24 de mayo de 2005

Juan Barbolla y los hermanos Humboldt


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Este texto forma parte de una publicación que la Universidad de Valladolid dedicó a la memoria del Dr. Juan José Barbolla Sáncho, Catedrático de Electrónica, fallecido en 2004. A invitación de su Departamento, redacté estas líneas en las que recuerdo una experiencia que me unió ocasionalmente a dicho profesor


Creo que en no más de una docena de ocasiones tuve la oportunidad de conversar con Juan José Barbolla Sancho. Los caminos de la Universidad son a menudo demasiado rígidos, con límites que circunscriben las trayectorias y las relaciones de sus miembros a ámbitos concretos y reiterados, de los que apenas se consigue salir para abrirse a un mundo dotado de riquezas y valores personales que pueden pasar totalmente desapercibidos durante toda la vida profesional. Ocurre, sin embargo, que al tiempo esos caminos de pronto se entrecruzan, se abren a nuevos horizontes de comunicación y, sin preverlo, favorecen la aparición de espacios de encuentro que uno lamenta no haber descubierto antes.

Algo parecido me sucedió a mí con Barbolla, pues, aunque el carácter esporádico de las conversaciones que mantuve con él no permitió que llegasen a cristalizar en vínculos de amistad, sí favorecieron una relación de respeto y de consideración que, al menos por mi parte, siempre valoré positivamente. Y, sobre todo, he de reconocer que esa sensación la adquirí en el mismo momento en el que la casualidad la hizo posible. Sucedió exactamente el martes 12 de Abril de 1994 por la tarde. La recuerdo con exactitud pues por aquellas fechas andaba yo metido en una campaña electoral muy “sui géneris” que personalmente había diseñado como candidato al Rectorado de la Universidad de Valladolid. Aunque es cierto que entonces el resultado final de la elección se dirimía en el Claustro, pensé que era conveniente plantear el programa y los debates que pudiera suscitar en los distintos Centros, haciendo también partícipes de la lid y de sus reflexiones a quienes no intervenían directamente en la votación. Se trataba de una experiencia inédita hasta ese momento y, por tanto, proclive a no pocas sorpresas, unas excelentes, otras decepcionantes.
En el día indicado la agenda señalaba un acto de este tipo en la Facultad de Ciencias, concertado previamente con el Decano. Recibido por éste, y tras una conversación de apenas cinco minutos, fui llevado al Salón de Actos que se encontraba... totalmente vacío. Pasando por alto las razones que explican tan extraña situación, lo cierto es que la sensación que tuve en la Facultad de Ciencias fue una de las más desoladoras e incómodas de mi vida académica. Allí permanecí, solo, durante casi quince minutos y a punto estaba de irme, cuando de pronto aparecieron las tres personas que acabaron formando el núcleo principal del auditorio. Las tres del mismo Departamento: Manuel Panizo, Luis Bailón y Juan Barbolla. Algo más tarde, la audiencia se completó con Ángel Cartón y con otro profesor a quien no conocía. Sentado en un lateral de la sala, y con los asistentes mirando de soslayo, no recuerdo exactamente de lo que hablé, aunque ya se sabe de lo que se habla por lo común en estas ocasiones, pero lo que nunca olvidaré es la mirada de atención con la que los asistentes siguieron la perorata, impasibles durante aproximadamente media hora tras la cual ya no había mucho más que decir.
En el coloquio posterior intervino Juan Barbolla, a quien todos reconocían autoridad en la materia, para plantearme dos cuestiones, entiendo que de circunstancia: qué opinión tenía de los resultados de la LRU, después de doce años de aplicación, y cómo veía el futuro de la Universidad de Valladolid en el nuevo horizonte que se abría con el inminente traspaso de las competencias universitarias a las Comunidades Autónomas. Las respuestas no fueron largas y el acto concluyó sin más. Fue entonces, al salir, cuando Barbolla quedó rezagado para acompañarme hasta la puerta de la Facultad. Nunca había hablado con él, y, desde luego, aprecié mucho aquel detalle. Y, aunque ninguna necesidad tenía de hacerlo, siento reconocimiento por esta persona cuando, al pie de las escaleras que dan acceso al edificio, me dijo: “Seguramente no vas a salir elegido, pero has estado muy bien. Gracias por haber venido”. Le di la mano y quedamos en tomar un café cualquier día.

