Mostrando entradas con la etiqueta Europa. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Europa. Mostrar todas las entradas

9 de marzo de 2022

Carta abierta de los geógrafos rusos contra la invasión de Ucrania


Esta carta fue remitida desde Rusia a diferentes Grupos de Investigación internacionales para que fuese conocida y respaldada mediante firma. Me cupo el honor de hacerlo (7 marzo 2022) 


 Lettre ouverte de géographes russes contre les actions de guerre en Ukraine

Au Président de la Fédération de Russie, Vladimir Poutine,

 

Nous, citoyens de la Fédération de Russie, géographes, enseignants, scientifiques, étudiants, doctorants et diplômés, signataires de cette lettre ouverte, conscients de notre responsabilité vis à vis du destin de notre pays, nous nous opposons catégoriquement à toute action militaire sur le territoire de l’Etat souverain d’Ukraine et exigeons un cessez-le-feu immédiat des deux côtés ainsi que le retrait des troupes russes vers le territoire de la Russie.

 

Nous considérons qu’il est immoral de nous taire à ce moment précis, quand chaque jour et chaque heure des gens meurent du fait d’actes de guerre. Les opérations de combat menacent des sites vulnérables, tels que la centrale nucléaire de Tchernobyl, les centrales hydroélectriques sur le Dniepr et les exceptionnelles réserves de biosphère de l’Ukraine. Il est inadmissible, au XXIème siècle, de prétendre résoudre des conflits politiques les armes à la main ; tout conflit que ce soit, interne à l’Ukraine ou entre nos deux États doit être résolu uniquement par la voie de la négociation. Peu importe par quoi on justifie l’invasion de l’armée russe : les citoyens russes d’aujourd’hui comme les générations à venir en Russie en paieront le prix.

 

Cette opération militaire vide de sens les efforts déployés depuis bien des années tant par les géographes que par des chercheurs d’autres disciplines pour la sauvegarde des paysages, pour lutter contre le changement climatique, pour la création de zones naturelles protégées, pour organiser un développement pacifique des économies de Russie et d’Ukraine, et pour le développement de leur coopération transfrontalière. Nous ne pouvons pas renoncer à notre mission : continuer à contribuer à un développement pacifique et harmonieux de notre pays ainsi qu’à son intégration dans l’économie mondiale.

Nous voulons vivre sous un ciel pacifique, dans un pays ouvert au monde et dans un monde ouvert à notre pays, continuer à faire de la recherche au nom du monde, pour le du bien-être de notre pays et de l’ensemble de l’humanité. Les opérations de guerre doivent cesser immédiatement !

20 de septiembre de 2009

Símbolo de la historia europea


-->
El Norte de Castilla, 18 de Septiembre de 2009
Quizá se ha tomado esta decisión - la de otorgar a Berlín el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia- demasiado tarde, cuando a muchos les dice poco ya lo que significa esta ciudad unificada. Al final, cuando la experiencia de la integración europea parece consolidada, aunque vientos de confusión y desencuentro matizan las opiniones más entusiastas, la recuperación de la memoria de lo que ocurrió hace veinte años nos retrotrae – lo que no está mal - a uno de los acontecimientos más importantes del siglo XX al tiempo que nos invita a pensar sobre lo que representa la unión de un pueblo que hoy se erige como la expresión de un país y de una sociedad que suscitan admiración y respeto. Ciertamente el proceso de unificación no ha sido fácil ni merece por parte de quienes se han visto implicados o afectados por él el mismo reconocimiento. Mas no cabe duda de que, pese a todas las críticas y observaciones que pudieran hacérsele, la comprobación de lo que fue la República Democrática Alemana nos lleva inevitablemente al convencimiento de que no de otra forma podría haberse zanjado para siempre lo que fue una tragedia histórica.

