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2 de junio de 2021

La utilidad inútil de los intelectuales

 


El Norte de Castilla, 3 junio 2021


Recurro al expresivo título de la conocida obra de Nuccio Ordine – “La utilidad de lo inútil”- para motivar la reflexión en torno a un hecho importante que no debe pasar desapercibido, por más que a veces haya quien le reste importancia y gravedad Me refiero al progresivo debilitamiento de la presencia de los intelectuales en el panorama de la toma de decisiones adoptadas y aplicadas por los agentes dotados de responsabilidad operativa, tanto públicos como privados. No supone este oxímoron un sesgo pesimista sino la simple constatación de una tendencia que parece evolucionar en sintonía con la modificación de las condiciones que tradicionalmente han caracterizado los vínculos entre el intelectual y la sociedad, en cuyo funcionamiento ha llegado a ocupar un papel clave la labor intermediadora ejercida por quienes, al fin y legítimamente, ostentaban la capacidad decisional efectiva.

            Lejos están ya los tiempos en los que intelectuales relevantes se mostraban como la conciencia crítica a la que se atendía en momentos cruciales de la vida pública: eran esa “conciencia histórica y social de su tiempo”, de que hablaba Simone de Beauvoir. Traer a colación, entre otras muchas, las figuras de Zola, Larra, Sartre, Zweig, Pardo Bazán o Giner de los Ríos, resulta pertinente a la par que nostálgica, cuando se trata de estimar las aportaciones que hicieron en ocasiones trascendentales de su época, en las que su voz emergía con fuerza hasta adquirir una resonancia que sobrepasaba con creces los horizontes en los que había sido planteada. La conocida cita de Stefan Zweig –“la razón y la política siguen raramente el mismo camino y son estas ocasiones las que dan a la historia su carácter dramático” – encierra una idea que tal vez resulta exagerada en función de los terribles episodios vividos por el autor, pero sin duda transmite la preocupación que suscitan las desavenencias producidas entre el modo de interpretar a fondo la realidad y las pautas aplicadas a su transformación. No hay que recurrir a la autocrítica para pensar que esta tendencia sea atribuible a errores, que sin duda los hay, de una y otra parte, cada cual responsable de un distanciamiento conscientemente asumido, sin abandonar la idea a favor de la recuperación de esa deseable simbiosis que tantas orientaciones positivas es capaz aportar en situaciones críticas, cuando todas las variables e indicadores han de ser considerados.

            Sin embargo, se muestra cada vez más patente la subestimación del papel desempeñado por el intelectual en los tiempos en que vivimos. Hay testimonios elocuentes (Krugman, Judt, Ovejero, a modo de ejemplos representativos, se han hecho eco en nuestros días) que insisten en la verificación de que el intelectual ha perdido el reconocimiento que tradicionalmente había tenido, coincidiendo con una puesta en revisión por parte del poder de la responsabilidad social de quienes solo disponen de su capacidad para analizar los hechos mediante la mente y la pluma. Tal revisión no es baladí, ya que va asociada, al menos para un sector importante del entramado decisional, al argumento de que los intelectuales ya no son necesarios ni sus observaciones merecen el valor que ellos pretenden. Ya no cuentan con sus opiniones en los foros de decisión que controlan cómodamente sin posibilidad de réplica ni contestación. A decir verdad, lo que sucede no debería extrañar demasiado, pues responde a una lógica congruente con el signo de una época en la que se han visto sensiblemente modificadas las formas de relación entre el poder y el pensamiento. Basta con remitirse a las cuatro tendencias que, en mi opinión, contribuyen a explicarlo.

            La primera se apoya en las distintas percepciones que una y otra perspectiva tienen de las relaciones construidas entre la teoría y la práctica. Si, como afirma Michel Foucault, no puede plantearse una visión práctica de los hechos sin una sólida fundamentación teórica, no es infrecuente comprobar hasta qué punto el valor de la efectividad prima sobre los planteamientos derivados del examen razonado en los que pudiera sustentarse, con frecuencia condicionados por la duda o por la actitud prudente a que obliga el riesgo de una decisión precipitada. Es evidente que, en segundo lugar, esta disociación que separa lo razonable de lo pragmático no es ajena al enfoque contrastado que se tiene respecto a la idea del tiempo como factor determinante del proceso decisional. De ahí la dicotomía que separa el corto del largo plazo, lo inmediato de lo sometido a las estimaciones susceptibles de aportar la prospectiva con que han de concebirse las actuaciones planteadas. 

Es un contraste de apreciación que, como tercer aspecto a considerar, remite a la desigual forma de consideración y tratamiento de los problemas, pues es hecho cierto que a menudo el enfoque fragmentario prevalece sobre el de carácter global, mucho más complicado éste que aquél, lo que puede entenderse como un factor limitativo de su aplicabilidad. Y, para concluir, no cabe duda de que en esta búsqueda de las divergencias interpretativas entre pensamiento y acción tiene un peso importante la rentabilización de las decisiones, en función de la relevancia otorgada a la altisonante proyección mediática como canal más efectista de su transmisión a la sociedad, con el positivo efecto de imagen que proporciona. Y es que cuando lo mediático domina sobre lo sistémico, los cauces que orientan la decisión se sienten liberados de la crítica entorpecedora, con independencia de si es o no conveniente y necesaria.   

15 de julio de 2019

Aproximación a las causas de la desafección política





El Norte de Castilla, 15 de julio de 2019




Por más que le incomode, el ciudadano no puede permanecer ajeno al contexto político en el que se desenvuelve. Hay que  partir de esta obviedad para justificar la responsabilidad que le compete a la hora de enjuiciar cuanto sucede a su alrededor como manifestación expresa de las actuaciones y las decisiones adoptadas por quienes le representan. No es necesario dedicarse a la política para hacer política, toda vez  que la política nos pertenece y compromete aunque no nos demos cuenta. Cuando, por fortuna, y como es nuestro caso, vivimos en una democracia consolidada, los cauces que, particular o colectivamente, orientan las opiniones de la ciudadanía cobran una especial trascendencia cuando centran su atención en la valoración de los comportamientos protagonizados por los que desempeñan tareas de poder libremente asumidas como demostración de la confianza que la sociedad  les presta con la estricta finalidad de atender sus necesidades y afrontar los problemas que le afectan. Se trata de una especie de contrato en el que, en aras de la deseable calidad de la democracia, ambas partes ostentan sus respectivas cuotas de responsabilidad durante un tiempo a cuyo término se somete de nuevo a la voluntad popular el mantenimiento o no de dicha confianza.            