Meses más tarde, siendo ya Vicerrector de Profesorado en el equipo de Javier Álvarez Guisasola, fui a verle varias veces como Director del Departamento de Geografía. Siempre me atendió con suma cordialidad y en más de una ocasión me facilitó soluciones que ayudaron a consolidar la plantilla y a crear un ambiente de confianza en el profesorado del que yo era responsable. En una de estas reuniones, la conversación derivó hacia un tema insospechado. Cuando el motivo de la visita había quedado resuelto, me espetó una pregunta que no esperaba: “oye, me dijo, ¿ese Humboldt del que hablaste cuando la campaña electoral en Ciencias tiene tanta importancia como dicen?. Es que el otro día lei un libro en el que hablaba de Humboldt como uno de los mayores exploradores de la Historia”. El tema me complacía, y allí que me despaché. De quien había hablado en aquella reunión electoral casi surrealista era de Wilhem von Humboldt, el fundador en 1811 de la Universidad Libre de Berlín y uno de los artífices del modelo universitario europeo. He seguido de cerca la trayectoria del mayor de los hermanos y a menudo evoco su nombre a propósito de los cimientos que sustentaron la Universidad moderna, muchos de los cuales permanecen tan firmes y justificados como el primer día.
Pero quien me resulta más próximo intelectualmente, y en el que se basaba el comentario leído por Juan, es Alexander, uno de los padres de la Geografía contemporánea, el autor del célebre tratado Kosmos y quien con mayor consistencia supo sentar las bases del pensamiento geográfico desde la perspectiva científica, apoyado, entre otros enfoques metodológicos valiosísimos, en la experimentación y en la taxonomía de los paisajes sobre la base de un conocimiento a fondo y riguroso de la realidad. En definitiva, que aprovechando el interés de Juan por Wilhem no pudo librarse, y creo que complacido, de tener a la vez una idea aproximada, algo pasional quizá por mi parte, de lo que supuso la aportación del naturalista más conspicuo de la primera mitad del siglo XIX, del vigoroso científico cuyas ideas sirvieron para asentar algunas de las principales aportaciones teóricas de Charles Darwin, con el que mantuvo además una tan estrecha como fecunda amistad durante muchos años.

En un par de ocasiones más intentó Juan indagar sobre estos hermanos, que en cierto modo habían dejado huella en su sensibilidad y a los que quizá también aludía ante mí para agradarme. Celebro que los descubriera en sus fugaces encuentros conmigo. Y lo que siento es que no pudieran ir a más, pese a las menciones que, cuando me veía, le llevaban a decir: “ a ver cuando nos tomamos un café como es debido y me cuentas en detalle las exploraciones de ese Humboldt”. Lamentablemente, no pudo ser.

15 de marzo de 2005

El problema de la despoblación


El Mundo-Diario de Valladolid, 15 de Marzo de 2005



Todo parece indicar que si en los momentos actuales hay alguna cuestión que suscite sin fisuras el interés unánime de las fuerzas políticas principales de Castilla y León es sin duda la referida a la despoblación. Desde los inicios de la actual legislatura las múltiples muestras de atención prestadas a la profunda crisis demográfica en que aparece sumida nuestra Comunidad la han convertido de pronto en un tema prioritario, situado en el epicentro de la atención política y merecedor, por tanto, de una resonancia mediática sin precedentes. Da la impresión de que nos encontramos ante un problema recientemente descubierto, al menos por lo que respecta a las preocupantes perspectivas, a los durísimos perfiles, que ofrece. Y, sin embargo, es un problema de raíces profundas, que ha permanecido latente, apenas insinuado, cuando no eludido, ausente de los grandes debates, ignorado por incómodo. Afrontarlo con energía o, en todo caso, indagar a fondo en las causas que lo motivaban se convertía en tarea fatigosa y seguramente también entorpecedora de resultados aparentes que, a corto plazo, eclipsaban el carácter crítico de una realidad sólo abordable en un horizonte temporal mucho más dilatado y, por ende, susceptible de ser postpuesto “sine die”. Mas, como ocurre siempre, los problemas irresueltos crecen como las bolas de nieve si no se las ataja.