La Historia de Alemania ha marcado con tanta violencia la de Europa y la del mundo que reconforta pensar que esa agresividad, responsable de tanta muerte y destrucción, ha desaparecido para siempre. El tiempo se ha encargado de desmentir los negros presagios de Günter Grass cuando dijo aquello de que “quiero tanto a Alemania que prefiero que haya dos”. Pues, si nunca olvidaremos su nivel de responsabilidad en el desencadenamiento de las tensiones que dieron origen a la tragedia de los Balcanes, nuestra percepción de lo que el Estado alemán ha aportado a la integración y a la cohesión europeas no debe ser minusvalorado. Su esfuerzo como país contribuyente clave a la dotación de los fondos comunitarios ha sido, lo está siendo aún, más que considerable, de lo que los españoles debemos ser conscientes pues no de otra forma se entiende una parte significativa de la modernización experimentada por el país desde mediados de los ochenta del siglo pasado. Es cierto que ello tiene también su contrapartida favorable, pero cuesta pensar qué hubiera sido de la Unión Europea sin la voluntad política a su favor manifestada desde la Cancillería y el Reichstag.

Alemania es sin duda mucho más que Berlín, pero también la imagen de Berlín rebasa con creces la de su propio Estado para convertirse en un símbolo y en una referencia en el mundo. Y lo es porque el muro que la dividía la situaba en la perspectiva de una ciudad enfrentada, incapaz de ser ella misma, y de escenificar las escenas de odio y rechazo que hacen de la sociedad que las sufre la expresión más patente de las heridas sin cicatrizar provocadas por la historia. Esa experiencia ha pasado factura al porvenir de la ciudad. Ya no es la potencia económica de antaño ni tampoco el motor de la vida cultural de Alemania. Es, lo que no es poco, la sede del poder político y, ante todo, la ciudad donde se respira, mientras se contempla la Puerta de Brandenburgo o se pasea por la Kunfurstedam o el entorno de Alexanderplatz, esa sensación de libertad que deriva de la comprobación de que el muro que fragmentaba a Europa ha sido definitivamente derribado.

30 de abril de 2009

URBANISMO ABUSIVO E INDIFERENCIA PÚBLICA



El Norte de Castilla, 30 de Abril de 2009


A penas una lacónica nota de prensa ha dado cuenta del informe recientemente aprobado por el Parlamento Europeo sobre «el impacto de la urbanización extensiva en España en los derechos individuales de los ciudadanos europeos, el medio ambiente y la aplicación del Derecho comunitario». La referencia ha sido fugaz y, como suele suceder con las noticias incómodas o que no se consideran sustanciales, pronto anulada por la vorágine informativa que obliga a mirar en otras direcciones.

Y, sin embargo, el tema reviste una enorme importancia por razones que no conviene descuidar: es, de un lado, la primera vez que un país de la Unión Europea es descalificado con tanta contundencia sobre la forma de ordenar, mediante el urbanismo, su propio territorio; y supone, de otro, un aldabonazo en la conciencia de los poderes públicos y de la ciudadanía en general, destinatarios de las críticas alusivas a un modelo de crecimiento urbano que lesiona principios y derechos que tienen precisamente en la calidad de vida asociada a la calidad de territorio su punto de referencia fundamental.

No es una denuncia que haya surgido por vez primera. Ya en dos ocasiones anteriores (2005 y 2007) el mismo órgano criticó severamente los abusos de esta naturaleza cometidos en nuestro país con argumentos de los que también se haría eco a finales del 2006 el Relator Especial de Naciones Unidas «sobre Vivienda Adecuada». Destacó datos sorprendentes, al señalar que «la compra de una vivienda residencial sobre plano y su posterior venta antes de la firma de la escritura de propiedad puede generar, en algunos casos, plusvalías de más del 846% en menos de un año», o que «el 26% de los ingresos de los ayuntamientos procede de la especulación urbanística, la cual aporta a las autoridades locales más ingresos que el Gobierno central». «España - concluía el Relator de la ONU - debería reflexionar sobre sus políticas económicas y sociales, de modo que las políticas y leyes que emanen de esta reflexión adopten un enfoque de la vivienda y el suelo basado en los derechos humanos». Este informe pasó desapercibido e ignoro si alguna referencia mereció en los órganos de comunicación social.