Aceptada como una realidad que a todos concierne, parece razonable suscitar la reflexión en torno a las causas que justifican esa tendencia, reiteradamente reflejada por las encuestas de opinión, a la desafección o a la pérdida de confianza hacia cuantos forman parte de ese conjunto identificado, con cierta connotación peyorativa, como la “clase política”. No deja de llamar la atención el hecho de que esas reacciones se planteen cuando son tantas las advertencias y enseñanzas con sentido corrector legadas por la historia reciente de nuestro país. Con la perspectiva acumulada desde la época de la transición, la memoria abunda en testimonios contundentes sobre la diferencia que separa las buenas prácticas de las que, por el contrario, resultan repudiables. Lo que sorprende es que, pese a las actuaciones penalizadas por la justicia, a las lecciones extraídas de la crisis, a las descalificaciones recibidas de forma explícita desde la opinión pública o al rechazo de que hayan podido ser objeto desde el punto de vista electoral, muchas de estas modalidades negativas de comportamiento siguen persistiendo, hasta el punto de que muestran un nivel de arraigo en el panorama político que está muy lejos de haberse desvanecido. Aunque conviene evitar el riesgo de generalización, pues en un conjunto tan dispar es justo reconocer la existencia de políticos con admirables trayectorias e inequívoca honestidad, la observación del panorama global pone  al descubierto el efecto demoledor asociado fundamentalmente a tres pautas habituales de comportamiento con reconocido impacto en esa visión descalificadora de la política, entendida, lo que es muy grave y preocupante, en un sentido global.
         
   En primer lugar, cabe aludir a la infrecuencia, cuando no excepcionalidad, que ofrecen las posiciones que hacen de la autocrítica, sincera y abierta, una herramienta correctora de los errores cometidos. Si sabemos que el error, la equivocación, el desacierto son hechos consustanciales a la acción humana, no se comprende la resistencia a asumirlos como algo susceptible de reconocimiento con vistas a su rectificación. Decidir no es tarea sencilla, máxime cuando se plantea como resultado de un análisis previo a partir de opciones múltiples, con frecuencia incluso contradictorias, que llevan a la toma de decisiones no siempre coherentes con los objetivos programáticos en los que se basa el apoyo recibido. Cuando eso ocurre, al ciudadano le cuesta entender los motivos que inducen a la contradicción, lo que contribuye a agravar el recelo provocado si además el rumbo emprendido no se explica con la transparencia debida. Es entonces cuando el planteamiento autocrítico ennoblece a quien lo realiza, en la medida en que pone al descubierto la calidad del personaje y la dimensión humanizada de su forma de actuar en un ámbito socialmente tan sensible.


            Por otro lado, son insistentes y justificadas las voces que abundan a favor de que la política sea ejercida como una tarea cimentada en la ejemplaridad pública. Las consideraciones realizadas en torno a este concepto por Javier Gomá precisan bien la importancia de su aplicación en el terreno de las prácticas relacionadas tanto con la utilización de los recursos públicos, concebidos como un bien colectivo que debe ser preservado y gestionado al servicio de la sociedad, como en función de los propios hábitos de conducta, obligadamente referenciales para una sociedad que debe contemplar a sus políticos ajustados a los cánones de dignidad inherentes a la labor que desempeñan y para la que se les elige.

            Y, finalmente, también contribuye a este desapego la tendencia a adoptar decisiones cruciales con un enfoque en el que se entremezclan el oportunismo con el corto plazo, al margen de una estimación rigurosamente evaluada de sus costes y de sus efectos en el tiempo. El hecho de que la prospectiva brille a menudo por su ausencia como criterio determinante de la medida llevada a cabo justifica el panorama de dislates y corrupciones cometidos en nuestro suelo desde el punto de vista territorial. No deja de ser la fiel expresión del arraigo que aún posee ese horizonte de pragmatismo personalista que con demasiada asiduidad  ha derivado en el despilfarro y en la desatención a ese conjunto de problemas todavía irresueltos, que Roberto Velasco ha identificado acertadamente en el libro que dedica  a las numerosas “fisuras del bienestar en España” (Catarata, 2019), y que marcan el sentido de las prioridades realmente beneficiosas para nuestra sociedad.  


6 de julio de 2015

Los nuevos horizontes del poder local



El Norte de Castilla, 6 julio 2015



La  Historia revela la enorme importancia que han tenido en la política española las elecciones locales. Numerosas son las experiencias, en efecto, que han puesto de manifiesto hasta qué punto los comportamientos electorales reflejados a esta escala son el preludio de transformaciones importantes en niveles superiores del entramado político. Constituyen, en cierto modo, una especie de ensayo, capaz de transmitir al panorama general las inquietudes y tendencias labradas en el nivel básico de la administración, aquella en la que se  vertebran los conflictos y necesidades de la vida ciudadana a partir de estructuras social, económica y espacialmente complejas.
            De ahí la trascendencia que cabe reconocer a esos procesos de cambio experimentados por la sociedad española y que han cobrado plasmación evidente en las elecciones locales y regionales del 24 de mayo, sin precedentes en la historia democrática de España. Si se observa que en las ciudades de mediano y gran tamaño – salvo en casos muy excepcionales -  han desaparecido las mayorías absolutas y que los pactos que han fraguado las alcaldías se apoyan en compromisos fuertemente supervisados por quienes en la mayoría de los casos no ostentan responsabilidades de gobierno, el ciudadano de a pie asiste expectante a un proceso tan apasionante como repleto de incógnitas o, en todo caso, de preguntas, cuyas respuestas serán cruciales para el futuro del país. No en vano, los Ayuntamientos representan ámbitos primordiales de experimentación de políticas públicas. Cuanto se decida en ellos posee una enorme resonancia social, trasciende el estricto escenario de aplicación, crea referencias representativas del modo de gobernar y fortalece en consecuencia el valor de la experiencia comparada, con efectos aleccionadores decisivos.
            Teniendo en cuenta los factores que determinan los  principales desafíos planteados en el marco municipal,  el observador contempla un escenario condicionado, en principio, por tres horizontes fundamentales, que a la vez se corresponden con sendas pautas desde el punto de vista de la decisión. Aparecen aquí planteadas como líneas de reflexión y trabajo, que invitan al análisis empírico y a la constatación objetiva de los hechos. A saber:

1.         Destaca, en primer lugar, la repercusión que la nueva etapa municipal pueda tener en un campo de tanta trascendencia como es el urbanismo y, por extensión, lo que comúnmente se entiende como la ordenación del territorio a nivel local. Sin duda es en este aspecto donde va a verificarse el nivel de distanciamiento o ruptura respecto a los comportamientos que en la etapa anterior han dado origen a numerosos y generalizados episodios de corrupción y de vulneración de la ley en el ejercicio de la práctica urbanística. Frente a los enfoques cortoplacistas, a la prevalencia de la visión especulativa en el uso del suelo, a la consideración privilegiada de determinados intereses en el diseño del planeamiento o al incumplimiento de las advertencias sobre los impactos ambientales, la autocrítica se impone como mecanismo necesario y a la par como soporte de una actuación más respetuosa con la legalidad y con los necesarios equilibrios a los que ha conducir una gestión integradora y sensible con las distintas realidades sociales y económicas  que conforman la urdimbre urbana.

