El Norte de Castilla, 21 de Mayo de 2001
Al plantear esta pregunta nada más lejos de mi ánimo que poner en cuestión la fuerte personalidad portuguesa, hacer cábalas sobre una impensable crisis de identidad o suscitar duda alguna acerca de la creciente posición que el vecino país ibérico ha ido adquiriendo en Europa desde la caída de la dictadura salazarista y el inicio del rumbo que le proyectaría hacia el continente, hasta integrarlo de lleno, y a la par que España, en las estructuras comunitarias. Quien haya prestado un mínimo interés por lo ocurrido en Portugal durante la última década no ha podido permanecer indiferente a las decisivas transformaciones que han modelado su territorio al tiempo que dado origen a una sociedad y una economía que nada tienen que ver con el deprimente y sórdido panorama ofrecido en la etapa previa al estallido de la democracia hace ahora veintisiete años. Pero no es menos cierto que, pese a la proximidad física y al hecho de compartir la balsa de piedra, tan dura y desoladamente descrita por José Saramago, no les ha sido estimulante a los españoles entender y valorar lo que sucede al otro lado de la raya, identificada por Eduardo Barrenechea como una especie de telón de corcho, impermeable y opaco al conocimiento recíproco y a la búsqueda, siquiera sea como simple curiosidad, de los aspectos, caracteres y valores que engarzan los espacios más allá de las rupturas provocadas por
Sensible a este tema, tengo lo impresión de que la atención que desde España se ha prestado a Portugal ha estado siempre muy por debajo de las posibilidades y alicientes que ofrecía la tierra de José Cardoso Pires, Alvaro Siza, Miguel Torga, Orlando Ribeiro o Dulce Pontes, por mencionar algunos de los nombres que mejor acreditan, a mi juicio y desde los diferentes campos de la cultura, las profundas sutilezas de la creatividad portuguesa. Sin duda nos atrajeron los acontecimientos que conmocionaron para bien la vida política del país a mediados de los setenta, sentimos como propias las experiencias que proyectaron al mundo la nueva sensibilidad alentada por el frescor de una ruptura democrática singular y poco a poco nos fuimos dando cuenta de que, frente al tópico y a la banalidad motivados por la ignorancia voluntaria, emergía una realidad bien diferente que era merecedora de todos los respetos en los foros intelectuales, políticos y empresariales de
Sin embargo, estas manifestaciones de interés por lo que sucede en Portugal no se mantienen en el tiempo con la fuerza que debieran. Y que con frecuencia adolecen de la falta de continuidad en el esfuerzo que comúnmente requiere el descubrimiento de lo ajeno, sobre todo cuando es complejo y las peculiaridades que lo definen sólo pueden ser desentrañadas mediante una actitud abierta y receptiva en la que se funden la sensibilidad por descubrir el valioso significado de la diferencia y la voluntad proclive a la puesta en evidencia de argumentos y líneas de encuentro, susceptibles de favorecer la búsqueda creativa de complementariedades, a menudo desconocidas o infravaloradas por los efectos e inercias derivados de un desconocimiento o distorsión seculares.
Mal que nos pese, tal es la tendencia que lamentablemente se percibe en Castilla y León de forma mucho más nítida que en las otras regiones que bordean el límite fronterizo. No son escasos, en efecto, los elementos de juicio que avalan la afirmación de que las ventajas y posibilidades permitidas por la libertad de movimientos a uno y otro lado de la muga no han sido aprovechadas de igual modo y con la misma riqueza de opciones que hoy vemos desplegarse con vigor desde A Guarda hasta Ayamonte, con un impacto que rebasa con amplitud la línea estricta de separación política para incidir notoriamente en los espacios y ciudades cada vez más alejados de ella. Por el contrario, donde la imagen de discontinuidad real mantiene toda su fuerza es precisamente en el espacio configurado por nuestra Comunidad y las Regiones del Norte y del Centro de Portugal, que sin apenas matices o excepciones siguen mostrándose como mundos separados, de espaldas uno al otro, reacios a conocerse y, lo que es más preocupante, marcados por prejuicios que se resisten a desaparecer.
Llama la atención, empero, que este panorama dominado por el distanciamiento y la lejanía en la percepción de los hechos y las circunstancias que les modelan sucede a una etapa en la que todo parecía indicar que, al fin y tras décadas de inactividad, se estaban fraguando con ilusión los cimientos de una relación basada en el deseo compartido de establecer pautas de actuación favorables al enlace y a la puesta en común de iniciativas de los que sólo cabría esperar resultados positivos para ambas partes, aunque con la conciencia de que sólo a medio plazo podrían ser factibles y consistentes. Con este espíritu vieron la luz proyectos sugerentes como la creación de
Son experiencias numerosas, dignas de ser valoradas en origen como reflejo de una voluntad de descubrimiento mutuo, pero de balance precario cuando no aparecen sumidas casi todas ellas en la atonía y en el mero planteamiento testimonial. Si en su concepción han sabido responder a las motivaciones que las justifican, de su aplicación efectiva y resuelta depende no sólo el que Castilla y León logre acreditarse en su indispensable relación con Portugal sino el que también los espacios fronterizos consigan superar la profunda desvitalización que les afecta, sólo posible cuando las relaciones se planteen a gran escala y no queden circunscritas a los espacios divididos por la raya. De ahí el significado de la pregunta que encabeza este texto: como inquietud y, sobre todo, como llamada de atención.