Pero la realidad es tozuda y, por más que se intente enmascarar o eludir, acaba aflorando con mensajes aún más aleccionadores, que dicen bien poco de la capacidad de reacción de aquéllos a quienes se dirigen cuando persisten en la misma actitud de indiferencia denunciada. El Parlamento europeo, con observaciones y conclusiones muy duras, aprobadas por la mayoría, ha vuelto a llamar la atención sobre un problema que ha puesto a España en el punto de mira de quienes se preocupan por la defensa de un entorno saludable, sostenible y respetuoso con sus valores ambientales. Incluso llega a hablar de que «en España se ha generado una forma endémica de corrupción», advirtiendo del riesgo de congelación de los fondos comunitarios hasta que no se ponga fin a este tipo de actuaciones. No obstante, los eurodiputados españoles se han mostrado disconformes con el acuerdo de la Eurocámara, mientras el Gobierno lo ha ninguneado. El voto negativo de los pertenecientes al Partido Popular tuvo su correlato en la abstención de los socialistas. Un tema incómodo para ambos, en la medida en que ponía de relieve las vergüenzas domésticas a la par que sacaba a relucir responsabilidades implícitas en las que de forma directa se han visto envueltos representantes de todas las formaciones.

¿Qué está pasando en España cuando se trata de algo tan relevante como la calidad de su patrimonio territorial?. Cabe pensar que la batalla por la defensa de los valores ambientales y de la calidad del territorio está seriamente amenazada. A nadie con responsabilidad en el ámbito de la decisión pública parece importarle gran cosa el tema. Un pacto de silencio domina la escena sobre el particular. El principio del 'todo vale' se ha impuesto como principio al amparo de una justicia que en la mayoría de los casos actúa tarde y con sorprendente tibieza.

Tanto en momentos de expansión económica como de crisis la sensibilidad ambiental brilla por su ausencia. Los desastres cometidos por la urbanización abusiva de que ha sido objeto durante los últimos diez años todo el espacio susceptible de ofrecer pingües beneficios a quienes pudieran beneficiarse de ello no van a la zaga de las tolerancia concedida a cuantos en un contexto recesivo puedan encontrar en el pillaje de los valores ambientales el pretexto para justificar demagógicamente que ante todo priman el empleo y la riqueza que con ello se genera. Invocan un argumento que, en verdad, no resiste la mínima crítica: el empleo logrado siempre es precario y fugaz y, por lo que respecta a la riqueza, sólo su magnitud es perceptible en quienes a la postre engrosan sus patrimonios sin escrúpulo alguno.

Tal es la lógica que ha regido para la mayoría de los ciudadanos el crecimiento urbanístico en España ante la permisividad de quienes tenían el deber de controlarlo. Algún día habrá que inventariar los casos de corrupción que en nuestro país se han fraguado en torno a la construcción inmobiliaria. Mucho me temo que no se haga, pues, si se hace, el escándalo superaría las previsiones más pesimistas. Hay que ser beligerante con este tema porque creo que, más allá de la corrupción que pueda emponzoñar la imagen de los implicados en las malas prácticas urbanísticas, en el fondo acaba minando los cimientos morales de la sociedad, adultera su jerarquía de valores, enaltece la primacía del desaprensivo y supone una perversión de la democracia cuando se respaldan electoralmente comportamientos delictivos, que lo entienden como una demostración de su impunidad ante la ley.

1 de diciembre de 2008

CRISIS INDUSTRIAL, ¿RESIGNACIÓN O DESAFÍO?


El Norte de Castilla, 1 de Diciembre de 2008


Hace aproximadamente cinco años en Francia, Alemania y Reino Unido comenzaron a cobrar fuerza interesantes debates sobre el porvenir industrial a que estos países, y la Unión Europea en general, se enfrentaban en el panorama de incertidumbres provocado por la globalización de la economía. Prueba de ello fue, entre otros, el contenido del documento elaborado por la Presidencia de la República francesa en septiembre de 2004 sobre las condiciones de evolución de la política industrial para darse cuenta de los vientos que soplaban por Europa sobre un tema de tanta trascendencia para su futuro. No había que tener especiales dotes adivinatorias para presagiar cambios decisivos en el comportamiento espacial de las empresas, atraídas por las ventajas que otros escenarios pudieran ofrecer para la implantación de instalaciones fabriles al amparo de sus menores costes laborales y de su proyección hacia áreas de mercados en expansión. A ello se unía en el caso europeo el atractivo margen de perspectivas creadas por la ampliación hacia el Este, que ya dejaba entrever su repercusión en este sentido mucho antes de que se produjese la integración de estos países.


