3 de junio de 2018

Aprender a mirar la ciudad





El Norte de Castilla, 3 de junio de 2018


Tomo este título de la idea lanzada por Miguel Ángel Fonseca en una conferencia impartida no hace mucho, junto a Luis Mingo, sobre la Plaza Mayor de Valladolid. De buenos arquitectos como éstos siempre se obtienen aprovechables lecciones y oportunas sugerencias. Entre otras, me ratifican en la que desde hace mucho tiempo practico habitualmente como una costumbre heredada de mi maestro y gracias a la cual he conseguido acumular tantas experiencias como sorpresas en numerosas ciudades. Consiste en hacerse con ellas mediante la andada vigilante para apropiarse intelectualmente de su imagen y de la variedad de los elementos que las componen; o, lo que es lo mismo, de adentrarse en los múltiples recovecos, detalles e insinuaciones callejeras que la ciudad ofrece a la mirada curiosa del observador. El ejercicio de esta tarea, que tiene a su favor el aprovechamiento de las posibilidades que brinda la libertad para orientarla en la dirección apetecida, precisa de un esfuerzo previo de aproximación a  lo que se va a ver, a fin de comprenderlo y asimilarlo adecuadamente. Es ncesario partir de una idea previa de lo que se quiere descubrir, pues todos los espacios presentan singularidades que solo la mirada directa y detallada puede comprender en toda su pluralidad de matices.

            Y es que acercarse al conocimiento de una ciudad precisa de algo más que el mero voluntarismo de lograrlo. El requisito, sin embargo, no es complicado. Basta simplemente con percibir de antemano sus rasgos esenciales, a saber, la localización, los fundamentos históricos que la identifican y su dimensión demográfica. Sobre la base de estos tres aspectos, la indagación voluntaria y discrecional permite encauzar la sensibilidad y hacer mucho más ilustrativa la experiencia hasta enraizarla en la memoria. Representa descubrir realidades nuevas, muchas veces ignoradas, y experimentar la grata sensación que tiene el escrutador cuando se halla ante lo que no espera, para integrarlo en la propia vivencia y, si llegase el caso, poderlo transmitir como desee. Son muchas las referencias y las señales que los itinerarios urbanos procuran, ya que en ellos, como señala Muñoz Molina, las preocupaciones y las obsesiones se disuelven en la observación incesante. De ahí que, cuando uno siente el deseo de asumir  la realidad que potencialmente se abre a la curiosidad de su mirada, dos son las principales sensaciones que experimenta.

            Por un lado, el recorrido trae consigo la ampliación de los “mapas mentales” que cada cual posee de antemano. El mapa mental está construido en este caso a partir de la idea que se tiene de la ciudad en función de los escenarios más acostumbrados en los que se desenvuelve la vida cotidiana. Por lo general, son espacios limitados y con frecuencia simplificados por la costumbre, pues en principio su configuración está delimitada por los hábitos de relación más rutinarios. De ahí que, cuando la vista se abre a otros escenarios, el observador se da cuenta de que existen marcos de convivencia que ha de enjuiciar como complementarios al suyo. Merced a ello la cartografía personal se embarnece y, lo que es más importante, incorpora elementos sin los cuales el propio campo de consideración vital del ciudadano no podría ser entendido. 

            Y, por otro, cuando el caminante deambula por la ciudad cobra conciencia de otro de los aspectos más estimulantes que nutren su percepción crítica del espacio: la apreciación del significado de los contrastes, la estimación de lo mucho que la diferencia significa en la estructura de los elementos – espaciales, económicos y sociales - que la integran. La idea de uniformidad carece de sentido cuando la mirada se detiene en sus recorridos para percatarse de hasta qué punto la variedad prevalece como rasgo dominante. Diferencias drásticas en la arquitectura, en el tratamiento y situación de los edificios de valor histórico, en la tipología de las calles, en la ordenación de las perspectivas, en la simbología de los reclamos publicitarios, en la densidad de los desplazamientos humanos que en ellas se producen, en la relevancia, calidad y uso de los espacios públicos, en los sonidos envolventes. En esta aproximación a la interpretación de la diversidad urbana reviste gran importancia también la tipología ofrecida por los establecimientos comerciales, habida cuenta de que el comercio constituye una de las principales señas de identidad de las ciudades. Detenerse en este aspecto permite valorar la envergadura de las transformaciones experimentadas y las causas que las provocan ya que se trata de la actividad que mayor metamorfosis experimenta en periodos de tiempo muy breves, en los que la sustitución morfológica y estética ha coincidido con la reconversión o el cierre de numerosos locales, que hoy acusan los efectos demoledores a los que se ha visto sometido el llamado comercio de proximidad.

            Y, del mismo modo, es evidente que las ciudades no pueden concebirse sin sus periferias, sin esos ámbitos en los que se plasma el crecimiento difuso, abierto a numerosas modalidades y estrategias de expansión. Francisco Candel escribió  en los años sesenta una obra que marcó una época y una forma de interpretar los márgenes urbanos. Habló de allí “donde la ciudad cambia su nombre”. Aunque las tendencias actuales ofrecen hoy matices respecto a aquella apreciación, no cabe duda de que captar lo que sucede en ese mundo que habitualmente no se ve, tan repleto de contradicciones y a veces de sobresaltos, supone una incitación a las averiguaciones patentes que no debiera eludirse si se pretende ser fiel al objetivo global perseguido.  

            Por todo ello, observar la ciudad es una lección de primer orden, que nadie debe subestimar. Una poderosa lección de ciudadanía activa. Ayuda a valorar fenómenos esenciales de nuestro tiempo y aporta visiones que reavivan permanentemente la curiosidad de quien se empeña en tenerlas. Las ciudades son libros abiertos, que hay que leer poco a poco, y que releer también, pues el paso del tiempo introduce correcciones y somete a revisión lo ya aprendido. Son laboratorios de experimentación de políticas públicas que someten a valoración la calidad de las decisiones de quienes las gobiernan al tiempo que enriquecen la visión comparativa de la realidad. De ahí su enorme valor formativo, cultural y político. En definitiva, aprender a mirar las ciudades nos hace ser conscientemente críticos del mundo y de la sociedad en los que nos ha tocado vivir.  
                      

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