23 de junio de 2011

A poniente, Portugal


El Norte de Castilla, 22 de junio de 2011

Nada de cuanto sucede en Portugal nos puede ser indiferente. Compartir un territorio con tantos elementos comunes, y ser copartícipes a la vez de una historia repleta de confluencias y desencuentros, obliga a no perder la visión conjunta del espacio ibérico cuando los sucesos que afectan al país vecino encierran advertencias que en muchos casos se sienten cercanas. Y es que más allá de la proximidad, es obvio que los acontecimientos contemporáneos, superadores de la incomunicación existente durante las dictaduras, han ido construyendo un entramado muy sólido de imbricaciones que, si encuentran sus factores esenciales de vertebración en el acceso a la democracia y en la incorporación simultánea a la Unión Europea, se corresponden en nuestros días con las zozobras provocadas por la crisis financiera que ha colocado a ambas naciones en el escenario más preocupante de la Europa integrada.
La situación creada tras la operación de rescate acometida sobre la economía portuguesa en mayo del 2011 y el cambio político que ha tenido lugar en el gobierno a raíz de las últimas elecciones generales han descubierto una serie de tensiones que necesariamente remiten a los problemas estructurales de la economía y de la sociedad de Portugal, y que necesariamente conviene comentar tanto por la importancia que en sí mismos tienen como en función de las implicaciones que pudieran ocasionar de cara a los vínculos construidos con España. Y ello sin perder la perspectiva desde las regiones que, a uno y otro lado de la frontera, reflejan el esfuerzo emprendido a favor de un entendimiento que puede verse condicionado por las circunstancias planteadas en un panorama muy crítico, que se creía expedito o no era considerado con los niveles de gravedad que, finalmente, han quedado en evidencia.
De ahí que cuando se analizan los problemas que aquejan a la economía y a la sociedad portuguesas surja inevitablemente la cuestión acerca de la posibilidad de que su dimensión no haya sido percibida como se debiera, acaso amortiguada por la posición cómoda de la que el país disfrutaba como uno de los grandes beneficiarios de los fondos europeos, tanto los Estructurales como los de Cohesión. En cierto modo esta circunstancia ha enmascarado la magnitud de las contradicciones internas en un contexto en el que se superponían los efectos de la ayuda europea coincidiendo con una fase expansiva del mercado interior, que a su vez actuó de estímulo para la llegada a Portugal de cuantiosas inversiones por parte de empresas españolas, esencialmente vinculadas a la energía, la construcción y los servicios financieros. Cabe decir que el mismo argumento, es decir, el mantenimiento de una visión elusiva de los problemas reales y de sus presumibles riesgos hacia el futuro, puede ser esgrimido para España, Irlanda y Grecia, expresivamente los tres Estados que, junto al portugués, se han revelado al tiempo más beneficiados por las ayudas y más vulnerables ante los efectos de la crisis.
Sorprende, empero, que esta falta de capacidad correctora de las deficiencias existentes, y al margen de la modernización de las infraestructuras auspiciada por los fondos europeos, no se haya percibido en Portugal con la diligencia política que debiera. Y es que basta conocer los datos y tomar contacto con las reflexiones planteadas desde los foros más rigurosos para percatarse de la idea de que, desde hace muchos años, la sensación de crisis está omnipresente y muy enraizada en la vida portuguesa. Con el horizonte de que se dispone, puede afirmarse que en buena medida esta situación obedece al hecho de que, tras la dictadura salazarista, nunca se llevó a cabo una modificación real de las estructuras económicas y sociales heredadas, los sistemas de producción permanecieron en su mayor parte ajenos a los procesos innovadores que imponía la competencia a largo plazo, en tanto que la administración pública adolecía de severos síntomas de ineficiencia, mientras se ha mantenido incólume una política tributaria claramente regresiva y persistido las desigualdades sociales en umbrales mucho más acusados que en el resto de la Unión Europea en su configuración previa a la ampliación al Este.
Condicionada por estos factores, la crisis ha hecho profunda mella en Portugal hasta el punto de que no escasean las voces que cuestionan la pertenencia al ámbito de la moneda única, a la que atribuyen, junto a la liberalización del comercio mundial, la crisis de un modelo económico tradicionalmente basado en la baja productividad y en los reducidos salarios, y que ha sobrevivido hasta que las deficiencias estructurales y funcionales en que se ha desenvuelto han manifestado su inviabilidad. A la crisis económica se ha unido la crisis social, que además del aumento de la desigualdad y del desempleo – menos elevado, sin embargo, que en España – se traduce en las manifestaciones callejeras y en la reanimación de los flujos emigratorios que vuelven a fluir con intensidad hacia Europa y, llamativamente, hacia Angola, la excolonia convertida en tierra de promisión para muchos trabajadores, incluso de media y alta cualificación.
Veinticinco años después de su incorporación al espacio comunitario europeo, Portugal aparece sumido en un intenso proceso de ajuste derivado de la intervención llevada a cabo sobre su economía. Un proceso que posiblemente mediatice sus perspectivas de cooperación con España y sus regiones transfronterizas, tampoco exentas de incertidumbres. Limitado el margen de maniobra y de expectativas alentadoras de que se creía disponer, es evidente que las obligaciones impuestas por los mecanismos prevalentes en la economía europea van a suponer un horizonte que particularmente considero no halagüeño a tenor de los discursos y prácticas restrictivos en un entorno que hasta hace no mucho creíamos tan confortable y esperanzador.