Sin embargo, hablar de política industrial, de estrategias de futuro, de proyectos de innovación encaminados a fortalecer el tejido productivo de base endógena no formaba parte de las prioridades en las que entonces se enmarcaba la política económica española. Los temas que atraían la atención eran otros, alentados por altas tasas de crecimiento en la renta y el empleo en los sectores que se consideraban motores de la economía, responsables de una sensación de confianza traducida en declaraciones entusiastas que, leídas de nuevo hoy, no dejan de causar un cierto rubor. Y sorprende que así fuera pues a nadie se le ocultaba tampoco la vulnerabilidad de un modelo de crecimiento sustentado en exceso sobre pilares cuya inconsistencia ya se había puesto de relieve en otros escenarios. No eran muchas las voces que en la prensa especializada se hacían eco de esta amenaza, pero sí encontrábamos de cuando en cuando advertencias aleccionadoras que, apoyándose en la experiencia comparada, destacaban que la dependencia de la actividad inmobiliaria y del turismo introducía niveles potenciales de riesgo asociados a su característica evolución coyuntural y a la dificultad de plantear dinámicas estables de crecimiento en virtud del comportamiento fluctuante de la demanda.


Estas tendencias críticas eran aún más previsibles en el sector de la construcción, sobre el que algún día habrá que hacer un análisis a fondo de las circunstancias que han motivado su consideración como uno de los factores más traumáticos de la economía así como de sus implicaciones en la sociedad, en la política y en el territorio españoles. Nada más lejos de mi ánimo que cuestionar su importancia y necesidad, pero lo que ha ocurrido en España en los últimos diez años a este respecto es realmente muy grave.


Entre tanto, insistentes y reiterativas eran las advertencias sobre los bajos niveles de productividad y de competitividad que afectaban a la economía española, situándola en estos decisivos indicadores en los últimos lugares de los países más avanzados de la Unión Europea. Este déficit, destacaron Luis de Guindos y Emilio Ontiveros, en una interesantísima mesa redonda celebrada en Valladolid a comienzos de este año, constituye un grave condicionamiento que es necesario afrontar en unos momentos en los que el modelo de crecimiento comienza a entrar en crisis y se impone la necesidad de afrontar los retos impuestos por la fuerte competencia internacional y las tendencias a la deslocalización de las empresas, en el nuevo marco de posibilidades y expectativas de recuperación de la rentabilidad permitidas por la globalización de la tecnología y de los mercados.


Y es que la importancia y la magnitud de las operaciones de deslocalización sufridas por la industria española en esta primera década del siglo XXI son sin duda alarmantes. Casi un centenar de actuaciones acometidas o proyectadas en tal sentido durante estos años han hecho mella sobre cerca de 50.000 trabajadores al tiempo que revelado la fragilidad de un tejido productivo - encabezado por el sector de material de transporte, equipos eléctricos, caucho, madera y textil – en el que las estrategias planteadas por las empresas que acometen esta decisión escapan por completo al control del país de acogida, lo que trae consigo, aparte de un fortísimo coste social, la descapitalización de las áreas de implantación y la génesis de un horizonte de incertidumbre para el que no existen respuestas y alternativas a un plazo lo suficientemente corto para neutralizar la gravedad de sus efectos.


Son tan numerosas las experiencias vividas en España y en la mayor parte de sus Comunidades Autónomas, entre ellas Castilla y León, que sorprende el que esta cuestión no haya sido abordada como un gran tema de Estado, primordial por su importancia y, desde luego, mucho más interesante y necesario que las polémicas encrespadas que han sacudido la vida política española y que, a la postre, han quedado relegadas al olvido.


