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29 de octubre de 2017

Cataluña, imprescindible




Este artículo fue publicado en la edición de El Norte de Castilla del 28 de octubre de 2017, un día después de que el Parlament de Catalunya aprobase por 70 votos de sus 135 miembros una resolución (ilegal) por la que se insta al Govern a la aplicación de los mecanismos encaminados a la puesta en marcha de la independencia de la Comunidad Autónoma como república independiente de acuerdo con una llamada Ley de Transitoriedad, suspendida por el Tribunal Constitucional de España. No fue, por tanto, una declaración de independencia legal ni ha obtenido reconocimiento internacional alguno, pero sí representa una fecha clave en la Historia de España, que atañe decisivamente al futuro del Estado español y a la convivencia entre los españoles. De ahí la necesidad de reflexionar sobre ello:




Las sensibilidades personales se nutren y construyen a partir de las experiencias que la vida depara a lo largo del tiempo en función de las relaciones mantenidas con los otros.  Forman parte de un proceso de enriquecimiento gradual de la personalidad, lentamente construido e indisociable de las referencias acumuladas a través del encuentro y de la confluencia de sensibilidades, al principio descubiertas y posteriormente compartidas en un juego de reciprocidad creativa que trata de sobrevivir a las circunstancias y a los factores de alteración o distorsión que eventualmente pudieran surgir sin estar previstos de antemano.


            Vienen a cuento estas consideraciones al constatar la importancia que seguramente para muchos españoles han tenido, de una u otra manera, los vínculos mantenidos con Cataluña y quienes residen en ella. La tierra que vio nacer, entre otros, a Salvador Espriu, a Jaume Vicens Vives, a Pau Vila o Isabel Coixet ha ejercido ese papel que el geógrafo Roger Brunet ha calificado, desde su atalaya mediterránea de Montpellier, como “espacio de polarización permanente de flujos multidimensionales”, o, más simplemente, como ámbito al que acudir para satisfacer las apetencias que, en general, se identifican con aquellas opciones de relación susceptibles de proporcionar resultados beneficiosos e interesantes. La verdad es que pocas comunidades como la catalana han desempeñado de forma tan reiterada como masiva esta función en la España integrada que entre todos hemos configurado y sostenido.


            Y no ha sido este atractivo un baluarte apoyado en los distintivos que el nacionalismo ha tratado, selectivamente, de impulsar como fundamento de una carrera conducente a la secesión, sino, por el contrario, lo han sido aquellos valores que resaltan la dimensión universalista y cosmopolita de cuanto se hace, escribe y produce la sociedad catalana. En ellos reside su principal virtualidad, el engarce de elementos y valores que conducen la mirada hacia las tierras nordestinas de la Península ibérica en mayor medida que las orientadas en otras direcciones. Y en este sentido, no es sorprendente recordar cómo, a medida que se tramaba en España el modelo autonómico, las querencias principales repudiaban cuanto sucedía en Madrid, ciudad estigmatizada durante décadas por el centralismo,  para canalizarse prioritariamente hacia los territorios cuyas identidades eran valoradas como signos de progreso, de admiración y de libertad, y en los que muchos de fuera queríamos vernos reflejados. Las calles del país se llenaron durante bastante tiempo con los clamores que reivindicaban Estatutos de Autonomía, particularmente ejemplificados en el de Cataluña, de donde provenían al tiempo, y mientras se celebraba la recuperación de la Generalitat y el regreso de Josep Tarradellas,  las canciones – ay, l' estaca, hoy degradada e inservible,  de un irrelevante Lluis Llach – que, convertidas en símbolos casi mitificados, ejemplificaban en la región articulada en torno a Barcelona  la quintaesencia de la conquista de las libertades en los años inciertos de la Transición.