27 de abril de 2011

La desafección de la política: riesgos y desafíos



El Norte de Castilla, 27 de abril de 2011


No es frecuente escuchar en los discursos políticos a los que estamos acostumbrados reflexiones como las efectuadas por el Presidente de la Junta de Castilla y León en la ceremonia de entrega de los Premios 2010, a propósito de la desafección mostrada por los ciudadanos respecto de quienes desempeñan responsabilidades en el ámbito de la política. Resulta alarmante comprobar cómo las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas reiteran insistentemente la consideración peyorativa con la que los ciudadanos contemplan la labor de los políticos, situándola en los primeros niveles de preocupación y malestar. Lejos de remitir, esta tendencia parece arraigada hasta el punto de que sus planteamientos más críticos han acabado por generalizarse sin apenas establecer distingos entre quienes asumen responsabilidades públicas con sincera voluntad de servicio a la sociedad y quienes, en cambio, entienden su vinculación al espacio público como una prolongación de sus propios intereses, ajenos a la obligada línea de separación que ha de imponerse entre lo público y lo privado.


Y es que, cuando ambas esferas se confunden hasta el extremo de que lo segundo prevalece sobre lo primero, el efecto es muy perjudicial para la calidad y fortaleza de la democracia, que se dice defender. Da lugar a la aparición de esa especie de círculo vicioso del que a menudo se habla para significar la erosión que a la democracia provoca una creciente actitud de desconfianza cívica, progresivamente manifestada en un alejamiento del debate político que acaba convirtiendo los procesos electorales en la expresión resignada de una responsabilidad rutinaria, asumida como algo inercial que redunda en el aumento de la abstención y, en cualquier caso, en el reconocimiento escéptico de que muy poco o nada se puede hacer para afrontar la magnitud de los problemas.

Y sorprende que eso ocurra cuando el distanciamiento de la política convencional encuentra un contrapunto cada vez más marcado en el auge de los movimientos que orientan la sensibilidad de mucha gente hacia formas asociativas diversas con las que encauzar las inquietudes que sólo pueden tener sentido en el contexto de las diversas modalidades de participación, cooperación y solidaridad que, surgidas como expresión de un deseo de pertenencia a proyectos de significación común, acaban siendo asumidos como opciones alternativas a las formas tradicionales de intervención en la vida pública. Cabría preguntarse hasta qué punto el fenómeno de las redes sociales, construidas al amparo de esa poderosísima herramienta de comunicación e información en que se ha convertido Internet, añade otra dimensión más en tal dirección. Sus posibilidades están en la base de significativas movilizaciones en los últimos tiempos y, en cualquier caso, representan otra contribución más al inmenso caudal de posiciones compartidas con voluntad crítica y al tiempo concurrentes en pro de ese llamamiento a la “indignación” colectiva, invocado por la exitosa obra de Stéphane Hassel.

Analizado con la perspectiva necesaria, todo parece indicar que en el panorama de la reflexión social impulsada desde estos foros emergen con especial vigor las corrientes que preconizan la consecución de un objetivo primordial que, centrado en la pretensión de mantener una actitud vigilante respecto a las decisiones del poder institucional, orienta sus capacidades potenciales hacia la manifestación explícita de sus planteamientos a través de sus propios foros y hacia la implicación efectiva en actuaciones que operan como banderas de enganche de posturas individuales. De cómo se efectúe el engarce entre uno y otro nivel depende la calidad del modelo de relaciones que estructura el funcionamiento de una sociedad moderna, en la que, partiendo de la legitimidad que corresponde a los instrumentos basados en las normas electorales constitucionalmente establecidas, el concepto de participación ciudadana ocupa una posición muy destacada en el debate sobre el modo de entender y ejecutar las políticas públicas, identificado además como uno de los pilares en los que se fundamentan los enfoques aplicados al buen gobierno del territorio.