Y lo lamentable es que hace mucho tiempo que las señales de alarma eran tan inequívocas como contundentes. Una de las voces más autorizadas y solventes en el estudio de Castilla y León, la de mi maestro Jesús García Fernández, a quien la Comunidad debiera algún día otorgar el reconocimiento que merece, se mostró rotunda cuando comenzaba a fraguarse el modelo autonómico al señalar – en su magnífica obra “Desarrollo y Atonía en Castilla” (Ariel, 1981) – que “la sangría experimentada por la región se ha hecho a costa principalmente de su población joven, y en especial de sus mujeres jóvenes, sin que las ciudades, salvo excepciones, hayan podido contrarrestar, por su falta de verdadero desarrollo económico, semejante sangría. Así, su población ha quedado completamente descoyuntada en su composición de edades y sexos. En este aspecto, el desequilibrio es verdaderamente alarmante (....) y el vaciamiento amenaza la propia existencia de la región”. Desde entonces ha transcurrido casi un cuarto de siglo, no son pocos los autores que han seguido insistiendo en este hecho y más aún los testimonios explícitos que, en medio de la indiferencia o de la atención sincopada, revelaban la magnitud del proceso de desvitalización demográfica, por más que éste se viera frecuentemente eclipsado por las manifestaciones de cambio y desarrollo derivadas en buena medida de nuestra condición de región comunitaria asistida, lo que la permitía ser “alegre y confiada”, como aquella ciudad de la comedia de Jacinto Benavente.


Hay que admitir que las iniciativas últimamente acometidas – especialmente la que ha llevado a las Cortes regionales a asumir el carácter perentorio del hecho como fundamento de las medidas que hayan de adoptarse – son importantes y, producto de la sinceridad con que son planteadas, permiten abrigar la esperanza de que, al fin, hay una decisión firme para abordar el tema con la diligencia y energía que merece, abierta además a la búsqueda de un consenso institucional. Con todo, y a la espera de conocer con mayor precisión el verdadero alcance de esa constelación de medidas propuestas por cada uno de los dos grandes partidos, interesa destacar que, conocido suficientemente el problema en toda su crudeza y en sus matices más pormenorizados, parece superado el momento de la simple verificación cuantitativa del fenómeno para concretar estrategias que no pueden ni deben limitarse a un mero inventario de ideas más o menos bienintencionadas, y no exentas en muchos casos de ambición e incertidumbre, para proceder a la sistematización de directrices coherentes que, rigurosamente apoyadas en la valoración de los factores que explican el que Castilla y León sea en estos momentos una de las regiones demográficamente más críticas de la Unión Europea, permitan crear en la sociedad un clima de confianza, sin el que resulta imposible dar pasos consistentes en la dirección deseada.


Para ello, y en mi opinión, es preciso partir de la idea de que cuando se habla de despoblación, la perspectiva estrictamente demográfica queda superada por el hecho de que sus manifestaciones no son sino la expresión de un problema global en el que se ven estrechamente imbricados la sociedad, la economía... y el territorio. Se trata, en esencia, de un problema eminentemente territorial, como corresponde, en buena lógica, a la dimensión de los desequilibrios percibidos en una región muy extensa, con fuertes contrastes, estructurales y ecológicos, en su seno que conviene interpretar de acuerdo con la multiplicidad de situaciones que se dan en ella dentro de una visión integradora, que sea capaz de entender la complejidad de acuerdo con un hilo conductor que vertebre la evolución del conjunto sobre los cimientos de un modelo territorial compartido. Y la verdad es que esta sugerencia no hace sino beber de la fuente en la que se inspiran las líneas maestras de las políticas de ordenación territorial aplicadas con cierto éxito en países y regiones europeos y en la mayor parte de las Comunidades Autónomas españolas, afectadas en muchos casos por situaciones problemáticas que urge corregir, entre otras razones porque la inercia y la laxitud frente a los procesos indeseados provocan su inexorable agravamiento más pronto que tarde. Si, como referencia a tener en cuenta no estaría de más echar un vistazo a los instrumentos que la Ley francesa de Orientación nº 95/115 de 4 de febrero de 1995 para la Ordenación y Desarrollo del Territorio prevé para hacer frente a problemas similares al que nos ocupa, tampoco estaría de más profundizar en la experiencia comparada que ofrecen regiones de nuestro país donde las alertas en este sentido han motivado serios intentos de corrección.