            Ahora bien, más allá de las actitudes  políticas como expresión de una proximidad y de una solidaridad hacia lo catalán en tiempos convulsos para todos, conviene insistir en aquellos argumentos, sustentados en vivencias, que abundan a favor de lo que significa Cataluña como una realidad de la que resulta muy difícil o, mejor aún, imposible, desprenderse. Y es que, como bien señala Fradera, "la historia del catalanismo es la historia de esta compleja síntesis entre construir el país y definir sus aspiraciones, mientras se participa en el mercado político, administrativo y económico español".  Es obvio que cada cual dispone de una perspectiva propia a partir de la cual extrae los elementos de juicio que le permiten valorar el alcance y el significado de lo que particularmente ha supuesto el contacto con el territorio y la sociedad catalanes. Mas, en cualquier caso, tres aspectos esenciales cobran relevancia en este proceso de valoración. Lo son, en efecto, los que se relacionan con la capacidad empresarial, con la vitalidad cultural y con las posibilidades que derivan de las satisfacciones deparadas por los espacios de acogida, ya ocasionales o permanentes.  

          Sin embargo,  todo ese cúmulo de satisfactorias percepciones, emanadas de un ensamblaje que normalmente ha funcionado bien se ha visto lesionado hasta desembocar  en desavenencias que parecían impensables hace apenas una década. Surge entonces el deseo de encontrar una explicación convincente a la desestructuración de una de las sociedades más dinámicas e innovadoras de España, como ha sido la catalana, sumida hoy en la confrontación, en el insulto, en el rechazo inmisericorde hacia el discrepante. Una sociedad patológicamente fracturada, que se encamina hacia la ruina económica y hacia la marginalidad en el espacio común europeo. El reverso de lo que fue.  proceso que se fragüe en un día, como tampoco lo fue en Euskadi. Se construye a lo largo del tiempo, implacable y destructivo como la gota malaya. El recurso a la tergiversación obsesiva de la historia, al tópico descalificador, al desprecio hacia la diferencia, al rechazo sin precauciones ni restricciones, van creando poco a poco, y sin reversión posible, ese caldo de cultivo que, al fin, cristaliza en el odio sin paliativos hacia "lo español". Es la inoculación gradual del fascismo. Todo, hasta lo nimio y coyuntural, forma parte de un pretexto, todo es aprovechable, para agravar la fisura que no cesa. La identidad como paradigma divisor, la "patria" como refugio exclusivo. Comportamientos reaccionarios, antitéticos del progreso y la solidaridad. Qué hacen los que se dicen de izquierda secundando tanto disparate?

Y, aunque bien es verdad que, por fortuna y a diferencia de Euskadi, la violencia criminal no ha dominado en el espacio catalán, no es menos cierto que las rupturas de la amistad, las disensiones familiares, la pérdida de las confianzas antes construidas, las conversaciones evitadas para no molestar, la prevalencia de la sospecha hacia el que no piensa en clave identitaria como actitud permanente y dogmáticamente asumida, la incapacidad para reconocer que las fronteras lesionan la convivencia, se muestran como legados funestos transmitidos con la velocidad de la pólvora por los aberrantes caminos de irracionalidad hacia los que ha conducido en España, uno de los países más descentralizados del mundo, el nacionalismo de boina y barretina.

          No es un proceso que se fragüe en un día. Se construye desde el poder a lo largo del tiempo, implacable y destructivo como una gota incesante. El recurso a la tergiversación y manipulación obsesivas de la historia, al tópico descalificador, al desprecio hacia la diferencia, al rechazo sin precauciones ni restricciones, van creando poco a poco, y sin reversión posible, ese caldo de cultivo que, al fin, cristaliza en el odio sin paliativos hacia "lo español". Es la inoculación gradual del nacionalismo excluyente. Todo, hasta lo nimio y coyuntural, forma parte de un pretexto, todo es aprovechable, para agravar la fisura creciente. La identidad como paradigma divisor, la "patria" como refugio exclusivo y discriminante. Comportamientos reaccionarios, antitéticos del progreso y la solidaridad. De ahí las rupturas de la amistad, las disensiones familiares, la pérdida de las confianzas antes construidas, las conversaciones evitadas para no molestar, la prevalencia de la sospecha hacia el que no piensa en clave identitaria como actitud permanente y dogmáticamente asumida, la incapacidad para reconocer que las fronteras lesionan la convivencia. Son todos ellos comportamientos que se muestran como legados funestos transmitidos con la velocidad de la pólvora por los aberrantes caminos de irracionalidad hacia los que ha conducido en España, uno de los países más descentralizados del mundo, el nacionalismo que en el caso que nos ocupa ha hecho trizas ese espíritu de apertura, que urge recuperar y restablecer con tacto y firmeza sin más dilación y  que tanto prestigio ha dado a Cataluña en el mundo y que tanto seguimos y seguiremos necesitando.