Sin embargo, ante las situaciones de fractura que derivan en la pérdida de confianza mutua y, por tanto, en el descrédito de la política institucional, surgen inevitablemente dos preguntas esenciales: ¿cómo recuperar la confianza perdida? ¿de qué manera dignificar lo que la política representa como expresión de la voluntad popular y como tarea al servicio de los intereses de una sociedad compleja, necesitada de referencias a las que acogerse como garantía de su propia seguridad? En aras de la precisión podríamos sintetizar las respuestas en una que las engloba todas. Tiene que ver con la defensa inequívoca de los principios éticos inherentes a la defensa del concepto de la política como servicio público. Invocarlos de cuando en cuando suena bien pero sabe a poco si se reduce a una proclama circunstancial y su cumplimiento no se percibe como el reflejo de una decisión firme, aplicada con energía cuando se detectan comportamientos y acciones que los vulneran sin que se haga nada para atajarlos de raíz. No bastan los códigos éticos elaborados de cara a la galería. La política es algo demasiado serio para limitar el respeto que merece al mero juego de las buenas intenciones. Y es que el ciudadano, demasiado escarmentado ya, sólo percibe que el ejercicio de la política cobra la dignidad deseada cuando los que la ejercen logran transmitir una visión ejemplarizante de los valores que distinguen a la democracia en su acepción más íntegra.

24 de febrero de 2011

De Brandenburgo a Tahrir

El Norte de Castilla, 24 de febrero de 2011


Los espacios públicos siempre han desempeñado un papel esencial en las transformaciones políticas. Son los ámbitos de la movilización ciudadana, los lugares donde el encuentro motivado induce a la complicidad en defensa de objetivos e ideales que de otra manera no podrían expresarse. La ausencia de derechos fundamentales conduce a la plaza, que se muestra así como una gran caja de resonancia que eleva el clamor, mucho más allá de sus límites, de cuantos en ella se concentran, revelando al mundo el alcance de las sensibilidades concitadas en defensa de la libertad. En estos tiempos de difusión instantánea de la noticia, la repercusión es inmensa y hasta pudiera decirse que incontrolable.

En veinte años el mundo ha vivido dos momentos históricos de especial trascendencia. Dos momentos decisivos para entender la evolución de la geopolítica mundial. Cuando a finales de los ochenta la Plaza de Brandenburgo escenificó la hecatombe del modelo arropado tras el muro de Berlín, llamó la atención que los responsables de custodiarlo observasen su demolición sin oponerse a ella. Marcó el fin de la guerra fría, modificó por completo el panorama político de la Europa oriental y, lo que es más importante, demostró que basta la movilización masiva de la sociedad para darse cuenta del momento en que los procesos llegan a su término para abrirse a nuevas expectativas que, en cualquier caso, evidencian que la Historia nunca finaliza.

Si se afirma que lo sucedido en Alemania supuso la culminación del siglo XX, ¿cuál sería la referencia histórica que nos lleva a precisar con claridad el comienzo del que le sigue? Ciertamente son numerosas, pero, en esencia, tienen un denominador común: todas apuntan, bien sea por su contundencia, su gravedad o su espectacularidad, hacia Oriente. Sucesos trágicos, como los atentados terroristas que conmocionaron Nueva York, Madrid o Londres o lo que ha significado la invasión de Irak o la guerra de Afganistán coinciden en el tiempo, y apuntando en la misma dirección, con otros ligados a los efectos más sorprendentes de la economía globalizada, espacialmente identificados con la posición de China en el mundo o el propio fortalecimiento económico del área del Pacífico. En cierto modo, todos ellos contribuyen a crear un escenario diferente del que ha caracterizado la historia del mundo después de la Segunda Guerra Mundial y que tan bien analiza, referida a la experiencia europea, la impresionante monografía sobre la postguerra escrita por Tony Judt.