2.         No es menor, por otro lado, el interés que suscita el proceso de racionalización, ajuste o redistribución aplicado a la gestión presupuestaria, ante la necesidad de adecuar la estructura del gasto a las posibilidades de los ingresos en un contexto supeditado a  los mecanismos de vigilancia del déficit y la deuda contemplados por la Ley. Disciplina coincidente en el tiempo con la reducción de las aportaciones proporcionadas por la actividad inmobiliaria y con la aplicación de las políticas encaminadas a mitigar la gravedad de las carencias sociales y de acentuación de la desigualdad exacerbadas por la crisis, Se impone un reequilibro entre inversión, solidaridad y transparencia que seguramente dará constancia de la destreza de los gobiernos municipales para conseguirlo, lo que tal vez redunde también en la reclamación, hasta ahora desatendida, de una reforma para la adecuada financiación de los Ayuntamientos que garantice la suficiencia financiera en los términos planteados por el frustrado Pacto Local en los años noventa.

3.         Y, finalmente, el observador contempla con atención de qué manera va a influir en la toma de decisiones el reconocimiento explícitamente otorgado a la participación de la ciudadanía, a la que, a tenor de las declaraciones y de los programas propugnados, se trata de conceder un mayor protagonismo y un papel de referencia obligada en el planteamiento de las políticas públicas concebidas como una función social y espacialmente equitativa en las que la persona ha de ser tratada como “ciudadano” y no como “cliente”. Es evidente que en este sentido, la posibilidad de fraguar nuevas pautas de comportamiento en la gestión de los municipios tampoco sea ajena a la necesidad de introducir un proceso de selección, mejora o corrección de los responsables públicos, superando las inercias en los comportamientos así como las mediocridades constatadas y poniendo a prueba su nivel de competencia, honestidad y preparación.

                   No hace mucho he publicado un trabajo alusivo a las estrategias de salida a la crisis. Sin entrar en detalles, las he identificado en torno a dos premisas claves: la cultura del territorio y la calidad institucional. Si por la primera se entiende el buen ejercicio de la acción pública apoyada en una adecuada utilización de los recursos y las potencialidades de un espacio desde el punto de vista sostenible, cuando se habla del papel a desempeñar por los responsables institucionales la autocrítica remite necesariamente a la importancia de sus comportamientos éticos y del nivel de sensibilidad hacia los problemas de las sociedades a cuyo servicio se encuentran. 


8 de abril de 2015

José María Martín Patino o la cultura del diálogo



El Norte de Castilla, 8 de abril de 2015



 

El reciente fallecimiento de José María Martín Patino recupera para la memoria una época decisiva en la historia de España y de nuestra Comunidad Autónoma. Siempre supo conciliar de forma magistral las tres facetas que convergían en su personalidad: la de religioso jesuita, la de intelectual comprometido con su tiempo y la de estudioso de la realidad que le rodea. Las tres vertientes fueron desempeñadas con autoridad, con sentido de la responsabilidad, con espíritu de equipo y con admirable capacidad conciliadora de posiciones encontradas. Marcaron con coherencia la trayectoria de una vida finalizada la víspera de su noventa aniversario.

 En la etapa en que le conocí gozaba ya  del notable prestigio que le había proporcionado su papel en la transición a la democracia cuando, como hombre de confianza del cardenal Tarancón, ayudó a éste a afrontar momentos difíciles en ese empeño por ofrecer una imagen diferente de la Iglesia católica española, más comprometida con los objetivos que entrañaba el proceso constitucional emergente. Misión satisfactoriamente cumplida, podía haber considerado que dicha experiencia  bastaba para colmar un proyecto vital que le había proporcionado alto grado de reconocimiento por parte de un amplio sector de la sociedad española. Su nombre en los libros de Historia estaba asegurado y, como se ha visto, con dignidad y respeto.


Sin embargo, aquello no representó una meta satisfecha sino un fecundo punto de partida: el que le llevó a acometer uno de los proyectos intelectuales más relevantes en la España de las últimas décadas del siglo XX. Junto a otros lo he vivido de cerca durante años y puedo dejar constancia de él. He tenido la oportunidad de seguirlo desde el día, ya a finales de los ochenta, en que Justino Duque, Catedrático de Derecho Mercantil y ex Rector de la Universidad de Valladolid, nos convocó  a un grupo de colegas en su despacho para  mantener una reunión de trabajo con Martín Patino. Fue un encuentro memorable. Se trataba de realizar por vez primera un estudio interdisciplinar sobre las implicaciones que habría de tener para Castilla y León la incorporación de España en las Comunidades Europeas. La iniciativa cristalizó en una obra colectiva, integrada en la colección Construir Europa (1991) y prologada por José Jiménez Lozano.


Supuso la primera toma de contacto con la Fundación Encuentro, la gran iniciativa intelectual y organizativa de Martín Patino, que había sido creada en 1985 con la intención de hacer de ella, y con ayuda de un equipo muy solvente de colaboradores directos, un espacio de reflexión y debate sobre las cuestiones  que afectaban a la vida española contemplada como un objetivo abierto a la clarificación de ideas y de horizontes en  sus más diversas perspectivas. Espacio de confluencia de personas de diversa adscripción ideológica, el balance conseguido por la Fundación Encuentro a lo largo de sus treinta años de existencia ha sido impresionante, aunque quizá no sea lo suficientemente conocido y valorado por la sociedad española. A lo largo de sus sucesivas ediciones, el Informe España. Una interpretación de su realidad social ha constituido un documento esencial, sin parangón, para conocer y valorar los cambios ocurridos en la evolución  del país en el amplio abanico de temas y tendencias que los reflejan. No creo que podamos disponer hoy en España de un acervo de información y análisis de tanta calidad y riqueza de contenidos. Cualquier investigación que se realice sobre los aspectos esenciales que estructuran la  realidad española de las últimas décadas no puede hacer caso omiso de este legado.

Junto a esta serie de análisis, cuya presentación pública justificaba año tras año la celebración en Madrid de un acto de gran resonancia social y mediática, la aportación bibliográfica de la Fundación Encuentro se desglosa en un nutrido catálogo de monografías y estudios, que han visto la luz al compás del interés, importancia y actualidad de los temas seleccionados. El hecho de que tales objetivos quedasen plasmados en obras relevantes y sin discontinuidades en el tiempo no puede entenderse al margen del procedimiento utilizado para alcanzarlos. Todo se resume en una expresión tan lapidaria como elocuente: el debate abierto como criterio y principio de actuación primordial. Ninguna de las aportaciones de la Fundación Encuentro veía la luz sin estar previamente sustentada en una reflexión compartida mediante el diálogo, la confrontación de argumentos e informaciones y la clarificación de propuestas a partir de ideas concurrentes. Los trabajos resultantes eran, a la postre, la manifestación de una labor colectiva, de equipo, muy elaborada, en la que la autoría personal quedaba inmersa en una relación de responsabilidades explícitas, cada una de las cuales asumía con su firma el resultado final, dado a conocer públicamente. 