6 de octubre de 2014

Del "Espanya ens roba" al "Neccesitem Espanya"


El Norte de Castilla, 6 de octubre de 2014


Una mezcla de hartazgo, rabia y desazón parece haber cundido en una parte significativa de la sociedad española, abrumada por el espectáculo al que está asistiendo con motivo del desafío independentista catalán. Se ha escrito ya tanto sobre el tema, se han sacado a la luz tantos argumentos, emitido tantos sofismas y manifestado tal cúmulo de reiteraciones que difícilmente puede prevalecer la racionalidad en medio de ese descomunal pandemónium. En esencia, todo ha quedado reducido al nivel de simplificación que conlleva el empleo de una terminología simplista, apoyada en frases hechas, que, repetidas hasta la saciedad, dan la impresión de que se ha llegado a un callejón sin salida o, peor aún, a un escenario donde la incomunicación prevalece sobre el diálogo, la desavenencia sobre el encuentro, la ruptura frente a la integración. A la postre, se han levantado murallas, que impiden la reflexión sosegada y la argumentación razonable.
            Somos muchos los que nos preguntamos cómo se ha podido llegar a esta situación mientras, preocupados por ella, nos planteamos la incógnita sobre los factores que la han determinado o, lo que es más importante, si se hubiera podido evitar. Desde luego, no resulta fácil, ante el cúmulo de situaciones y argumentos superpuestos que se esgrimen para explicarlo, encontrar un hilo conductor que las engarce adecuadamente y establezca la necesaria jerarquía capaz de desentrañar la lógica de la secuencia que ha culminado en la transgresión legal en la que se ampara el llamado “derecho a decidir”.  Sin embargo, cabría entender que, en medio de esta maraña, donde las justificaciones redundantes imperan para encontrar una explicación convincente a lo que está sucediendo, no se ha puesto aún el énfasis debido sobre dos aspectos, que considero esenciales y merecedores de una especial atención.
            Uno de ellos tiene mucho que ver con la comprobación del proceso de empobrecimiento cultural que un sector de la sociedad catalana ha vivido como consecuencia de una política educativa sistemáticamente orientada en este sentido. No sorprende constatar hasta qué punto ha calado, especialmente en la juventud, la idea de que el espacio y la cultura de Catalunya nada o muy poco tienen que ver con las que caracterizan al conjunto del Estado. Sin que ello implique restar valor a las singularidades que  distinguen en este sentido a la comunidad catalana, se ha optado deliberadamente por establecer líneas de distanciamiento muy marcadas con todo cuanto pudiera representar los vínculos que la insertan en un contexto sin el que la realidad catalana tiene difícil o, en cualquier caso, insuficiente, explicación. La pérdida de conciencia de un pasado y de un destino compartidos es su secuela más grave.
            La Geografía y la Historia han sido víctimas propiciatorias de esta voluntad excluyente, empeñada en invalidar el papel decisivo que ambas disciplinas desempeñan en la construcción de una sociedad culturalmente cohesionada y debidamente formada. Si, en mi opinión, en ello radica una de las principales carencias e imperfecciones de la construcción intelectual del Estado autonómico, es evidente que cuando las actitudes proclives al reduccionismo y al menosprecio del diferente prevalecen frente al reconocimiento que las interrelaciones que definen la configuración de un territorio común, la trabazón de sus paisajes a la escala que les corresponde y la dimensión de los vínculos históricos, sociales y culturales forjados a través del tiempo,  la tendencia al ensimismamiento deriva en actitudes que acaban haciendo del nacionalismo un fenómeno retrógrado e irracional, hecho que ya denunciaba Kant en su época y que se ha convertido en uno de los pensamientos más nefastos de la historia. En ese caldo de cultivo no sorprende que cobren fuerte capacidad de impacto los slogans que atribuyen al Estado español un papel casi depredador de la cultura y de la economía catalanas. Moverse en el terreno de las frases manidas  deriva en la simplificación y la demagogia. Basta un mensaje elemental, simple y al tiempo contundente para inducir a quien lo escucha a identificar en él sus inquietudes, problemas e incertidumbres. El mensaje de Espanha ens roba ha tenido un impresionante efecto catalizador de las opiniones hasta el  punto de que basta solo mencionarlo para provocar un grado de irritación espontánea que se aviene mal con las comprobaciones que matizan e incluso cuestionan esa idea tan letal como falaz y demoledora.