Ha habido que esperar al estallido de la crisis financiera que conmociona nuestra época, y que en España se ve agravada por una crisis económica y de competitividad, para que comenzasen a aflorar las voces a favor de la necesidad de poner en marcha una política industrial, que reafirmase las posiciones del país en este sentido y le liberase de los contrapesos que aún dificultan seriamente una inserción sólida y estable en la economía y en la sociedad globalizadas. Desde esta perspectiva, bienvenido sea el reconocimiento del papel esencial que la industria debe desempeñar en el desarrollo económico. No en vano, es el sector que fortalece la innovación, el desarrollo de los servicios avanzados y la presencia en el mercado internacional, que de ningún modo debiera estar basada en la especialización en sectores de bajo valor añadido, con el riesgo de debilitamiento de sus posiciones en la economía internacional que ello traería consigo.

1 de julio de 2008

¿Podrá tener la Unión Europea alguna vez un Tratado apoyado por los ciudadanos?


El Norte de Castilla, 1 de Julio de 2008


Tanto en el 2005, cuando se sometió a referéndum el Tratado Constitucional en Francia y Holanda, como con ocasión de la reciente consulta planteada en Irlanda para la ratificación del Tratado de Lisboa los debates sólo han comenzado a tener verdadera resonancia a medida que los sondeos apuntaban a un posible rechazo por parte de los ciudadanos. Bien es verdad que la lección aprendida en el primer caso advirtió de los riesgos que podría deparar el hecho de que el futuro del nuevo Tratado estuviera supeditado al respaldo ciudadano, lo que explica la remisión del tema a los respectivos Parlamentos, salvo en el caso excepcional de la República de Irlanda que, por imperativo constitucional, forzó a la consulta popular.


El rechazo irlandés ha puesto sobre la mesa una cuestión decisiva: ¿es posible que un Tratado concebido con los objetivos que inspiraron los ya mencionados pueda ser aceptado alguna vez por las sociedades europeas, conscientes de que, al respaldarlo, se decantan por la mejor opción posible para el futuro de sus Estados y del suyo propio? O, dicho de otro modo, ¿hasta qué punto los ciudadanos de los 27 países miembros pueden llegar a sentirse identificados con un compromiso de esa envergadura, abierto a posibilidades pero también a renuncias y a equilibrios muchas veces difíciles de entender?. Considero que las posibilidades de lograr un respaldo democrático a este tipo de iniciativa tropiezan con cuatro obstáculos nada desdeñables.


En primer lugar, las perspectivas de aprobación popular están muy condicionadas por la gran heterogeneidad de los Estados que la forman. Lo son en tamaño, en nivel de desarrollo, en distribución del poder territorial y en sensibilidad política supraestatal, entendiendo como tal esa “articulación positiva de escalas complementarias” de que hablaba Jacques Delors. Ante una realidad tan dispar, los recelos y las suspicacias frente a lo comunitario son habituales y, a la postre, se acaban imponiendo como mecanismo de protección ante temores o prevenciones que subjetivamente son asumidos como arriesgados.


Este hecho se agrava, en segundo lugar, si tales comportamientos no son debidamente contrarrestados por una pedagogía política que convenza a la ciudadanía del valor de la pertenencia a un espacio integrado del que derivan posibilidades que de otra forma pudieran verse mermadas o simplemente no existir. Cuando oímos al Premier irlandés calificar al Tratado de farragoso y aburrido o cuando los epítetos que aplica la Liga Norte que cogobierna en Italia son cualquier cosa menos alentadores, por no mencionar los apelativos que merece por parte de los gobernantes de la República Checa, alineados desde el primer momento con los irlandeses, no es difícil llegar a la conclusión de que la falta de entusiasmo de que con frecuencia hacen gala quienes debieran transmitir un mensaje de confianza o, al menos, de pesimismo controlado, constituye un serio obstáculo a la hora de emprender proyectos que a menudo son trivializados o distorsionados en su análisis y valoración. No cabe duda que afrontar las consultas populares con este bagaje desalentador anticipa la adversidad de los resultados.