 La coherencia, vertebrada por la importancia reconocida al debate como método de trabajo, marcó también el enfoque aplicado a las contribuciones que la Fundación dirigida por Martin Patino realizó sobre Castilla  y León. La serie de obras referidas a aspectos cruciales de nuestra Comunidad Autónoma (el envejecimiento, la industria agroalimentaria, la formación profesional, el turismo…) revelaron hasta qué punto se sintonizaba con los desafíos planteados por aspectos de gran trascendencia. La misma que tendría, a modo de ejemplo representativo también, el Proyecto Raya Duero o los Foros Pedagógicos impulsados en las áreas más críticas del occidente regional.  Su reconocimiento como Premio Castilla y León a los Valores Humanos 2010, promovido por varios municipios de la provincia de Salamanca, de la que era natural, no hizo sino reconocer unos méritos que sobrevivirán al paso del tiempo.

Todos los años escribía a sus amigos, colaboradores y patronos unas felicitaciones navideñas, de puño y letra, que son memorables. La recibida el pasado diciembre concluía con una reflexión, que en buena medida puede entenderse como el resumen de su legado: “la crisis, especialmente en nuestro ámbito político, suscita en nuestros días una especie de renacimiento de la sociedad civil. Su expresión más frecuente son los foros de diálogo que están surgiendo. Demuestran la inquietud de una sociedad descontenta con sus gestores públicos. Mi experiencia personal me induce a insistir en la cultura del diálogo y del encuentro. En el consenso no renunciamos a nuestras ideas. Las enriquecemos generando un pensamiento más rico y más humano”. Un texto que refleja la quintaesencia de su interesante personalidad. 

6 de octubre de 2014

Del "Espanya ens roba" al "Neccesitem Espanya"


El Norte de Castilla, 6 de octubre de 2014


Una mezcla de hartazgo, rabia y desazón parece haber cundido en una parte significativa de la sociedad española, abrumada por el espectáculo al que está asistiendo con motivo del desafío independentista catalán. Se ha escrito ya tanto sobre el tema, se han sacado a la luz tantos argumentos, emitido tantos sofismas y manifestado tal cúmulo de reiteraciones que difícilmente puede prevalecer la racionalidad en medio de ese descomunal pandemónium. En esencia, todo ha quedado reducido al nivel de simplificación que conlleva el empleo de una terminología simplista, apoyada en frases hechas, que, repetidas hasta la saciedad, dan la impresión de que se ha llegado a un callejón sin salida o, peor aún, a un escenario donde la incomunicación prevalece sobre el diálogo, la desavenencia sobre el encuentro, la ruptura frente a la integración. A la postre, se han levantado murallas, que impiden la reflexión sosegada y la argumentación razonable.
            Somos muchos los que nos preguntamos cómo se ha podido llegar a esta situación mientras, preocupados por ella, nos planteamos la incógnita sobre los factores que la han determinado o, lo que es más importante, si se hubiera podido evitar. Desde luego, no resulta fácil, ante el cúmulo de situaciones y argumentos superpuestos que se esgrimen para explicarlo, encontrar un hilo conductor que las engarce adecuadamente y establezca la necesaria jerarquía capaz de desentrañar la lógica de la secuencia que ha culminado en la transgresión legal en la que se ampara el llamado “derecho a decidir”.  Sin embargo, cabría entender que, en medio de esta maraña, donde las justificaciones redundantes imperan para encontrar una explicación convincente a lo que está sucediendo, no se ha puesto aún el énfasis debido sobre dos aspectos, que considero esenciales y merecedores de una especial atención.
            Uno de ellos tiene mucho que ver con la comprobación del proceso de empobrecimiento cultural que un sector de la sociedad catalana ha vivido como consecuencia de una política educativa sistemáticamente orientada en este sentido. No sorprende constatar hasta qué punto ha calado, especialmente en la juventud, la idea de que el espacio y la cultura de Catalunya nada o muy poco tienen que ver con las que caracterizan al conjunto del Estado. Sin que ello implique restar valor a las singularidades que  distinguen en este sentido a la comunidad catalana, se ha optado deliberadamente por establecer líneas de distanciamiento muy marcadas con todo cuanto pudiera representar los vínculos que la insertan en un contexto sin el que la realidad catalana tiene difícil o, en cualquier caso, insuficiente, explicación. La pérdida de conciencia de un pasado y de un destino compartidos es su secuela más grave.
            La Geografía y la Historia han sido víctimas propiciatorias de esta voluntad excluyente, empeñada en invalidar el papel decisivo que ambas disciplinas desempeñan en la construcción de una sociedad culturalmente cohesionada y debidamente formada. Si, en mi opinión, en ello radica una de las principales carencias e imperfecciones de la construcción intelectual del Estado autonómico, es evidente que cuando las actitudes proclives al reduccionismo y al menosprecio del diferente prevalecen frente al reconocimiento que las interrelaciones que definen la configuración de un territorio común, la trabazón de sus paisajes a la escala que les corresponde y la dimensión de los vínculos históricos, sociales y culturales forjados a través del tiempo,  la tendencia al ensimismamiento deriva en actitudes que acaban haciendo del nacionalismo un fenómeno retrógrado e irracional, hecho que ya denunciaba Kant en su época y que se ha convertido en uno de los pensamientos más nefastos de la historia. En ese caldo de cultivo no sorprende que cobren fuerte capacidad de impacto los slogans que atribuyen al Estado español un papel casi depredador de la cultura y de la economía catalanas. Moverse en el terreno de las frases manidas  deriva en la simplificación y la demagogia. Basta un mensaje elemental, simple y al tiempo contundente para inducir a quien lo escucha a identificar en él sus inquietudes, problemas e incertidumbres. El mensaje de Espanha ens roba ha tenido un impresionante efecto catalizador de las opiniones hasta el  punto de que basta solo mencionarlo para provocar un grado de irritación espontánea que se aviene mal con las comprobaciones que matizan e incluso cuestionan esa idea tan letal como falaz y demoledora.

