14 de septiembre de 2017

La Universidad a debate: entre la crítica y la responsabilidad



El Norte de Castilla, 13 septiembre 2017


Si reflexionar sobre la Universidad ha estado siempre justificado, hacerlo en los tiempos que corren se convierte en una aportación indispensable. Por una razón obvia: ninguna Universidad digna de tal nombre puede permanecer indiferente a los efectos comparativos que provoca la globalización de los saberes, tanto en su dimensión educativa como científica, es decir, en los dos pilares indisociables que, enriqueciéndose mutuamente, sustentan la estructura universitaria,  muy transformada en el desempeño de sus funciones por los nuevos métodos aplicados a la generación, transmisión y transferencia del conocimiento. De ahí que, con mirada anticipatoria, no parezca desacertada  la opinión de Gerhard Casper, presidente de la Stanford University, cuando en 2000 afirmó que  “en los inicios del nuevo milenio, la Universidad, como entidad corpórea, no se asemejerá mucho a lo que ha sido hasta hoy, si es que verdaderamente continúa existiendo de forma reconocible”.

            Acreditar las propias posiciones cuando las referencias cualitativas se imponen como criterio discriminante se ha convertido en un objetivo al que ninguna Universidad puede renunciar so pena de caminar hacia la irrelevancia. Por eso, aunque puedan someterse justamente a revisión los indicadores en los que se apoya, la clasificación creada por los rankings internacionales plantea un serio motivo para la reflexión. Pues no se trata de asumir la prelación resultante como algo irrebatible, sino como un revulsivo capaz de motivar una reflexión a fondo en torno a las dos grandes directrices que han de encauzar la trayectoria de una institución que, pese a ser cuestionada en algunos foros no siempre sensibles ni conocedores de la complejidad intrínseca del sistema universitario, resulta fundamental en la cualificación formativa de una sociedad y en el fortalecimiento de sus posibilidades de desarrollo entendidas de manera integrada.

            - La primera tiene que ver con el valor necesariamente asignado a la crítica como herramienta clave en la organización y funcionamiento del sistema y en la toma de decisiones. La crítica y la autocrítica son ineludibles cuando se observa la débil presencia de las Universidades españolas (solo once, todas públicas) en el conjunto de las 500 más destacadas del mundo. Un variopinto argumentario emerge a la hora de significar los factores que han condicionado la situación preocupante en la que desenvuelve el complejo universitario de nuestro país. A las causas que, con una visión coyuntural, inciden en los efectos provocados por la crisis económica y los recortes asociados a ella se suman las que, propiamente estructurales, tienen que ver  con la proliferación de entes universitarios no siempre acomodados en muchos casos a los patrones que identifican los estándares exigibles a una institución de este rango, a la banalizacion de las exigencias formativas que el proceso de Bolonia, tal y como se ha diseñado en España, ha exacerbado, a la infrafinanciacion de las dotaciones presupuestarias o  a los bloqueos aplicados a las políticas de estabilización y rejuvenecimiento de las plantillas. Como tampoco hay que omitir las inercias subsistentes en los comportamientos ante el cambio, a la concepción de algunas iniciativas emprendidas esencialmente como negocio, a la pérdida de confianza en la Universidad por parte de muchos profesionales del sector y, en fin, a ese cúmulo de circunstancias que entorpecen en no pocos casos  su correcta inserción en las pautas que hacen posible la adquisición de posiciones sólidas en un panorama cada vez más exigente en términos de calidad, transparencia, eficacia, competencia, honestidad y solvencia intelectual.

            - En este contexto conviene insistir, por otro lado, en el valor inherente a la  responsabilidad que la Universidad y cuantos la integran deben asumir como institución al servicio de un proyecto integrador de los horizontes a los que se abre la evolución del conocimiento y su proyección competitiva a todas las escalas. Una responsabilidad  estimulada por las potencialidades que en si misma encierra y de las que, dejando de lado las experiencias cuestionables, existen positivos testimonios tanto en la docencia como en la investigación. Si necesaria es la crítica permanente no lo es menos la consideración de las capacidades que proporcionan la libertad de pensamiento, el despliegue de la creatividad para profundizar en las diferentes opciones del saber y la capacidad de iniciativa abierta a un universo de relaciones apoyadas en las ventajas que derivan  de la reciprocidad institucional bien entendida. Son éstas, en esencia, las pautas que identifican el margen de posibilidades que sigue ofreciendo la labor universitaria, y que conviene esgrimir para evitar que el malestar provocado por el deficiente panorama que a veces se percibe llegue a convertirse en un pretexto bajo el que justificar la actitud de desdén a menudo adoptada. El sentido de la responsabilidad implica entender la función universitaria como la expresión de un compromiso individual y colectivo, ligado a la defensa de las premisas del servicio público y, por ende, a los principios de lo que cabría propugnar como una Universidad integral. ¿Y qué es una Universidad integral? Pues aquella que aparece vertebrada en torno a tres ideas esenciales: la plena imbricación entre docencia e investigación, acomodada a los parámetros de calidad internacionalmente reconocidos; la que garantiza una relación estrecha y fecunda, basada en la proximidad y en la sintonía que proporciona – de manera presencial y on line - una voluntad de cualificación compartida, entre el profesor y el alumno; y la que ensambla dentro de su oferta formativa las capacidades que emanan de saberes científico-técnicos y humanísticos, cimentados además en las provechosas complementariedades que entre ellos pudieran establecerse.