En cierto modo, esta falta de clarificación de lo que significa un Tratado que profundiza en la integración de un mosaico tan dispar tiende, en tercer lugar, a exacerbar los temores a la pérdida no tanto de la identidad como de las particularidades que garantizan la defensa de las posiciones de cada comunidad estatal en un contexto mucho más amplio. Un contexto que necesariamente conlleva tanto la adecuación a una lógica integradora de carácter global como la asimilación de unas reglas del juego que comprometen las líneas de actuación futuras, a la par que obligan a efectuar renuncias o a revisar prácticas e instrumentos presuntamente disconformes con los principios comunes. Surge así una especie de contradicción entre la defensa de la especificidad y la asunción de lo comunitario. De ahí que no sea fácil que esa antinomia se resuelva con dosis más o menos elevadas de pragmatismo, por cuanto las ventajas que derivan de la integración – generalmente asociadas a los fondos que acompañan a la política de cohesión económica y social entre las regiones y a los subsidios agrarios, que siguen ocupando una fracción muy destacada del presupuesto comunitario – se anteponen como argumentos a defender, aunque su consistencia declina cuando de se trata de introducir ajustes en aras de una convergencia de intereses y solidaridades compartidas.


Y, por último, creo que no es escasa la responsabilidad que en este intento de explicación desempeña lo que podríamos calificar como una percepción remota o banal del mismo concepto de lo europeo. ¿Existe en las plurales sociedades que integran la UE la conciencia de una identidad complementaria a las escalas de referencia más próximas (local, regional o nacional) capaz de entender la “europea” como algo progresivamente indisociable de los sentimientos de pertenencia más consolidados? Se ha avanzado mucho en el proceso de construcción europea, insólito en el mundo, pero a medida que las ampliaciones han hecho de la experiencia comunitaria algo difícil de abarcar, no es de extrañar que la dimensión del Estado prevalezca para la mayoría de los ciudadanos europeos como mecanismo de salvaguarda frente a un panorama de horizontes difusos o de directivas muy cuestionables que ni entienden ni se les explica convenientemente.

19 de diciembre de 2007

Los impactos de la Alta Velocidad Ferroviaria


El Norte de Castilla, 19 de Diciembre de 2007


La experiencia comparada revela que los procesos de transformación económica y territorial no experimentan en nuestra época cambios tan drásticos y acelerados como los que han tenido lugar en etapas anteriores, cuando causas similares han desencadenado dinamismos y reestructuraciones de notable intensidad, hasta el punto de marcar nítidas rupturas con las tendencias precedentes. Algunos comentaristas han anticipado que la llegada a Valladolid del Tren de Alta Velocidad (TAV) a finales de 2007 puede tener la misma trascendencia que la del ferrocarril en 1859. Partiendo de la idea, en principio acertada, de que el Valladolid moderno se identifica con los grandes hitos que han marcado su condición de enclave ferroviario de primer orden, exageran al extrapolar a nuestros días fenómenos que, si tuvieron lugar en el contexto característico de la industrialización española en la segunda mitad del siglo XIX, difícilmente pueden reproducir los efectos acumulativos de entonces en un momento como el actual en el que las premisas sobre las que se fundamenta el desarrollo son mucho más complejas y diversificadas. Y sobre todo no tan dependientes de las infraestructuras, cuyo papel se ha modificado de modo sustancial.


Si históricamente el tren introdujo un decisivo factor de diferenciación en la dinámica de los territorios al amparo de las posibilidades abiertas por la nueva función otorgada a los núcleos favorecidos por su trazado - y de ello Valladolid siempre será un ejemplo emblemático -, la realidad contemporánea relativiza el alcance de estos impactos, en la medida en que la mejora de la movilidad ya no constituye en sí mismo una garantía de desarrollo o de generación de actividad a los niveles estimados por las previsiones más optimistas. Se trata más bien de un soporte técnico al servicio de las economías de escala preexistentes o de los potenciales de demanda que han sido utilizados como criterio para la implantación del nuevo eje circulatorio, que inevitablemente ha de acomodarse a los principios de eficiencia y rentabilidad con que se concibe y diseña este tipo de línea férrea.


Desde que en 1981 entró en funcionamiento el primer TAV europeo entre París y Lyon, los análisis realizados son más que elocuentes a la hora de valorar el alcance de los impactos provocados, su incidencia en el desarrollo y la repercusión en el sistema territorial en el que se inserta. En síntesis se puede decir que la mejora de la conectividad y la accesibilidad que una operación de estas características trae consigo reviste una doble dimensión. La más relevante, inmediata y de gran resonancia, es sin duda la urbanística y la territorial. Ya sea mediante la creación de un área específica, ya mediante la ordenación con este fin del espacio tradicionalmente ocupado por las instalaciones ferroviarias en todos los casos tiene lugar un fortísimo proceso de revalorización del suelo, que repercute sobre el conjunto del área afectada, con las consiguientes derivaciones especulativas, claramente estimuladas por las ventajas a que induce la nueva centralidad construida.