Y, desde luego, no hay que ir tampoco demasiado lejos para entender la intencionalidad de los legisladores que en Castilla y León aprobaron en 1998 la Ley de Ordenación del Territorio. Tantas veces he señalado, verbalmente y por escrito, que es una buena Ley, francamente aprovechable, y en plena sintonía con la Carta Europea de 1983 y con los criterios que en estos momentos prevalecen en los países de nuestro entorno, que huelga insistir una vez más en lo dicho.


Pero en lo que sí desearía llamar la atención es en el hecho de que, si existen reticencias para su puesta en práctica, si los obstáculos que la dificultan pueden llegar a primar sobre la voluntad política de ponerla en práctica en aquél aspecto que resulta más decisivo en relación con el tema que nos ocupa - Directrices de Ordenación de Ámbito Subregional, apoyadas en delimitación de espacios supramunicipales coherentes para la mayor eficacia y equidad en la toma de decisiones- de lo que no cabe duda es que de alguna manera habrá que sentar los cimientos que hagan posible una aplicación de los instrumentos previstos, aunque sea de forma gradual y recurriendo al efecto demostración que sus resultados, deseablemente buenos, puedan proporcionar. Y en esta tarea no es menos obvio que se precisa de una pedagogía favorable al fomento de una “cultura territorial”, de la que aún se carece y que lleve a los ciudadanos a asumir que las perspectivas de un desarrollo capaz de fijar la población, evitar el éxodo de cualificados y aumentar la capacidad de atracción, pasan necesariamente por una valorización inteligente de los recursos de que se disponen, por la apreciación positiva de las ventajas producidas por la cooperación intermunicipal, y por la creación de un clima de confianza en lo propio que permita optimizar la capacidad de iniciativa de la sociedad y poner fin a ese pesimismo crónico que tanto daño nos ha hecho desde tiempo inmemorial.

24 de febrero de 2005

Luis Jesús Pastor: un universitario excepcional

El Mundo-Diario de Valladolid, 24 de Febrero de 2005



La Universidad de Valladolid ha perdido a uno de sus mejores profesores. Muerte brutal, absurda, injustamente cebada tan temprano en un hombre bueno, sensible, honrado y generoso, de sólo 46 años. Es una noticia atroz, que me resisto a asumir, que no quiero aceptar, con la rebeldía de quienes sienten que con la desaparición de un amigo o, como en este caso para mí, de un discípulo, de un compañero leal e irremplazable, se va para siempre algo de lo mejor de nosotros mismos. ¡Cuesta tanto construir una relación de amistad, desinteresada, gratificante e incólume al paso del tiempo!. ¡Es tan dificil asegurar que una sintonía en tantos aspectos no se acabe debilitando!.


Y es que para quienes tuvimos el placer de disfrutar casi a diario de su compañía, Luis Pastor era motivo de satisfacciones permanentes. Un verdadero lujo de calidad personal e intelectual. Aún le recuerdo cuando tenía poco más de veinte años, con su enorme barba rubia y con esa mirada vivaz, inquieta y siempre abierta al descubrimiento de lo nuevo, acompañada de una sonrisa que denotaba inteligencia, un excelente sentido del humor y un contagioso optimismo vital. La primera vez hablamos de temas que nos han acompañado durante años y que han sido motivo de intensas discusiones, de enriquecedoras complicidades. Hablamos de derechos humanos, de medio ambiente, de desarrollo, de arte, de política, de futuro. Conocerle supuso para mi un rejuvenecimiento y una llamada de atención que me mantendría alerta frente a los riesgos de la apatía y la resignación ante la magnitud de los problemas que aquejan a nuestro mundo y a sus sociedades. Con Luis no habia lugar para el desencanto, la abulia o el abandono. Era el hombre enérgico que no se enfadaba nunca. Desde la firmeza de sus convicciones, desde un sólido rigor de pensamiento, y arropado por una gran familia, en la que las figuras de Gundy y de sus hijos, Miguel y Diego, emergen como sólidos baluartes, fue fraguando los cimientos de una carrera profesional como geógrafo que ha traido consigo resultados más que encomiables. A él se deben trabajos excelentes, y en muchos casos pioneros, sobre las redes de transporte de Castilla y León, sobre el papel de la inmigración en la génesis de la nueva sociedad vallisoletana, sobre las implicaciones espaciales del Estado de Bienestar, sobre la transformación de los barrios de nuestra ciudad, sobre el significado de los cambios urbanos contemporáneos, etc. etc. Autor de una obra intelectual meritoria, vigilante sagaz de cuanto sucedía en su entorno, en todo momento fue fiel al compromiso con las causas más justas y sin más contrapartida que la que deparaba la satisfacción por el deber bien cumplido. Sólo recordaré aquí las que mejor me permitieron conocerle de cerca. Impulsor clave de la Fundación “Andrés Coello” y presidente ilusionado de la Cofradía universitaria, fue además un excelente y activo vicedecano en una etapa de intensa transformación de la Facultad de Filosofia y Letras.


