El Norte de Castilla, 21 de abril de 2018
Abordar
el problema de la despoblación en las áreas rurales se ha convertido en un tema
tan reiterado en la estimación de la importancia que tiene como impreciso
cuando se trata de acometer medidas encaminadas a su resolución. Observo que,
pese a la relevancia que se le otorga, no son aisladas las voces que admiten,
con resignación o sin ella, que hay que asumirlo como uno de los efectos
ineludibles del signo de los tiempos a favor de la concentración demográfica en
áreas urbanas, por más que en una parte significativa de éstas sean también
perceptibles los síntomas de la crisis poblacional en que se hallan sumidas las
sociedades en Europa. Es probable que, ante este hecho, estemos asistiendo a
una modificación de las reflexiones que han encauzado hasta ahora el sentido
del debate, a medida que adquiere una dimensión global, asociada a los efectos
provocados por la concatenación de los diversos factores a los que atribuir la
crisis demográfica detectada en la segunda década del siglo XXI y
particularmente a raíz de la crisis desencadenada en 2007. Basta leer el
excelente análisis realizado por los geógrafos José María Delgado y Luis Carlos
Martínez (Población, Demografía e Inmigración, Consejo Económico y Social de Castilla y León, 2017) para
valorar en toda su dimensión, tanto cronológica como espacial, la magnitud del
fenómeno a escala nacional y regional.
Enfrentados
a esta perspectiva, y reconociendo que se trata de uno de los más importantes
desafíos que ponen a prueba el sentido de la eficacia y la equidad de las
políticas públicas y de quienes las gestionan, la cuestión estriba
fundamentalmente en valorar el alcance de los instrumentos concebidos para dar
respuesta a la regresividad de la tendencia o, mejor aún, para neutralizarla. A
la vista de los resultados obtenidos, las estrategias adoptadas en esta
dirección han quedado muy lejos de las pretensiones previstas, cuando no se han
visto clamorosamente frustradas. Nadie ha justificado hasta ahora el rotundo fracaso
de la Ley de Desarrollo Rural Sostenible de 2007, al parecer definitivamente
relegada al baúl de los recuerdos. Tampoco se sabe nada de las cincuenta
medidas lanzadas a bombo y platillo para luchar contra la despoblación por la
Comisión de Entidades Locales del Senado en 2016. Y, por lo que respecta a
Castilla y León, ya me he hecho eco en numerosas ocasiones de la sensación de
impotencia que provoca la congelación a que se encuentra sometida la aplicación
de los métodos y el cumplimiento de los objetivos previstos en las normas
relativas a la ordenación integral de su vasto y contrastado territorio. Da la
impresión de que en el tratamiento del problema las líneas de actuación que se
proclaman, a menudo tan enfáticamente, están caracterizadas por un proceso reiterado
en función del cual a la propuesta de iniciativa sucede de inmediato la
dilación o el abandono de su puesta en práctica. Dicho de otro modo, nunca ha
existido la correspondencia lógica que debiera haber entre la orientación
estratégica preconizada y la voluntad de implementarla.
Es bien sabido que el debilitamiento demográfico de un
territorio solo se afronta satisfactoriamente creando las condiciones que disuadan
del abandono por parte de quienes residen en él. También la experiencia avala
la necesidad de que estas condiciones se encuentren bien complementadas desde
el punto de vista económico y social. De
su conjunción dependen las políticas de vitalización demográfica. Las económicas
tienen que ver con la posibilidad de empleo y de crecimiento en un contexto de
diversificación productiva y de respaldo a la capacidad de iniciativa
individual y de grupo. Y las sociales con la existencia de un entorno de confianza,
de realización personal y de relación satisfactoria.
Si hasta el momento las grandes actuaciones encaminadas a
corregir la despoblación se han mostrado fallidas, postergadas o claramente
insuficientes... ¿qué importancia cabría asignar a aquellas actuaciones
susceptibles de favorecer el aprovechamiento de las posibilidades asociadas a
la eliminación de los desequilibrios qué estructuralmente han impedido a
amplias áreas del territorio estar debidamente integradas en la sociedad del
conocimiento y la información, soportada y estructurada a través de Internet? Y
es que, ante la constatación incuestionable de que la mejora de la conectividad
virtual permite la difusión del crecimiento y la minoración de los costes
tradicionalmente determinados por la distancia, no es difícil llegar a la
conclusión de que esforzarse de manera prioritaria en la configuración
equitativa y eficiente de esta dotación básica constituye un requisito
primordial sobre el que proyectar cuantas medidas adicionales pudieran
materializarse de acuerdo con las convincentes lecciones extraídas de la
experiencia comparada en escenarios europeos afectados por la desvitalización
demográfica o poblacional.
Conviene traer a colación este hecho tras la declaración
efectuada por el presidente del Gobierno español el 20 de marzo de 2018, cuando
afirmó en la ciudad de Teruel que la totalidad de los
municipios españoles tendrá conexión de banda ancha antes de 2021 a una
velocidad de 300 megas por segundo, con una cobertura que afectaría al 95 por
100 de la población. Se habló entonces de una inversión de 525 millones de
euros. No es una iniciativa que deba sorprender, pues ya estaba contemplada
como una de las directrices esenciales de la Estrategia Territorial Europea
(1999) y la propia Agenda Digital
Europea ha fijado el año 2020 como el horizonte temporal para que todos los ciudadanos de la Unión,
residan donde residan, tengan acceso a
conexiones de esta entidad. Su impacto espacial será relevante, ya que afectará a cuatro millones de hogares y a nueve millones de personas residentes en el mundo rural. Y, aunque, en virtud de la experiencia adquirida,
el escepticismo parece de momento la actitud más aconsejable, observando además
la poca atención que al tema se dedica en el proyecto de Ley de Presupuestos Generales del Estado 2018, habrá
que estar atentos a la aplicación de esta importante iniciativa, a sabiendas de
que quizá se trate de la (pen)última esperanza.