En este sentido, Valladolid va a ser posiblemente la ciudad europea con mayor superficie a reordenar, heredada del aprovechamiento del espacio ocupado por los antiguos talleres del ferrocarril, a la que se suma la resultante de la operación de soterramiento cuando se lleve a cabo. La disponibilidad de más de 90 Has. en un espacio urbano consolidado constituye una singularidad que explica el alcance de la impresionante metamorfosis funcional y estética prevista, al tiempo que va a representar, para bien o para mal, un ejemplo de referencia sobre el modo de intervenir en los antiguos espacios de uso ferroviario. Y, por otro lado, es evidente también que, merced a la intermodalidad propiciada por la conexión física de la nueva infraestructura con los enlaces viarios y aéreos, a los que ha de impulsar notablemente, la posición estratégica de Valladolid se ha de fortalecer sobremanera como nodo logístico crucial tanto en la Península Ibérica como en el conjunto del llamado Arco Atlántico.


En cambio, conviene entender la dimensión económica y social de manera más cautelosa. En ninguna de las experiencias europeas o españolas el salto cuantitativo ha sido tan intenso como se esperaba. En el ejemplo al que se suele recurrir en España para demostrar que los impactos pueden ser de envergadura – Ciudad Real – los datos no revelan magnitudes tan elevadas por lo que respecta al desarrollo económico e inmobiliario, por más que sea cierta una acentuación de la movilidad al amparo de los desplazamientos pendulares que tienen lugar entre Madrid y las ciudades sujetas a su área de influencia. Tal parecer ser la repercusión más manifiesta: una intensificación de la movilidad, asociada bien la sustitución del modo de transporte utilizado (el vehículo particular e incluso el avión, como ha sucedido en Sevilla y se prevé ocurra también en el caso de Barcelona) o bien a un aumento de la frecuencia de los usuarios habituales, lo que de hecho no implica un incremento sensible del número de viajeros ni, por ende, de las expectativas de demanda de vivienda, máxime cuando se aprecia una saturación del mercado por sobreoferta, con la consiguiente modificación a la baja de los precios.


Y lo mismo cabría decir de sus efectos en la implantación de empresas o en la captación de inversiones, destinadas a vigorizar el tejido productivo, avanzar en la innovación y animar la creación de empleo. No hay ningún automatismo comprobado en este sentido, ya que, cuando la distancia deja de ser un factor condicionante de la localización de las empresas, emergen otros factores (potencial humano, suelo industrial, redes tecnológicas, calidad de los servicios….) que elevan la magnitud del capital territorial y que hay que saber valorizar, lo que explicaría las tendencias selectivas que al respecto se perciben en Europa. El caso de Lille, esa espléndida ciudad del Norte de Francia hermanada con Valladolid desde 1987 y con una posición estratégica privilegiada entre Paris y Bruselas al amparo del TAV puesto en funcionamiento en 1993 y después ampliado hasta Londres a través del Canal de la Mancha, es una prueba fidedigna de que si la alta velocidad ferroviaria afianza la centralidad no asegura por sí sola la dinamización de las potencialidades latentes ni resuelve a su favor las ventajas que derivarían de que la ciudad acabe prevaleciendo más como destino final que como mero lugar de tránsito.

24 de enero de 2006

Castilla y León en la Unión Europea: viejos problemas, nuevas perspectivas



El Mundo-Diario de Valladolid, 24 de Enero de 2006



La nueva etapa iniciada a partir del año 2007 va a suponer un cambio muy significativo respecto a la posición que ha ocupado España en la distribución de los Fondos Estructurales y de Cohesión desde su integración hace ya cuatro lustros en el espacio comunitario europeo. De figurar en primer lugar como país receptor de ayudas en el periodo 2000-2006, y tras haber recibido entre 1989 y ese último año más de 100.000 M€ (a precios de 1999) - a los que habría que sumar al tiempo la notable aportación correspondiente a los fondos de garantía agrícola – el horizonte financiero abierto para nuestro país durante el próximo septenio (2007-2013) nos inscribe en un escenario bruscamente distinto, en el que la acusada reducción de estas asignaciones, con una caída de su saldo operativo con la UE de 43.715 M€ en la totalidad del periodo, coincide con el comienzo de un proceso decreciente que culminará en 2013 cuando España aparezca ya como contribuyente neto positivo en el presupuesto de la Unión.