Y, sobre todo, establecen la solución de continuidad que nos lleva a recordar lo ocurrido en el corazón de Berlín hace dos décadas cuando observamos, con la inevitable expectación que merecen, los acontecimientos que están conmocionando los cimientos del mundo árabe, y cuya repercusión no nos puede ser indiferente. Si cabe entenderlos en el contexto que explica la dimensión alcanzada por los centros neurálgicos de la geopolítica y de la economía mundiales, sorprenden, sin embargo, los rasgos puestos en evidencia por un proceso que en buena medida se ha mostrado imprevisible o, cuando menos, no valorado suficientemente en los factores que lo fundamentan y encauzan su recorrido. Pues si el estallido popular que ha llevado al exilio al presidente tunecino no entraba en las cábalas de ninguna cancillería occidental para acabar demostrando de pronto el inmenso pozo de corrupción en que se hallaba sumido un país del que nadie hablaba salvo como destino turístico, lo cierto es que ha marcado el punto de partida de una tendencia cuyos resultados son estos momentos inimaginables.

Su magnitud y significación han quedado, sin embargo, patentes en la experiencia de Egipto, cuyo alcance rebasa con creces los límites del país fecundado por el Nilo. En la plaza de Tahrir, inmensa ante la perspectiva que se contempla desde el edificio inconfundible del Museo de Arte Egipcio, ha tenido lugar uno de los acontecimientos más importantes del siglo XXI, lo que le convierte en una referencia fundamental para comprender el rumbo de la nueva centuria. El impacto provocado por la revuelta tunecina ha hecho mella en la sociedad egipcia, que ha salido a la calle y ha persistido en ella hasta conseguir la caída del dictador, simplemente con los argumentos y las actitudes que acaban siempre, tarde o temprano, con los regímenes despóticos y corruptos como ha sido durante décadas el regido por Hosni Mubarak.

Han sido argumentos insistentes en la reclamación de libertad y de derechos que comienzan a aflorar en unas sociedades, las árabes, que no conocieron la Ilustración ni tuvieron las experiencias que en Europa, con sus luces y sus sombras, desembocaron en modelos de convivencia sensibles al reconocimiento de la dignidad humana. Nada de eso ocurrió en el mundo árabe-musulmán, sujeto a colonialismos de toda laya y a la aceptación de soberanías que, desde la perspectiva occidental, toleraban toda suerte de desmanes por parte de una clase dirigente que ha gobernado a espaldas de su pueblo. Al final, su derrumbe se ha hecho con la pasividad de sus garantes ancestrales. Los poderosos de la Tierra los han dejado caer, no se sabe si a regañadientes, pero sin duda no han podido reaccionar de otra manera, atentos a la movilización popular y a la inhibición consciente del Ejército, que ha dejado hacer o, como en Egipto, se ha limitado a actuar como fuerza organizadora de la transición, con imágenes que no se alejan mucho de las que hace tiempo vimos en el Portugal “resusscitado”.

Numerosas incógnitas emergen en el horizonte, presagiando una etapa tan interesante como difícil de discernir en su trayectoria. Las bases en las que se apoya el cambio parecen sólidas y nada tienen que ver con los fanatismos islamistas tan temidos. Son movimientos de libertad, de reclamación de justicia social, de rechazo al poder corrupto y antidemocrático. Se dice que las redes sociales y la información sin fronteras ha contribuido mucho a la contestación surgida. Es posible, pero de lo que no cabe duda es de que algo se larvaba en ese mundo tan desconocido como incorrectamente interpretado en su pluralidad y en las motivaciones que animan a sus pueblos a salir a la calle para, al fin, ser también libres.


29 de enero de 2011

El Oxímoron Perfecto


El Norte de Castilla, 29 de enero de 2011


El Diario Montañés, 7 de febrero de 2011




Las tensiones financieras en España han comenzado a suavizarse desde que pisó suelo ibérico el viceprimer ministro de la República Popular China el pasado 5 de enero. Como el auténtico “rey mago” fue recibido en Madrid. Bastantes quebraderos de cabeza ha superado Mr. Obama a raíz del abrazo que le dio Hu Jintao, Secretario General del PCCh y Presidente de la República, en los salones de la Casa Blanca. Ni aquí ni allá se le mencionó el incómodo nombre de Liu Xiaobo, el profesor de literatura a quien no se permitió desplazarse a Oslo para recoger el Premio Nobel de la Paz 2010. Entre tanto, no parece baladí la noticia de que Telefónica, la principal empresa española, tendrá en su Consejo de Administración a un representante del gobierno de la república asiática, mientras los rumores coinciden en aventurar que la privatización, tras la nacionalización temporal, de las Cajas de Ahorros españolas va a ser pieza codiciada por los tiburones financieros que, desde Sanghai o Hong Kong, muestran su interés por tan apetitoso bocado, una vez que, desprovistas definitivamente de su obra social y reflotadas con varios miles de millones de euros del Fondo creado al efecto, pasen a formar parte del entramado financiero que tan poco hace por la solidaridad en el mundo y en los países donde opera.