            El segundo aspecto a considerar nos conduce necesariamente a las ostensibles carencias de que ha adolecido la voluntad de encontrar vías de actuación capaces de afrontar el pulso secesionista con argumentos que vayan mucho más allá de las posiciones archisabidas, esencialmente circunscritas a una batalla legal, en cuya resolución cabe contemplar también el peso que de cara a la sociedad pudieran tener las ideas que sustentan las posiciones defendidas por el Gobierno del Estado y el Gobierno de Catalunya. A este respecto, se echan de menos los esfuerzos por asentar, a través de la argumentación contundente y razonada, las bases que permitan despejar las incógnitas que el proceso plantea y, sobre todo, ilustrar convenientemente sobre sus fundamentos y sus repercusiones potenciales en aras de una mayor voluntad de entendimiento. Invocar la Constitución es sin duda obligado, pero afrontar el problema requiere muchísimo más. Requiere pedagogía política y voluntad de clarificación objetiva de los hechos. Requiere demostrar, con datos fidedignos, que, cuando un Estado se organiza bien, todas sus partes resultan beneficiadas, convirtiendo a la escala de colaboración entre ellas en el factor que permite afrontar los problemas, como sucede en Alemania, un Estado federal de impresionante solidez. En un mundo globalizado y al tiempo marcado por la dimensión de la diversidad, la configuración de un Estado bien articulado y fuerte constituye la mejor garantía de supervivencia individual y colectiva.  ¿Aguantarían los mensajes del nacionalismo rampante un debate riguroso, presentado ante la opinión pública? ¿Por qué no se celebra ese cara a cara tan necesario como ilustrativo entre los políticos defensores de las distintas opciones? Que se haga en la televisión, con la frecuencia necesaria, con datos, con informaciones objetivas, con ideas sólidas y consistentes. Con la verdad, sin demagogias ni tergiversaciones. Tal vez en ese escenario de contrastación sólida de las opiniones, no sería desacertado pensar que para no pocos catalanes el mensaje prevalente conduciría a la consideración de que, frente a las incertidumbres de la fractura, necessiten Espanya

25 de junio de 2014

Poderosos vientos de cambio en la Unión Europea



El Norte de Castilla, 25 de junio 2014

2014 va a ser un año decisivo en la historia de la Unión Europea. Se abre sin duda una etapa crucial en la historia del proyecto comunitario europeo.  Nada volverá a ser igual a partir de ahora, a poco que se tome nota de por dónde se encaminan las sensibilidades políticas de los ciudadanos tras las últimas elecciones al Parlamento Europeo. Todo un modelo de gobierno,  basado en un estilo de gestión escasamente sensible a los problemas de la mayoría social, ajustado a prioridades económicas que profundizaban en la desigualdad y en la exclusión de amplios sectores, se ha venido abajo. El mandato de Durão Barroso, al frente de la Comisión  ha sido una catástrofe sin paliativos, que ha minado los cimientos que en su día dieron sentido y razón de ser a la experiencia de integración supraestatal más importante de la Historia.
            Los factores que han contribuido a su puesta en entredicho han sido varios y se muestran al tiempo concurrentes.  Durante estos años han  aflorado movimientos que han demostrado la resistencia o inoperancia de la Unión Europea para ser fiel a sus objetivos de cohesión y convergencia, que marcaron desde el Acta Única (1986) uno de sus principios esenciales. Era evidente que  los movimientos que en la calle - cimentados en la "indignación" y en la rebeldía consecuente - reclamaban ser escuchados y atendidos,  tenían que hacer mella, tarde o temprano, en los procesos y en las estructuras institucionales. No era previsible que aquello quedase meramente limitado al clamor en las plazas y en las calles. No bastaba con la protesta, con la reivindicación, con la manifestación abierta de la rabia justificada, con la acampada y las proclamas incesantes y reiterativas. La incapacidad de las estructuras de poder para asumir lo que significaba esa oleada de insatisfacción, crecientemente expandida, ha derivado en una actitud de desafección y rechazo que inevitablemente tendría que cristalizar en el apoyo a opciones que  surgían con el propósito de dar cabida a ese malestar, a sabiendas de que transmitir la idea de que “no nos representan”  se mostraba, al fin, incompatible con el voto en blanco o la abstención. La búsqueda de la efectividad frente a la nada: no podían hacer otra cosa. Se trataba con ello de mostrar el desapego hacia los políticos, pero no hacia la política, porque bien se sabe que la política lo impregna todo y al margen de ella, y del poder que procura, nada es posible.       
            Los impactos brutales de la crisis, y su modo de gestionarla, se han encargado de incrementar ese caldo de cultivo, en el que se apoya la voluntad de encontrar alternativas viables a las pautas dominantes. En este empeño han unido sus voces y sus objetivos cuantos se han visto afectados por la devastación. De un lado, los jóvenes, que han asumido un protagonismo incuestionable, conscientes de que el futuro se les va de las manos y desean recuperarlo; de otro, los trabajadores que han acabado perdiendo la percepción de lo que es el trabajo como soporte vital; y también las clases medias, asustadas por el debilitamiento de sus posiciones, por la inseguridad a que se ven expuestas como consecuencia de las situaciones de desprotección que empobrecen su calidad de vida y provocan incertidumbres inasumibles en su visión del futuro. En ese clima de descrédito, desamparo, decepción y miedo se entiende la apertura del abanico electoral, que reduce significativamente el peso de las opciones que, organizadas en función de un bipartidismo muy sólido, hasta hace no mucho suscitaban un confianza que hoy se ha debilitado y, quizá para muchos, irreversiblemente desaparecido. 
            La tipología de esas opciones al alza es variopinta. A su amparo cobran posiciones insólitas los movimientos que cuestionan la misma idea de la integración europea para ampararse en la xenofobia, en el repliegue protector de las fronteras estatales, impermeables a la inmigración o, en el mejor de los casos, disuasorias para el que viene de fuera solo con su fuerza de trabajo. En otros casos, la elección se decanta hacia grupos que preconizan otra forma de hacer política, bien sea desde la izquierda solidaria, denunciadora sistemática de los atropellos y movilizadora de los que quieren dar sentido y concreción a sus sentimientos de indignación que con tanta fuerza han conseguido ilusionar y vertebrar a un sector importante de la juventud, o bien desde las posibilidades que, en las aguas siempre fluctuantes del centro, permiten a sus líderes desmarcarse de los viejos hábitos denostados para erigirse en los pretendidos artífices de una política en la que los compromisos en firme quedan desvaídos o simplificados, sin más estrategias aclaratorias que las que abundan en la apelación reiterativa a favor de la ciudadanía.  Y a ello cabe añadir en el caso de España la forzada simbiosis que el nacionalismo catalán ha pretendido establecer entre la proyección de su voz en Europa con la ruta en pos de la independencia, que es, en esencia, su motivación principal, tratando de ensamblar ambos procesos como parte de una estrategia común, que ha redefinido el mapa político catalán con perfiles nunca conocidos hasta ahora.
            En medio de este profundo ajuste global, la repercusión política de mayor trascendencia hacia el futuro concierne, en mi opinión, a la profunda crisis en que se halla sumida la socialdemocracia, ya que el voto conservador clásico, aunque pueda momentáneamente resentirse, tenderá al restablecimiento, pues en él los intereses siempre priman, a la postre, sobre las disensiones. Pero, ¿qué ocurrirá con la izquierda heredera del pensamiento que tanto ha contribuido a fraguar la Europa moderna y a afianzarla en el mundo como el espacio de la solidaridad y de la integración frente a los riesgos de la desigualdad? Seguramente será este aspecto el que en mayor medida acuse la ruptura - y el horizonte de incógnitas abiertas - que las elecciones al Parlamento Europeo 2014 han traído consigo. Una etapa de intensa y necesaria catarsis se abre para los herederos del socialismo europeo. La disyuntiva a la que se enfrentan es tan urgente como crucial. De su solución depende mucho el futuro de Europa