            El segundo aspecto a considerar nos conduce necesariamente a las ostensibles carencias de que ha adolecido la voluntad de encontrar vías de actuación capaces de afrontar el pulso secesionista con argumentos que vayan mucho más allá de las posiciones archisabidas, esencialmente circunscritas a una batalla legal, en cuya resolución cabe contemplar también el peso que de cara a la sociedad pudieran tener las ideas que sustentan las posiciones defendidas por el Gobierno del Estado y el Gobierno de Catalunya. A este respecto, se echan de menos los esfuerzos por asentar, a través de la argumentación contundente y razonada, las bases que permitan despejar las incógnitas que el proceso plantea y, sobre todo, ilustrar convenientemente sobre sus fundamentos y sus repercusiones potenciales en aras de una mayor voluntad de entendimiento. Invocar la Constitución es sin duda obligado, pero afrontar el problema requiere muchísimo más. Requiere pedagogía política y voluntad de clarificación objetiva de los hechos. Requiere demostrar, con datos fidedignos, que, cuando un Estado se organiza bien, todas sus partes resultan beneficiadas, convirtiendo a la escala de colaboración entre ellas en el factor que permite afrontar los problemas, como sucede en Alemania, un Estado federal de impresionante solidez. En un mundo globalizado y al tiempo marcado por la dimensión de la diversidad, la configuración de un Estado bien articulado y fuerte constituye la mejor garantía de supervivencia individual y colectiva.  ¿Aguantarían los mensajes del nacionalismo rampante un debate riguroso, presentado ante la opinión pública? ¿Por qué no se celebra ese cara a cara tan necesario como ilustrativo entre los políticos defensores de las distintas opciones? Que se haga en la televisión, con la frecuencia necesaria, con datos, con informaciones objetivas, con ideas sólidas y consistentes. Con la verdad, sin demagogias ni tergiversaciones. Tal vez en ese escenario de contrastación sólida de las opiniones, no sería desacertado pensar que para no pocos catalanes el mensaje prevalente conduciría a la consideración de que, frente a las incertidumbres de la fractura, necessiten Espanya