El paraguas chino aparece por doquier, como una especie de eficaz y potente ungüento taumatúrgico, que despeja horizontes sombríos y alivia de pesadillas, imposibles de resolver de otra manera. ¿Qué está pasando en el mundo? ¿Qué ocurre para tener la sensación de que los manuales de Historia, de Geografía, de Economía, se nos han quedado obsoletos? ¿Hacia dónde vamos, sumidos en un panorama que nos lleva a observar cada vez con mayor claridad que las convicciones y las certezas de siempre han quedado definitivamente arrumbadas?


No hay matices que valgan. Estamos asistiendo al Oxímoron Perfecto. Es como la “tormenta perfecta”, pero en el ámbito de la economía, de la política, del pensamiento y de la sociedad. Todos sabemos qué quiere decir la palabra oxymoron. Es el término más rotundo para expresar lo que significa una contradicción absoluta, una “contradictio in terminis”, que dirían los latinos, o, mejor aún, y para entendernos, el engarce de dos conceptos opuestos en una sola expresión.


Así es. Un país gobernado por el Partido Comunista de la República Popular asume y desempeña un protagonismo esencial en el apuntalamiento del capitalismo puro y duro. Dicho de otra forma, el modelo chino conduce al “Capitalismo Comunista” o al “Comunismo Capitalista”, que para el caso es lo mismo. ¿Son correctas ambas acepciones? Poco importa, la verdad. Bajo un régimen donde las libertades no existen, donde la explotación del trabajo constituye la pauta dominante en materia social, donde las estructuras de representación reivindicativa están prohibidas, donde la competitividad a ultranza, fundamento de su proyección comercial en el mundo, se basa en el escaso peso de los costes salariales, donde no existe escrúpulo alguno para el espionaje industrial, donde la estrategia financiera consiste en la defensa de prácticas especulativas sin control, donde la presencia internacional está concebida, como sucede en África, al servicio de la explotación de los recursos naturales y del control masivo de las mejores tierras sin el mínimo escrúpulo medioambiental…. bien poco tiene de los principios que antaño preconizaban los defensores de las doctrinas de Marx y Lenin en pro de los “parias de la tierra”, de su “famélica legión”. Que nadie espere, en efecto, oír la voz de ese país cuando afloran los problemas y tragedias de nuestro mundo (el hambre, la pobreza, Palestina, el Sahara Occidental, Darfur…). Prima el pragmatismo a toda costa, la defensa irreversible e insolidaria de las posiciones adquiridas, como bien ha señalado Henning Mankell que observa, atónito, desde Mozambique lo que los chinos están haciendo en África.


Cuando Hong-Kong se integró en la China popular, se habló de “dos modelos, un Estado”. Ya no hay dos modelos, sino uno solo: el capitalismo sin paliativos ni matices, mientras en el frontispicio de la Ciudad Prohibida el Gran Timonel observa el transcurso de los días en una de las ciudades más contaminadas del mundo. La dicotomía histórica que marcó la historia del siglo XX desde la Revolución de Octubre ha definitivamente desaparecido. Pero lo importante del proceso es que los comportamientos económicos y sociales esgrimidos por China se están mostrando, a la postre, como los más beneficiosos para el capitalismo global, que funciona sin rubores mientras permanece ajeno a las contrapartidas que históricamente ha conllevado el Estado de Bienestar en contextos democráticos y de libertades (de prensa, de pensamiento, de asociación, de representación) reconocidas.


Un nuevo epígrafe se abre, en fin, en los enfoques interpretativos del mundo en que vivimos. ¿Cómo tipificarlo? Sin duda es una categoría diferente pero muy poderosa y que nos está llevando al silencio frente al “amigo chino”, pues tiempo ha que dejó de tener tanta importancia el “amigo americano”. En esta categoría, la República fundada por Mao Zedong no está sola. Bajo el mismo rótulo hete aquí a la República Popular de Vietnam, que sigue por los mismos derroteros. ¿Ocupará Cuba otro puesto en ese espacio? Por ahí se encaminan las reformas que ha iniciado Raul Castro y que, de seguir adelante, ofrecerán en un par de años un panorama muy diferente al que hasta ahora ha tenido “la isla más hermosa” que se enorgullecía de tener la mejor asistencia sanitaria y educativa de América Latina y que, víctima de sus propias contradicciones, mira hoy a Sanghai y Hanoi como las referencias dignas de ser emuladas. Los contactos entre Cuba y Vietnam, que recoge de vez en cuando la prensa internacional, apuntan en ese sentido.