23 de junio de 2013

Los fundamentos esenciales de la marca España


El Norte de Castilla, 25 junio 2013


Cuando un país, como ahora sucede en España, persigue fortalecer su imagen mediante una política de acreditación hacia el exterior, que ponga al descubierto la dimensión y la relevancia de sus valores distintivos como factor de atracción, es que quizá algo falla en los rasgos de la proyección que se pretende ofrecer en el momento en el que tal objetivo se plantea. ¿Será porque son numerosos los claroscuros que se ciernen sobre ella? ¿O tal vez porque existe en sus destinatarios una visión distorsionada que, a juicio de quien trata de contrarrestarla, es preciso corregir?
Sea lo que sea, lo cierto es que en estos tiempos en los que prima la mercadotecnia en aras de la elaboración de un producto, amparado en cualidades que favorezcan su consideración positiva, es obvio que las posibilidades del intento están condicionadas por la fortaleza de los mensajes transmitidos y, sobre todo, por la solidez y continuidad de los argumentos en los que se apoyan. No todos los productos son iguales ni revisten la misma complejidad, pues su naturaleza difiere en función de lo que significan y del tipo de demanda hacia la que van destinados. De ahí el riesgo de simplificación que puede suponer el hecho de limitar una imagen a la presentación formal de ideas atractivas, nombres rutilantes  o referencias de gran impacto mediático que, aun no siendo baladíes, tienden más a confundir, dada su diversidad, que a aclarar el valor objetivo de los hechos con los que se trata de identificar, sobre la base de criterios bien definidos, la naturaleza de la “marca“ en cuestión.
            Frente al riesgo de banalización, que resulta de entender el reconocimiento  como la mera comercialización de un producto prefabricado, se impone la necesidad  de ratificarlo más bien como la expresión de una serie de valores intrínsecos que, debidamente relacionados entre sí y fortalecidos a través del conocimiento a gran escala que de ellos se consiga,  permitan su identificación coherente por parte de los destinatarios del mensaje, de modo que se conviertan en referencias sólidas, consistentes y alejadas de la fugacidad  con que habitualmente se plantean las campañas publicitarias.
            La experiencia revalida hasta qué punto el atractivo de un Estado es indisociable de las cualidades que lo caracterizan por encima de las coyunturas, de las modas efímeras o de las circunstancias específicas de una situación determinada. Admitiendo que la historia desempeña a este respecto una importancia decisiva, no es menos patente que la capacidad para sintonizar con los valores que sobreviven a la erosión del tiempo constituye la mejor garantía para entender lo que representa la defensa de unos caracteres firmemente cimentados. Y es que, más que una marca, tan propensa al reduccionismo en función de los limitados perfiles a que conduce su transmisión puntual, la imagen y el prestigio se construyen sobre pilares dotados de la suficiente consistencia como para justificar el hecho de que lo importante no es conseguirlos sino asegurar su perduración.
De ahí la conveniencia de clarificar bien lo que haya de entenderse como la imagen de España, que, más allá de los símbolos o emblemas propalados con tal fin,  no debiera quedar desprovista de los cuatro pilares que han de sustentar una proyección digna a la par que convincente, visible y con seguras perspectivas de futuro. Aunque no es posible detenerse en cada uno dado el espacio disponible, su consideración destaca la utilidad del engarce que entre ellos debiera producirse como fundamento de una estrategia de promoción basada en la calidad y en las credenciales que aportan las cosas bien hechas en aspectos sustanciales de la vida del país y a la vez de gran valor comparativo.
Si es evidente que el desarrollo de la plataforma científica e investigadora ocupa una posición primordial, hasta el punto de que las restricciones efectuadas en este sentido presentan un efecto demoledor para el reconocimiento de la categoría que se pretende, no es menos relevante, por otro lado, el predicamento que a un país proporcionan las aportaciones realizadas en el ámbito de la cultura y de la buena administración de sus valores patrimoniales. En ellos se asientan las formas de expresión que en mayor medida demuestran la capacidad creativa, libre, crítica e innovadora de una sociedad, susceptible de configurar una oferta dotada de la dimensión cualitativa que haga posible su reconocimiento internacional y el apoyo merecido, por encima de las frustraciones que pudieran derivar de un tratamiento basado en medidas sesgadas o entorpecedoras del adecuado despliegue de las fortalezas existentes en este sentido.
Y en la misma línea cabría hacer hincapié en la resonancia que, a efectos de consolidar una imagen favorablemente reconocida, posee el empeño de las administraciones para asegurar el buen funcionamiento de los mecanismos que hagan posible la cohesión social y económica de sus ciudadanos, garantizando la equidad y la eficiencia que procura las buenas prácticas aplicadas a la gestión de los servicios públicos esenciales. Objetivo básico que, para completar el elenco de factores que nos ocupan, no puede ser entendido al margen de los directrices inherentes a la preservación de la calidad y de los comportamientos éticos de su sistema institucional, pues no en vano -  y precisamente cuando se hallan lesionados por los defensores del corto plazo, del sálvese quien pueda y de la visión especulativa aplicada a las actuaciones que afectan a su ámbito de responsabilidad -  de su cumplimiento dependen el margen de respeto, la  seguridad jurídica y la efectividad del marco regulador en los que se amparan tanto los derechos de los propios como la confianza asumible por parte de los ajenos.
En definitiva, ciencia, cultura, cohesión socio-económica y calidad institucional: las cuatro “c” de la marca España, los fundamentos que han de arropar la credibilidad y los méritos objetivos de nuestro país.



27 de abril de 2011

La desafección de la política: riesgos y desafíos



El Norte de Castilla, 27 de abril de 2011


No es frecuente escuchar en los discursos políticos a los que estamos acostumbrados reflexiones como las efectuadas por el Presidente de la Junta de Castilla y León en la ceremonia de entrega de los Premios 2010, a propósito de la desafección mostrada por los ciudadanos respecto de quienes desempeñan responsabilidades en el ámbito de la política. Resulta alarmante comprobar cómo las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas reiteran insistentemente la consideración peyorativa con la que los ciudadanos contemplan la labor de los políticos, situándola en los primeros niveles de preocupación y malestar. Lejos de remitir, esta tendencia parece arraigada hasta el punto de que sus planteamientos más críticos han acabado por generalizarse sin apenas establecer distingos entre quienes asumen responsabilidades públicas con sincera voluntad de servicio a la sociedad y quienes, en cambio, entienden su vinculación al espacio público como una prolongación de sus propios intereses, ajenos a la obligada línea de separación que ha de imponerse entre lo público y lo privado.