Afrontó con éxito y reconocimientos inequívocos la dificil época que le tocó vivir como Presidente de Justicia y Paz, institución que contribuyó a relanzar con su entusiasmo característico, frente a viento y marea, víctima de incompresiones, que no le impidieron, tenazmente, ser fiel a los objetivos que él consideraba irrenunciables. Y fue también un gran enamorado del espacio latinoamericano, de sus gentes y de sus paisajes, un buen conocedor de sus posibilidades, de sus incógnitas y de sus zozobras. Compartimos experiencias magníficas e inolvidables en este sentido: la puesta en marcha de la Red ALFA con Brasilia, la celebración en Valladolid del Congreso Internacional de Geografía de América Latina, la preparación del Master sobre Desarrollo Urbano Sostenible en Rosario, que la crisis económica argentina nos impidió llevar a cabo, el análisis de las dinámicas territoriales del Mercosur.


Me viene a la memoria nuestro viaje a Sudamérica a mediados de los noventa y las insólitas experiencias compartidas en Buenos Aires y en La Plata, en Tacuarembó y en Caraguatá, en Valparaíso y en Isla Negra. Y en la CEPAL de Santiago de Chile. Con nuestros compañeros del Departamento de Geografía estábamos a punto de emprender un trabajo sobre políticas urbanas en la interesante provincia argentina de Santa Fe. Y, aunque no podrás acompañarnos, debes saber, querido Luis, que regresaremos a Rosario y, en compañía de Alberto, de Betto y de Mirta, nuestros entrañables amigos santafesinos, dejaremos en las feraces islas del rio Paraná – ¿te acuerdas de los quebraderos que nos daba el tema de la Hidrovía? - algún testimonio que de forma perenne nos evoque tu figura y tu recuerdo en aquellas tierras, al tiempo próximas y remotas, que tanto nos ayudaste a descubrir e interpretar. No lo dudes: jamás te olvidaremos. Ni a ti ni a los tuyos.

19 de febrero de 2005

¿ES POSIBLE UN ESTADO INTEGRADOR?


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El Mundo-Diario de Valladolid, 19 de Febrero de 2005

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En el momento político que en la Unión Europea se perfila cuando su proyecto de Tratado Constitucional está a punto de ser sometido a consulta de los ciudadanos, la situación española sigue dando muestras de una patente singularidad, que no deja de sorprender dentro y fuera de nuestras fronteras. Es la excepcionalidad española, tantas veces recogida y valorada en el pensamiento de José Ortega y Manuel Azaña, y que más de un cuarto de siglo después de aprobada la Carta Magna que establece y organiza el sistema democrático vigente, se revela tan inequívoca como las propias evidencias reveladoras de un modelo de organización territorial del Estado que no tiene parangón con ningún otro país del mundo.

Sólo en medio de este panorama pudiera tener su explicación el esfuerzo permanente por encontrar, a través del lenguaje, nada trivial por cierto, las expresiones – “nación de naciones”, “federalismo asimétrico”, “comunidad nacional”, por mencionar las más reiteradas - que mejor cuadren con las características y, sobre todo, con las tendencias de un modelo que, si constitucionalmente está bien definido en sus líneas maestras, presenta, empero, matizaciones que sistemáticamente tratan de adecuarse a las perspectivas interesadas de quienes las plantean como algo permanentemente sujeto a reconsideración. No hay en todo el espacio comunitario europeo una realidad institucional tan profundamente condicionada por un debate fatigosamente centrado en cuestiones y conceptos que la propia evolución histórica ha dejado obsoletos y caducos hace ya mucho tiempo. Y es que además se trata de consideraciones cuya importancia no parece muy congruente con los problemas y los afanes que hoy priman en las preocupaciones de la ciudadanía, mucho más atenta a las perspectivas que permite un mundo abierto que a la esterilidad de disquisiciones que sólo encubren muchas veces intereses enmascarados.