15 de julio de 2009

El sorprendente blindaje de la lengua catalana


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El Norte de Castilla, 15 de Julio de 2009
Frente a las ambigüedades de que, en opinión de numerosos especialistas, adolecen varios aspectos de la Constitución española hay uno que en su formulación no admite duda. Nada de confusión encierra, en efecto, el Art. 3º cuando, tras subrayar que “el castellano es la lengua española oficial del Estado, que todos los españoles tienen el deber de conocer y el derecho a usar”, ratifica la cooficialidad de las demás en sus respectivas Comunidades Autónomas, identificando a las distintas modalidades lingüísticas de España como un patrimonio cultural “que será objeto de especial respeto y protección”. Tratándose, pues, de una cuestión definida con claridad en la norma básica, lo lógico sería pensar que el paso del tiempo, la consolidación del modelo autonómico, el consenso alcanzado en sus directrices primordiales y la propia evolución de la sociedad, abierta a un panorama en el que las identidades coexisten con el desarrollo de vínculos proyectados a escalas más amplias, se han encargado de eliminar viejas reticencias y asumir las ventajas que derivan de las relaciones de complementariedad y enriquecimiento mutuo en un Estado complejo como el nuestro, donde la defensa de todas las sensibilidades culturales se halla suficientemente garantizada. Decir lo contrario es faltar, interesadamente, a la verdad.
De ahí que no dejen de sorprender las sensaciones contradictorias con las que a menudo uno se topa cuando entra en contacto con la realidad catalana. Al menos son las que yo he experimentado durante una reciente visita a Barcelona por motivos profesionales. De un lado, he tenido la oportunidad de conocer y valorar en directo los impresionantes cambios que están teniendo lugar en esa ciudad y su espacio metropolitano. Cambios expresivos de las nuevas perspectivas en que se inscribe el futuro – económico, social y urbanístico- de Barcelona y su área de influencia y que me han permitido ponerme al día, refrescar los análisis, someter a debate y valoración crítica lo que hay que de realidad y lo que, en cambio, permanece sumido en las buenas intenciones. Y es que Barcelona siempre aporta cosas nuevas, provoca curiosidad e induce a la reflexión. No en vano, sigue siendo esa “ciudad de los prodigios”, que con tanta expresividad describió hace tiempo Eduardo Mendoza en una novela que nadie interesado en la Cataluña y en la España moderna debiera dejar de leer.
Sin embargo, la casualidad ha hecho que también pudiera contemplar en su propio escenario las circunstancias que cuestionan el cumplimiento del compromiso a que, en materia lingüística, obliga la lealtad constitucional. La señal de alarma ha estado, en principio, provocada, por el tono virulento que a menudo aflora en el ambiente político, alentado por un discurso intelectual de marcado signo catastrofista. No de otro modo cabría calificar la intervención del último Premi d’Honor de las Lletres Catalanes, el lingüista Joan Solá, que en el Parlamento del Parc de la Ciutadella ha presentado el 1 de Julio un panorama dramático, instando a los legisladores a “actuar en defensa del catalán para que deje de ser una lengua degradada, subordinada políticamente, incansablemente y de mil maneras atacada por los poderes mediáticos, visceralmente rechazada por los otros pueblos de España”. Incluso llegó a decir que “al pactar la Constitución se aceptó que quedara en situación de inferioridad respecto al castellano” (sic), para finalizar con un diagnóstico desolador: “somos una comunidad lingüísticamente enferma desde hace muchos años”, lo que justifica que “debemos estar dispuestos a llegar hasta donde sea preciso para preservar nuestra personalidad”.
El aplauso mayoritario que recibieron estas palabras encontró eco inmediato en la aprobación el mismo día de la Ley de Educación de Catalunya, con los votos de CiU, ERC y el PSC. Cuán lejos ha estado en este momento el socialismo catalán de la actitud mostrada en 1932 por la Juventud Socialista de Barcelona, dispuesta a defender, como requisito para dar su apoyo al Estatuto de Nùria, que “en las escuelas, en los Institutos, en las Normales y en la Universidad del Estado no debe usarse otro idioma que el español”. Pero ahora no ha ocurrido así. Con esta Ley, el catalán se convierte en la lengua vehicular dominante para la transmisión del conocimiento, eliminando la aplicación de la tercera hora de enseñanza del castellano, que establece la normativa estatal. Se trata, en pocas palabras, de “blindar el modelo de la escuela catalana: en lengua y contenidos”, en expresión rotunda de Irene Rigau, portavoz de Educación de Convergencia i Unió.
Acoso, blindaje, preservación a ultranza de la personalidad cuestionada. Palabras contundentes, con cuyo empleo da la impresión de que se trata de defender una fortaleza asediada. Mas, ¿qué hay de verdad en todo ello?, ¿tan grave es el problema que obliga a transgredir los principios constitucionales como si de una situación de emergencia se tratase?. Puesto que interpretarlo desde la perspectiva de Castilla y León pudiera parecer sesgado y en mi ánimo nunca he abrigado el mínimo atisbo de anticatalanismo, me limitaré a traer a colación las elocuentes palabras vertidas sobre el tema por Baltasar Porcel, fallecido el mismo día que los acontecimientos señalados. En su edición de 2 de Julio, la Vanguardia reproducía estas declaraciones del afamado escritor de Andratx: “el catalanismo ha fracasado políticamente. Se ha aferrado a la cultura, la ha instrumentalizado, pero en este país las empresas colectivas siempre fracasan (…). El problema no es la lengua catalana, el problema es Catalunya. Esta sociedad, incluso una parte que se proclama catalanista, no habla, no lee, no siente en catalán. Esta es una sociedad cargada de autoanálisis, autoodio y autoexcusas. El catalanismo es a veces una superestructura que queda despegada de la realidad, que va por otro lado”. Frente a esta reflexión de quien es considerado una de las figuras preeminentes de la cultura catalana ¿qué podría decir yo como simple observador de una política lingüística que respeto aun sin lograr comprenderla?.