Y es que, cuando ambas esferas se confunden hasta el extremo de que lo segundo prevalece sobre lo primero, el efecto es muy perjudicial para la calidad y fortaleza de la democracia, que se dice defender. Da lugar a la aparición de esa especie de círculo vicioso del que a menudo se habla para significar la erosión que a la democracia provoca una creciente actitud de desconfianza cívica, progresivamente manifestada en un alejamiento del debate político que acaba convirtiendo los procesos electorales en la expresión resignada de una responsabilidad rutinaria, asumida como algo inercial que redunda en el aumento de la abstención y, en cualquier caso, en el reconocimiento escéptico de que muy poco o nada se puede hacer para afrontar la magnitud de los problemas.

Y sorprende que eso ocurra cuando el distanciamiento de la política convencional encuentra un contrapunto cada vez más marcado en el auge de los movimientos que orientan la sensibilidad de mucha gente hacia formas asociativas diversas con las que encauzar las inquietudes que sólo pueden tener sentido en el contexto de las diversas modalidades de participación, cooperación y solidaridad que, surgidas como expresión de un deseo de pertenencia a proyectos de significación común, acaban siendo asumidos como opciones alternativas a las formas tradicionales de intervención en la vida pública. Cabría preguntarse hasta qué punto el fenómeno de las redes sociales, construidas al amparo de esa poderosísima herramienta de comunicación e información en que se ha convertido Internet, añade otra dimensión más en tal dirección. Sus posibilidades están en la base de significativas movilizaciones en los últimos tiempos y, en cualquier caso, representan otra contribución más al inmenso caudal de posiciones compartidas con voluntad crítica y al tiempo concurrentes en pro de ese llamamiento a la “indignación” colectiva, invocado por la exitosa obra de Stéphane Hassel.

Analizado con la perspectiva necesaria, todo parece indicar que en el panorama de la reflexión social impulsada desde estos foros emergen con especial vigor las corrientes que preconizan la consecución de un objetivo primordial que, centrado en la pretensión de mantener una actitud vigilante respecto a las decisiones del poder institucional, orienta sus capacidades potenciales hacia la manifestación explícita de sus planteamientos a través de sus propios foros y hacia la implicación efectiva en actuaciones que operan como banderas de enganche de posturas individuales. De cómo se efectúe el engarce entre uno y otro nivel depende la calidad del modelo de relaciones que estructura el funcionamiento de una sociedad moderna, en la que, partiendo de la legitimidad que corresponde a los instrumentos basados en las normas electorales constitucionalmente establecidas, el concepto de participación ciudadana ocupa una posición muy destacada en el debate sobre el modo de entender y ejecutar las políticas públicas, identificado además como uno de los pilares en los que se fundamentan los enfoques aplicados al buen gobierno del territorio.

Sin embargo, ante las situaciones de fractura que derivan en la pérdida de confianza mutua y, por tanto, en el descrédito de la política institucional, surgen inevitablemente dos preguntas esenciales: ¿cómo recuperar la confianza perdida? ¿de qué manera dignificar lo que la política representa como expresión de la voluntad popular y como tarea al servicio de los intereses de una sociedad compleja, necesitada de referencias a las que acogerse como garantía de su propia seguridad? En aras de la precisión podríamos sintetizar las respuestas en una que las engloba todas. Tiene que ver con la defensa inequívoca de los principios éticos inherentes a la defensa del concepto de la política como servicio público. Invocarlos de cuando en cuando suena bien pero sabe a poco si se reduce a una proclama circunstancial y su cumplimiento no se percibe como el reflejo de una decisión firme, aplicada con energía cuando se detectan comportamientos y acciones que los vulneran sin que se haga nada para atajarlos de raíz. No bastan los códigos éticos elaborados de cara a la galería. La política es algo demasiado serio para limitar el respeto que merece al mero juego de las buenas intenciones. Y es que el ciudadano, demasiado escarmentado ya, sólo percibe que el ejercicio de la política cobra la dignidad deseada cuando los que la ejercen logran transmitir una visión ejemplarizante de los valores que distinguen a la democracia en su acepción más íntegra.

3 de abril de 2009

EVIDENCIAS Y RECTIFICACIONES



El Norte de Castilla, 3 de Abril de 2009


Es probable que la profunda crisis en la que está sumida la economía contemporánea obligue a revisar muchos de los argumentos que en los años de expansión y bonanza eran casi axiomáticos. Durante mucho tiempo ha dado la impresión de que el modelo estaba consolidado, merced a unas tasas de crecimiento más que satisfactorias, una tendencia del empleo al alza, una capacidad adquisitiva que, contemplada como estable y duradera, permitía acometer consumos de gran envergadura, soportados por endeudamientos atendibles sin riesgos aparentes. El mismo concepto de globalización fue entendido más como garantía que como cautela, convencidos de que la movilidad a gran escala del capital siempre sería beneficiosa para el funcionamiento de un sistema, que encontraba precisamente en la ausencia de fronteras la razón en la que se amparaban las previsiones hacia una distribución generalizada de la riqueza. Ante un escenario tan confortable, todo abundaba a favor de la puesta en entredicho de cualquier mecanismo operativo de control y vigilancia.


De esa misma postura participó España a lo largo de la última década. No hay que hacer excesivo esfuerzo de memoria para darse cuenta de que apenas se habló de economía en aquella larga etapa. La inercia del crecimiento enmascaró la debilidad de los cimientos sobre los que se sustentaba, sin importar mucho los efectos producidos, los enormes costos ambientales e incluso las corrupciones y denuncias que eran archiconocidas antes de que la justicia comenzase a intervenir. El debate político fue muy pobre, crispado en exceso y centrado a menudo en cuestiones que antepusieron la confrontación al acuerdo, creando fracturas que aún no se han superado. De pronto, y aunque ya existían señales de alarma que apuntaban a la finalización de la etapa expansiva, sobrevino la crisis con manifestaciones que tardaron mucho tiempo en ser reconocidas en toda su gravedad.


La magnitud del problema, y las derivaciones que está presentando, evidencian muchas insuficiencias, que conviene destacar. Revela falta de visión anticipatoria y prospectiva, capaz de detectar las limitaciones de un modelo de crecimiento insostenible. Acusa, por otro lado, la ausencia de mecanismos para acometer soluciones con visos de efectividad a medio y largo plazo. Pone al descubierto carencias muy serias desde el punto de vista estratégico, por lo que respecta a la solidez de la política industrial y el fortalecimiento de una vigorosa cultura empresarial. Y es contundente, en fin, a la hora de destacar las dificultades a que el país se enfrenta cuando se trata de abordar los problemas de esta dimensión sobre la base de compromisos asumidos por las organizaciones, a la par que se detecta una posición débil o, en todo caso, menos fuerte de lo que se creía en ese escenario internacional en el que sólo priman quienes poseen peso específico en la toma de decisiones de gran alcance.