Pues, francamente, ¿tiene sentido seguir hablando de “nacionalidad histórica” o de “pueblo”, cuando la propia dinámica de las sociedades contemporáneas ha convertido a ambas nociones en antiguallas, difícilmente conciliables con una visión objetiva, funcional e innovadora de la realidad?. No son los “pueblos” – entendidos como expresión de esa acepción identitaria que tantos quebrantos ha ocasionado a la historia europea –los que sustentan las formas de convivencia construidas en nuestros días, sino las sociedades, que resultan de estructuras complejas, basadas en el contraste, la multiculturalidad y la integración a partir de procedencias diversas; sociedades en función de las cuales se vertebra un modelo de relaciones en permanente cambio, proclive a la articulación de iniciativas y cohesionada por la voluntad de contribuir, en un espacio de encuentro y cimentado en sus valores distintivos, al desarrollo, lo más fecundo posible, de un proyecto compartido y, por ende, integrador.

Aceptar esta perspectiva equivale a entender que el engarce de la pluralidad estructural española sólo puede llevarse a cabo si se cumple la única premisa que permite asegurar un funcionamiento estable del modelo de convivencia establecido a partir de 1978. Y ésta no es otra que la que imprime al principio de lealtad constitucional un valor y una importancia prevalente respecto a la intencionalidad de cualquier planteamiento que cuestione los fundamentos básicos del sistema en el que ha descansado la etapa de libertad y prosperidad más dilatada de la historia contemporánea de España. Ahora bien, garantizar la pervivencia de este modelo, y la superación de las amenazas que lo cuestionan, implica simultáneamente la adopción de altas dosis de inteligencia y flexibilidad, capaces de garantizar, al amparo de las indudables posibilidades permitidas por la Constitución, el necesario equilibrio que impone la defensa del sistema constitucional con el inevitable buen entendimiento que debe perseguir las relaciones entre el Gobierno central y los Gobiernos autonómicos de Cataluña y el País Vasco.

¿Cómo lograr, por tanto, que este objetivo deje de ser una quimera o aparezca mediatizado por un clima de tensión insoportable para la mayor parte de la ciudadanía española y seguramente también para una fracción significativa de quienes viven en esas Comunidades?. La evolución de la política española nos revela que, en ausencia de mayorías absolutas, la cultura de la negociación se acaba imponiendo por la propia exigencia de los hechos o, mejor aún, por la lógica de la deseable estabilidad. Gobernar en España se ha convertido así para las opciones políticas mayoritarias en una labor complicada, permanentemente abierta a las modificaciones de escenario y a la búsqueda de fórmulas de compromiso que, bajo la presión permanente, se avienen mal con un horizonte a largo plazo, pues ni siquiera cubren el marcado por la legislatura.

El pacto inmediato, puntual, revisable cada poco, tiende a establecer la trayectoria de las reglas de juego, creando un ambiente proclive al desencadenamiento de tensiones que sólo pueden ser conjuradas mediante el acuerdo reactivado y permeable a las nuevas exigencias requeridas por las causas que motivaron su puesta en entredicho. Visto desde fuera puede parecer un mecanismo agotador, pero quizá en la mente de quienes lo protagonizan constituya un hábito asumido, por más que el ejercicio del acuerdo no deba entrar en contradicción con los principios generales en los que ha de basarse su desarrollo, precisamente por el riesgo de desestabilización del sistema que ello pudiera suponer.

