El Norte de Castilla, 16 de octubre de 2020
¡Qué
interesante hubiera sido conocer la opinión de Miguel Delibes sobre las
experiencias vividas en el mundo a lo largo de 2020! ¡Cuántas enseñanzas podrían
ser extraídas y aprendidas de las reflexiones críticas efectuadas por quien tan aguda e intensamente
se mostró sensible, y al margen del tópico tan al uso, hacia cuanto sucedía a su
alrededor! Conociendo su obra, y valorando la cualidad visionaria de muchas de
las ideas vertidas en sus escritos, podemos imaginarlas, igualmente válidas, en
el contexto del año en que los hechos que justifican esta reflexión coinciden
con la conmemoración de su centenario. Es una buena ocasión, que no conviene desaprovechar, para aproximarnos a
la interpretación de lo sucedido y de lo que se avecina con ayuda del legado
del autor. Es esa percepción de “la tierra herida”, expresiva noción que
identifica otra de sus obras, en este caso compartida con su hijo Miguel, la
que cobra plena vigencia y conviene traer a colación en el momento en el que
afloran los debates en torno a la pandemia de la covid 19 y la terrible conmoción
provocada en la salud, en las actividades económicas y en las formas de vida de
todo el mundo.
Hay textos en la obra de Delibes que
constituyen una premonitoria llamada de atención sobre los hechos acaecidos en
“el año que vivimos peligrosamente”, por analogía con el título de la interesante
película de Peter Weir. Las señales de alarma, bien cimentadas en su propia experiencia, se encuentran ya claramente definidas en el discurso de ingreso en la Real Academia Española, pronunciado en mayo de 1975 con
el expresivo título El sentido del progreso desde mi obra, en el que plantea su
preocupación por el hecho de que “la naturaleza mancillada se alza contra el
hombre en abierta hostilidad”. Basta esa contundente reflexión para interpretar
el alcance de las causas que explican la vulnerabilidad y los riesgos que
amenazan al ser humano ante las reacciones que los impactos sobre la naturaleza
ocasionan en las dinámicas de los seres vivos, dando origen a perturbaciones ecológicas,
que periódicamente se materializan en fenómenos biológicos causantes de
epidemias, consecuentes a los desequilibrios producidos en el funcionamiento de
los ecosistemas. La magnitud de los efectos asociadas a la pandemia y la diversidad de las
implicaciones que desde todas las perspectivas ha traído consigo permiten
calibrar de qué manera el año 2020 ha supuesto un periodo traumático singular
en el que la crisis sanitaria, económica y financiera y sus derivaciones nos han situado en un
escenario de restricciones y cautelas que han modificado radicalmente las
formas de entender las relaciones de la sociedad con el espacio y con el tiempo
que nos ha tocado vivir.
Si la perspectiva disponible después
de estos meses arroja elementos de juicio suficientes para valorar las
dimensiones de la catástrofe y sorprenderse por los errores cometidos y la
ausencia de autocrítica, lo que más importa en estos momentos es utilizar la
experiencia previa y la ahora adquirida como soporte sobre el que edificar un
futuro diferente. Se trata de un futuro basado en la honesta toma en
consideración de lo que aportan las advertencias recibidas, en el
fortalecimiento de los instrumentos de supervisión y control, en la eficacia de
la coordinación interinstitucional. Medidas todas ellas encaminadas a la
corrección de los efectos más lesivos y, sobre todo, a sentar las bases –
científicas, intelectuales y estratégicas – que hagan posible alentar una
visión esperanzadora de que lo vivido en 2020 pueda cristalizar en la formación
de una cultura del riesgo y de superación del miedo, capaz de configurar un
horizonte más cauteloso con la dinámica de la Tierra y con los procesos que condicionan
la evolución de sus componentes naturales.
A partir del interesante debate que enhebra las
reflexiones expuestas en La Tierra herida, seguramente Miguel Delibes estaría
de acuerdo en que los desafíos a asumir como reacción a la pandemia – ese
“ataque planetario”, como lo ha calificado Schadeck - tienen que ver en parte
nada desdeñable con la defensa de las sensibilidades y las prácticas que pone
de manifiesto a través de su obra, coherente con la relevancia asignada a la
naturaleza como testimonio de una preocupación sin fisuras y movido a su vez por
el afán, a tenor de lo que el propio subtítulo de la obra subraya, de dejar el mejor legado posible para las
generaciones venideras. Es en este sentido como cabe entender la pertinente recuperación
del pensamiento del autor de El camino para fundamentar la postura a favor de
un mundo nuevo, asumiendo, mediante el conocimiento científico de los hechos y
la acción política más idónea, las oportunidades de futuro que toda crisis
provoca como respuesta a las severas lecciones recibidas. Es cierto que aún nos
encontramos en un momento en el que las estimaciones de hacia dónde se encamina
lo que ha de llegar se resuelven en un panorama repleto de contradicciones y
ambigüedades, en el que las posiciones desalentadoras comparten titulares con
las más proclives al optimismo y a la voluntad de presagiar un mundo mejor, no
sumido en las superficialidades de la utopía. Mas también es obvio que en este
ambiente de dudas e incógnitas aún por dilucidar, y a expensas de lo que la
experiencia aconseje y las iniciativas públicas y privadas puedan racionalmente
desplegar, no carece de sentido invocar la utilidad de esa “conciencia moral
universal” que Delibes propuso en su discurso de ingreso en la RAE en 1975,
cuando casi nadie hablaba de estos temas, al señalar que “esta conciencia que
encarno preferentemente en un amplio sector de la juventud, que ha heredado un
mundo sucio en no pocos aspectos, justifica mi esperanza”.