27 de marzo de 2001

EL ENORME DESAFIO DE ORDENAR EL TERRITORIO


El Norte de Castilla, 27 de Marzo de 2001


Cuando a comienzos de 1963 el gobierno de Francia decidió crear la Delégation pour l'Aménagement du Territoire et l'Action Régionale - la célebre DATAR, cuyas oficinas se abren, recoletas pero solemnes, a la sombra de la Torre Eiffel - , el Presidente de la República justificó la decisión porque entendía que con dicha iniciativa se trataba de cumplir "una ardiente obligación". Con tan enfática expresión, el gran hombre de Estado que fue Charles de Gaulle no hacía sino presentar ante la sociedad francesa el alcance de ese gran compromiso que siempre ha existido en el vecino país por la Ordenación del Territorio, como política de vertebración y confluencia de intereses al servicio de unos objetivos claramente definidos por el consenso entre las instituciones. De ahí que, con sus luces y sus sombras, esta forma de entender las relaciones del poder con la sociedad y el espacio haya sido sin lugar a dudas uno de los principales instrumentos de la imagen de calidad, prestigio e integración que el "hexágono" francés ha logrado ofrecer de sí mismo; una imagen que es al tiempo reflejo permanente del gran pacto de Estado sobre el territorio, que, desde la puesta en marcha de la DATAR hasta la Ley de 1995, se ha mantenido robusto frente a los cambios, a las alternancias y a las vicisitudes políticas de toda índole.


Hasta qué punto la ausencia en España de un mecanismo de estas características, aunque obviamente adaptado a las peculiaridades del modelo autonómico, ha supuesto un obstáculo para la superación de problemas territoriales y ambientales arraigados en el tiempo y todavía irresueltos, es algo sobre lo que tal vez conviniera reflexionar con la mirada puesta en la voluntad de alcanzar políticas de coordinación en estas materias entre las diferentes regiones españolas. Mientras esto no suceda, y al amparo del reconocimiento que en este sentido debiera otorgarse al Senado como escenario de encuentro y compromiso para una verdadera integración de las distintas perspectivas que convergen en el Estado, los problemas estarán a la orden del día, los agravios surgirán inevitablemente y persistirá, acentuándose incluso, la imagen de esa "España invertebrada" que tan bien definiera Ortega.


A falta de que este engarce interregional sea algún día realidad, las Comunidades Autónomas han logrado ejercer un protagonismo creciente en el campo de las decisiones con impacto territorial, haciendo suyo el importante margen de maniobra que les asigna el Art. 148 de la Constitución. Sería muy interesante, desde luego, valorar de qué manera se ha ido transformando España a medida que los gobiernos autónomos han hecho uso de estas prerrogativas y puesto en práctica un sinfín de actuaciones cuyo balance, sintéticamente expuesto, ofrece una mezcla heteróclita de logros incuestionables y dislates manifiestos. Es una forma tal vez demasiado simplista, pero el espacio disponible no da para más, de resumir el sentido contradictorio a que a menudo conduce la toma de decisiones cuando éstas aparecen simultáneamente guiadas, unas veces, por el afán de notoriedad y de capitalización política que aportan de inmediato las operaciones de mayor impacto, y otras, por el propósito de impulsar medidas diseñadas y aplicadas con el rigor y la coherencia necesarios para alcanzar la efectividad y equilibrio pretendidos.


A este crucial desafío se halla expuesta actualmente la Comunidad de Castilla y León, una vez que la responsabilidad contraída en la Ley 10/1998 ha tomado cuerpo en las Directrices de Ordenación del Territorio, dadas a conocer por la Consejería de Fomento y abiertas a debate público. No es una cuestión que deba pasar desapercibida ni mostrarse ajena a las inquietudes de la sociedad y de quienes la gobiernan, entre otras razones porque nuestra región y sus ciudadanos se juegan mucho en el empeño de cara a los horizontes que se perfilan apenas a cinco años vista. Aparte de por su dimensión natural y por la diversidad intrínseca que la distingue, Castilla y León se singulariza en estos momentos en España por una serie de tendencias y perfiles que definen un panorama dominado por la incertidumbre y por la endeblez de las estrategias capaces de integrar los problemas de la región en un plan ambicioso y coherente tanto por lo que respecta a la calidad de su diagnóstico como a la fortaleza de las medidas destinadas a ofrecer soluciones solventes, viables y debidamente asumidas por el entramado social.


Más allá del deslumbramiento que suelen ocasionar los grandes proyectos de infraestructura circulatoria, y que en realidad van eminentemente asociados a la condición de la Comunidad como obligado espacio de tránsito, es en los niveles de la reflexión cotidiana, en los ámbitos de la actividad profesional y laboral más sensibles y preocupados por las situaciones de atonía, donde se percibe, ya sea las ciudades o en el mundo rural, la auténtica envergadura de las insuficiencias existentes y, lo que es más grave, el peso de las inercias y pasividades que condicionan y ensombrecen las expectativas de futuro.


Si tal es el estado de ánimo que a menudo se detecta en el ambiente, hasta el punto de motivar una actitud de desaliento y abandono por parte de alguno de los sectores más activos y competentes de la sociedad, sorprende que esa sensación aflore con tanta fuerza cuando a la par se observan síntomas de dinamismo e iniciativas de crecimiento que inducen a pensar que no todo el panorama resulta tan sombrío como parece. Pero es ahí radica precisamente, a mi juicio, la principal contradicción en que se desenvuelve Castilla y León, la propia de una región donde coexisten desarrollos puntuales y situaciones de desolación demasiado generalizadas. Es la típica dualidad de un espacio en crisis y necesitado con urgencia de medidas que, superando la visión meramente sectorial de los problemas y no eludiendo la responsabilidad con todo el espacio, logren proyectarse en una vigorosa estrategia de Ordenación del Territorio cimentada en las tres premisas que la identifican, es decir, una decidida voluntad política para llevarla a cabo, una capacidad para movilizar en torno a ella al conjunto de la sociedad y la solvencia necesaria para elaborar un proyecto de desarrollo, prestigio y calidad de vida que sea al tiempo integrador, ilusionante y sin ningún tipo de exclusiones.