En cualquier caso, la experiencia adquirida hasta ahora es muy aleccionadora y ha proporcionado los suficientes elementos de juicio para reflexionar acerca de qué manera es posible abordar la etapa actualmente abierta en la que el proyecto de reforma constitucional va asociado a la modificación prevista de los Estatutos de Autonomía a la par que coincide con el envite de la Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi, que con tanta vehemencia sectaria y ad nauseam personifica el actual lehendakari. Nadie cuestiona que, en efecto, nos encontramos en un momento histórico, crucial y de cuya salida va a depender la solidez del Estado para muchos años. Una salida que no puede ser otra que la decidida voluntad de llevar a cabo una política que, apoyándose en la necesidad de dar coherencia a las decisiones adoptadas en el marco de la pluralidad reconocida – y tan necesaria de consideración como la que distingue a las propias sociedades que habitan las Comunidades Autónomas gobernadas por los partidos nacionalistas - sea al propio tiempo capaz de transmitir la imagen de España como un Estado integrador, eficiente, moderno, solidario y tolerante, en el que todos los ciudadanos tengan cabida, al margen de clientelismos espureos o de presiones reivindicativas, que pueden poner en entredicho a salvaguarda de sus propios intereses.

Es un desafío que concierne ineludiblemente al Gobierno actual del Partido Socialista y que compromete también al resto de las fuerzas políticas. De ahí que, a la vista de lo que nos espera, sea en ese sentido, ahora quizá más que en ningún otro, como habría que plantear en el momento presente por parte de toda la sociedad española aquel “no nos falles” con el que fue recibido José Luis Rodriguez Zapatero en la noche electoral del 14 de Marzo de 2004.

11 de febrero de 2005

El Tratado Constitucional de la Unión Europea: Un apoyo decisivo y necesario


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El Mundo-Diario de Valladolid, 11 de Febrero de 2005
“Cuando la normalidad democrática se instala en nuestras vidas, muchas veces perdemos la cuenta de lo que eso significa y del valor de las reglas que lo permiten”. Con estas palabras André Malraux quiso subrayar en los años dificiles de la postguerra europea la importancia que tiene no olvidar que los avances logrados en la convivencia y en el desarrollo de la sociedad no son nada baladíes, sino el resultado de un inmenso esfuerzo colectivo en el que todos los empeños son pocos cuando se trata de garantizar el que no tengan marcha atrás. Y es preciso también recordar que en estos tiempos de cambios frenéticos, de renovación incesante de la información y de propensión al olvido nada hay más torpe y equivocado que perder la perspectiva sobre los hechos y las circunstancias que han ido configurando la realidad hasta definirla en los rasgos, con sus carencias y también con sus ventajas, que hoy la identifican. Las enseñanzas de la historia son suficientemente aleccionadoras cuando se trata de comprender los límites en los que se desenvuelve la realidad que nos ha tocado vivir. De ahí que, cuando a comienzos de este año el Parlamento Europeo aprobó el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, los debates previos a la votación pusieron de manifiesto hasta qué punto se asistía en ese momento a una situación crucial, en la que coincidía la evocación autocrítica de lo que ha sido la trayectoria de Europa a lo largo del siglo XX y el convencimiento de que, con la mirada puesta en el futuro, el proyecto aprobado constituía el más sólido baluarte para que las experiencias trágicas del continente no volvieran a repetirse.

De la actual Constitución española se ha dicho hasta la saciedad que uno de sus principales méritos estriba en el hecho de que, si bien no logra complacer plenamente a casi nadie, tiene a su favor la cualidad de dar cabida, y satisfacer, a las sensibilidades de todos. En mi opinión, argumento similar puede ser utilizado cuando se analiza con detenimiento el proyecto de Tratado Constitucional sometido a consulta en España el próximo 20 de Febrero. Texto prolijo y en ocasiones farragoso, cuestionable en algunos de sus contenidos y, como no podría ser de otro modo, muy polémico, tiene, en cambio, la virtualidad de recoger una serie de aspectos que justifican una actitud decididamente proclive a su respaldo y ratificación.
El principal viene dado por su condición de proeza histórica, política e institucionalmente hablando. Detenerse a pensar en lo que supone el que un conjunto tan heterogéneo y con fuertes disparidades en todos los órdenes se llegue a dotar de un sistema organizativo y de funcionamiento de carácter integrador, fraguado gradualmente a lo largo de los sucesivos Tratados y al compás de los crecientes desafíos planteados por las ampliaciones, lleva a entender que se trata no sólo de un fenómeno insólito, sin precedentes, y posiblemente irrepetible en mucho tiempo en otras áreas del mundo; es también la expresión inequívoca de una complicada y laboriosa estrategia de armonización económica e institucional, de cuyos éxitos pocas dudas caben, y que ahora se recualifica al concebir a la Unión como un ámbito para la coordinación de las políticas de los Estados miembros al servicio de unos objetivos que destacan los propósitos y las ideas más resueltas sobre los valores que acreditan la dignidad del ser humano y de las sociedades en las que se integra. Supone alcanzar lo que Adela Cortina ha llamado acertadamente “una identidad moral”.

