectiva temporal utilizada ayuda a entender mejor de qué manera se entrelazan las evocaciones privadas con las circunstancias específicas de cada momento. Visto de este modo, justo es reconocer que la realidad – pues, en esencia, los hechos aquí descritos son reales – sobrepasa a la ficción, teniendo en cuenta que lo ficticio se nutre tantas veces de las inmensas capacidades creativas extraídas de la realidad. Aunque también conviene señalar que introducir de cuando en cuando un toque imaginativo en la estructura del relato contribuye a estimular la atención del lector sobre todo cuando se provoca en él la sensación inquietante de que cuanto sucede en un espacio repleto de confidencias y  complicidades personales se inscribe también en un proceso en el que lo transmitido como vivencia puede ser objeto de valoraciones diversas en función de la actitud adoptada por el lector a la hora de interpretarlos. ¿Cómo, si no, encontrar un sentido a ese concepto de “demolición”, sugerido por Marta y aplicado a la secuencia temporal de lo ocurrido en una cantina que ha logrado sobrevivir al paso del tiempo? He ahí el mérito, a mi juicio, de José Blanco y de Marta Rodríguez: el haber sabido presentar, como testigos fidedignos, vigilantes e imaginativos, una rica panoplia de experiencias en un contexto cambiante que refleja el sentir de una sociedad confortada con el espacio de sinceridad que esa cantina ha representado a través del tiempo.

PRESENTACIÓN

La presentación de un libro siempre es un acontecimiento importante. Supone la culminación de un proceso intelectual y el inicio de otro. Desde la idea inicial que anima la preparación de la obra hasta el momento en que se publica y se presenta transcurre un período que ocupa una parte significativa de la vida de quien lo realiza. Aunque el panorama editorial nos ofrece títulos y temas de lo más dispares y con diferenciadas calidades, lo cierto es la ejecución de un libro no es tarea fácil. Requiere inspiración,  método,  coherencia, tenacidad y capacidad para superar los altibajos de ánimo o las interrupciones que siempre jalonan la elaboración de una obra. Cuando, al fin, se dispone del libro y se abre a la luz, a la lectura y a la opinión de los autores, solo cabe felicitarlos autores y congratularse con ellos de que todo haya resultado como esperaban.


He de reconocer que entre las experiencias que he tenido en presentaciones de libros, ésta es una de las más peculiares. Es la primera vez que lo hago en Olmedo, una ciudad a la que me han unido vínculos de amistad muy estrechos pero a la que he venido en muy pocas ocasiones; y también es la primera vez en la que obra no tiene un carácter científico o es el resultado de una ficción, sino que responde al deseo de unas personas por dar a conocer negro sobre blanco aspectos importantes de su vida y de sus experiencias personales en el espacio restringido en el que estas experiencias se desenvuelven. Siempre he valorado aquellos libros que reflejan vivencias personales, no por el mero hecho de relatarlas sino porque, desde la perspectiva del autor, merecen  la pena que sean ordenadas, conocidas, valoradas e interpretadas.


Por ese motivo,  en su día acepté la propuesta que José Antonio me hizo de prologar un texto. Y lo he hecho por tres razones que deseo poner de relieve, y que constan en el Prólogo. La primera porque, conociéndole desde hacía tiempo,  valoré positivamente el esfuerzo realizado por alguien que se propone evitar que caigan en el olvido experiencias personales que en mayor o menor medida  han hecho mella en la percepción de la sociedad con la que convive.  La segunda, porque precisamente la propuesta me la hizo en la conversación que mantuvimos en la Plaza Mayor de Valladolid el mismo día que Julio Valdeón, de haber vivido, hubiera celebrado su ochenta aniversario. Y, la tercera, da a conocer las vivencias que tienen lugar en un espacio concreto, como escenario de sucesos, conversaciones y relatos que traban una gama curiosa de situaciones, que derivan de la comunicación y del afán de expresar lo que cada cual siente como algo destinado a rebasar el estricto marco de la intimidad. Y todo ello sucede y da vida a una cantina que, junto a sus fines conocidos,  cobra la dimensión de un espacio teatral, de  de sala de proyección de las inquietudes personales, y en la que el individuo o el grupo manifiestan libremente y en un clima de confianza sus pensamientos y puntos de vista con la libertad que cada cual desean y que el propio anfitrión les otorga. De ahí el atractivo panorama que estas páginas ofrecen al lector interesado en captar lo que ocurre en estos espacios mínimos como fuente inagotable de experiencias, motivadas por el deseo de dejar constancia de lo que las experiencias respectivas son capaces de alumbrar.
Por todas estas razones es un placer para mí estar aquí, en la villa del Caballero, en el espacio de la soberanía ciudadana, acompañando a José Antonio y a Marta, a Marta y José Antonio, un equipo formado por dos personalidades contrastadas, proclives a la discusión y al debate de opciones y puntos de vista. Creo que sólo así es posible fraguar unas relaciones de confianza, de amistad y de confluencia personal y profesional, que se basa precisa en la complementariedad que deriva de la discrepancia. Es, entre otras muchas cosas, lo que ha hecho posible el que esta obra, concluida hace tiempo y durante meses condicionada por una publicación incierta, haya visto al fin la luz.  Y lo ha hecho con el empeño, la ilusión y la complicidad de quienes saben que sus experiencias y las vicisitudes vividas han merecido la pena.