Cada una de estas evidencias requeriría un tratamiento pormenorizado, que aquí resulta imposible. Pero sí destacaré, de entre ellas, dos ideas que considero pertinentes. La primera tiene que ver con la necesidad de redefinir el modelo estratégico que España necesita para lograr salir de la crisis. No es, desde luego, tarea fácil ni seguramente cómoda, pero algo, y muy importante, hay que hacer si se desea pasar de las terapias puntuales y de corto horizonte a iniciativas con visos de perdurabilidad. Por más que las medidas adoptadas a escala mundial deban ser tenidas en cuenta, es obvio que las de carácter nacional resultan trascendentales.


En realidad, bastaría centrar este modelo en una visión primordial, esto es, la que prima la incentivación de una cultura empresarial, tan alejada de la consideración laudatoria que han merecido carreras meteóricas basadas en la especulación y el enriquecimiento fácil como proclive a la defensa de las que, en cambio, se decantan a favor del sentido del riesgo, de la innovación, de la mejora de la productividad y de la capacidad competitiva del país. en la línea que abunda a favor de un "capitalismo de los empresarios" frente a un "capitalismo de los especuladores." Una cultura empresarial que evite disfunciones como la de ser una gran potencia en la fabricación de automóviles cuya capacidad estratégica de futuro se encuentra condicionada al no disponer de patentes de vehículos propios o la de ver cómo se pierde poder de decisión ante la deriva en que se han visto inmersos importantes proyectos empresariales tras su privatización, de lo que es ejemplo la lamentable trayectoria seguida por ENDESA, por no hablar de las ventajas que hubiera supuesto en circunstancias críticas la disponibilidad de una sólida banca pública, que ahora tanto se echa de menos.


Y, por otro lado, no es escasa la relevancia que se ha de otorgar al restablecimiento de la confianza institucional. En una estructura de poder fuertemente descentralizada la toma de decisiones anticrisis obliga necesariamente al fortalecimiento de directrices apoyadas en el acuerdo y en la negociación. Si importante es el diálogo social, la cuestión clave remite al engarce que en situación cercana a la emergencia pudiera fraguarse entre el Gobierno central y los de las Comunidades Autónomas. No sorprende, por tanto, que muchos ciudadanos se pregunten, asombrados, cómo es posible que a estas alturas no haya tenido lugar, al máximo nivel, ningún encuentro o debate planteado en este sentido entre ambos niveles de la administración pública, implicando al tiempo a los Ayuntamientos, con el fin de interpretar la gravedad de los problemas, efectuar un diagnóstico riguroso al respecto y asumir responsabilidades compartidas frente a riesgos y desafíos que a todos conciernen sin excepción, dada su relevancia como problema de Estado y habida cuenta de que es precisamente a esta escala como se están abordando los problemas en los principales países de nuestro entorno.

3 de febrero de 2009

ENTRE LOS DESEOS Y LA REALIDAD



El Norte de Castilla, 3 de Febrero de 2009



"Lo mismo que rechazo ser un esclavo, rechazo ser un dueño”. Con frases como ésta, tomada de Abraham Lincoln, Barack H. Obama enardeció a la multitud que le acogió en Washington, ante el Memorial que recuerda a quien abolió la esclavitud, dos días antes de su toma de posesión como Presidente de los Estados Unidos de América. Expectación, esperanza, ilusión, confianza, entrega. Nunca habíamos visto un sentimiento de apoyo como el que la sociedad norteamericana ha mostrado hacia el hombre nacido en Honolulu hace 47 años, merecedor de un reconocimiento que, según las encuestas, emana de casi el 70% de los ciudadanos norteamericanos, incluyendo entre ellos a muchos de los que en su día apoyaron a John Mcain. “Todo ha cambiado desde el 4 de Noviembre del 2008”, afirman cualificados representantes de la sociedad estadounidense, dando entender que más que un cambio lo que realmente se ha producido con la elección de Obama es una "revolución".


¿Una revolución?, ¿qué revolución?, ¿hacia dónde?. ¿Hasta qué extremos y con qué niveles de esperanza están depositadas estas expectativas, que comparten norteamericanos y ciudadanos de todo el mundo, deseosos de eliminar de su vista cuanto antes la siniestra imagen del tandem Bush-Cheney y su camarilla, para experimentar la agradable sensación de que otra forma de gobierno en Estados Unidos y de cara al mundo es posible?. Sin duda, esta necesidad de ruptura ha sido determinante en el triunfo de la opción demócrata, de la que al final han participado muchos partidarios del otro candidato. Pero también ha contribuido el convencimiento de que la desastrosa deriva a la que había llevado al país la gestión del incompetente tejano requería una drástica solución alternativa, necesariamente correctora de estilos, pautas, acciones y omisiones que han dejado tras de sí un panorama desolador. Tras el desastre, sobreviene inevitablemente, por necesidad psicológica e higiene mental, la esperanza.


Durísima tarea la que le espera al que fuera senador por Illinois. De momento la ilusión prevalece sobre la contundencia de los hechos. Priman los deseos sobre la realidad. Se antepone la esperanza a la percepción de los límites que la obstaculizan. Con todo, en breve acabará imponiéndose la prudencia y hasta es posible que no tarde en aflorar la decepción a sabiendas de que los procesos de cambio en la historia son mucho más lentos de lo que se desearía, por mor de las inercias e intereses que los obstaculizan. Es muy probable que la política de Obama a corto plazo se centre en suturar las heridas abiertas en su propio país, entre otras razones porque hay muchos sectores que lo han apoyado no dispuestos a esperar en exceso a que se note que algo está cambiando a mejor para ellos. Ligeros retoques en la política internacional – con el problema de Oriente Próximo como factor determinante de su mensaje global - tratarán de demostrar que el camino hacia la paz se sitúa en los antípodas del sectarismo y la brutalidad de su predecesor. Y poco más.


A partir de ahí, cuando transcurra un año de mandato, el fiel de la balanza comenzará a moverse en un sentido u otro. Habrá muchos síntomas que revelen el sesgo de la tendencia. Mas si la reacción que ello pueda provocar no le será difícil detectarla en su propio país, el termómetro del mundo podría ofrecerle también al Sr. Obama un indicador que modestamente me permito sugerirle: al filo del segundo semestre de 2010, le convendría volver a Berlín y apreciar el grado de apoyo que aún merece de la sociedad europea, que tanto le agasajó aquel 24 de Julio de 2008 cuando fue aclamado por más de 200.000 personas en los jardines de Tiergarten. Aunque ahora regrese como Presidente, volver a tener la experiencia del clamor popular al pie de la columna de la victoria de Siegessäule puede depararle una experiencia inolvidable para valorar lo que realmente pasa cuando los deseos se convierten, o no, en realidad. Entonces ya no queda más que la realidad, con toda su brillantez o toda su crudeza.