Recogerlos explícitamente no puede ser entendido a modo de simple inventario, entre otras razones porque su inclusión y su defensa suponen un compromiso que va más allá del simple enunciado de buenas intenciones para concretarse en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión, verdadera pieza maestra del articulado y en la que se fundamentan la ciudadanía europea, el derecho europeo de los servicios públicos y todo un cúmulo de aportaciones desde la perspectiva social, que inciden de manera reiterada en las condiciones de trabajo, en la lucha contra la exclusión, en la igualdad entre hombres y mujeres, con especial referencia a la igualdad de retribución por el mismo trabajo, y en la protección social de los trabajadores. Y aunque sólo fuera por la relevancia otorgada a los derechos humanos, que permiten, sobre la base del texto comentado, singularizar a la Unión Europea como “un espacio de libertad, igualdad u justicia”, ya sería motivo más que suficiente para justificar el apoyo solicitado.

Mas no son los únicos argumentos en los que cabría insistir, por más que no resulte posible sintetizar en pocas líneas las reflexiones que avalan un pronunciamiento favorable. Me limitaré simplemente a destacar tres cuestiones que no pueden pasar desatendidas. Por un lado, se ha de tener en cuenta que el gran salto cualitativo que este Tratado Constitucional aporta consiste en otorgar dimensión y racionalidad política comunitaria a unos cimientos que hasta ahora se habían decantado primordialmente hacia la lógica económica del mercado único, sin menoscabo de las iniciativas de solidaridad en las que se ha basado una parte esencial de la modernización de España. La construcción de la Europa política, sustentada en el reconocimiento de su personalidad jurídica, se convierte de este modo en una garantía indispensable para la preservación del modelo social europeo y de su propia entidad en el marco de las nuevas coordenadas definidas por la globalización económica y el afianzamiento de la hegemonía estadounidense. Para lograrlo el documento incorpora una serie de mecanismos de decisión destinados a facilitar un funcionamiento más democrático de un entramado tan complejo, en el que los Estados, de fronteras incuestionables, ejercen una importante responsabilidad de equilibrio y de coherencia interna.
Y así el que las competencias ejercidas por la Unión y los Estados se hallen debidamente clarificadas, el que se asegure la transparencia de las deliberaciones, el que el Presidente de la Comisión sea elegido por el Parlamento en función de los resultados de las elecciones europeas o la posibilidad de que un determinado número de firmas puedan respaldar la introducción de cambios legislativos son, entre otras muchas, consideraciones claves que hay que hacer a la hora de valorar los avances introducidos en pro de un funcionamiento más democrático del sistema. Por otro lado, no quepa duda que la reiteración del principio de “cohesión económica y social”, al que se suma la valiosa connotación de “territorial”, permite abrigar expectativas susceptibles de favorecer, amén de políticas medioambientales realmente aplicadas, la toma en consideración de situaciones críticas como cuando se alude a “las regiones que padecen desventajas naturales o demográficas graves y permanentes” (¿alguien ha pensado de qué manera puede incidir este criterio en el futuro de Castilla y León?). Y, por último, cuando se alude a las reservas que suscitan los capítulos referidos a la “acción exterior de la Unión” y cunde la alarma frente a los efectos que se derivan del principio de unanimidad, no estaría de más observar al tiempo que, si resulta dificil minimizar lo que en el fondo continua siendo una prerrogativa dificilmente renunciable en aras de la defensa de la soberanía de los Estados, el Tratado Constitucional es harto contundente cuando defiende la necesidad de la cooperación al desarrollo y una actuación en el exterior basada en el respeto de los principios de la Carta de las Naciones Unidas y del Derecho Internacional. ¿Podemos imaginarnos cómo hubiera podido afectar este respeto hace dos años a la actitud de los países europeos frente a la guerra y ocupación de Irak?.