Dentro de este panorama, debemos ser conscientes de que Castilla y León se singulariza como la región española más afectada por esta tendencia. Deja definitivamente de pertenecer a las primadas Regiones Objetivo 1, al superar con holgura el listón que hasta ahora la había permitido figurar entre las más beneficiadas, precisamente por su condición de “región asistida”, acentuada a su vez por los bajos niveles de renta de sus provincias occidentales. Sin embargo, merced al llamado efecto de crecimiento natural, reflejado en un índice de convergencia (97,99) muy próximo a la media comunitaria (100), y llamativamente con tres de sus provincias (Soria, Burgos y Valladolid) colocadas en el listón de las diez primeras españolas según la evolución de este indicador en los últimos cinco años, abandona el grupo de las regiones receptoras del capítulo principal de ayudas junto a la Comunidad Valenciana y Canarias, de las que, sin embargo, la separan diferencias notorias: todos sabemos de la espectacular vitalidad del “eje mediterráneo”, ostensiblemente liderado por el Levante español, y también nos consta hasta qué punto la condición del archipiélago como “región ultraperiférica” la otorga una ventaja de tratamiento excepcional que posiblemente se va a mantener para siempre.

El desafío así planteado en nuestro caso reviste, a mi modo de ver, una doble dimensión, que conviene clarificar. En primer lugar, sobresale la de carácter financiero, necesariamente ajustada a los márgenes impuestos por la nueva política regional europea, en la que, como no podría ser de otro modo, se aprecia un sesgo muy marcado a favor de los países incorporados en 2004, con el consiguiente desplazamiento hacia el Este del área de atención frente a la anterior primacía ostentada por el Mediterráneo. En su beneficio está concebido el primero de los tres Objetivos con que a partir de ahora se estructura el reparto de las ayudas. Con la denominación de “Convergencia”, el primero de ellos ha de canalizar el 78,5 % de todo el presupuesto (336.100 M€) aplicado a la política regional Ahora bien, de esta cantidad, y dentro del porcentaje asignado a los Fondos de Cohesión, Castilla y León, según el compromiso adoptado en el encuentro del presidente del Gobierno central con el de la Junta el pasado 16 de Enero, va a recibir un total de 900 M€ , equivalentes al 27,6 % de los destinados a España. No es, desde luego, una partida baladí si se tiene en cuenta que la Comunidad sobrepasa ya el 90 % de la media de renta comunitaria, lo que la coloca en una posición globalmente al margen del Objetivo de Convergencia, del que, sin embargo, se beneficia a causa de la delimitación espacial asignada a esta ayuda, obligadamente circunscrita a proyectos (transporte, medio ambiente y energía renovables) que han de llevarse a cabo en las provincias de Ávila, León, Salamanca y Zamora.

Incluida parcialmente en los Fondos de Cohesión, lo que representa una valiosa aportación justificada por la intención de corregir las carencias de las provincias citadas, las posibilidades de financiación adicional no son ajenas a los potenciales flujos que pudieran también derivarse de las otras dos fuentes de ayuda establecidas para la nueva etapa. La situación de Castilla y León tiene, en efecto, plena cabida en el segundo de los Objetivos - “Competitividad Regional y Empleo” - al que se destinan 57.900 M€ (17,2 % del presupuesto). No en vano pertenece de manera específica a la categoría de las regiones que, cubiertas por el Objetivo 1 entre 2000 y 2006, abandonan por crecimiento natural el Objetivo de “Convergencia”, lo que lleva a considerarlas en el periodo que se inicia en 2007 en “phasing-in”, es decir, en proceso de adaptación a una nueva situación que aconseja facilitar su capacidad para afrontar los desafíos y ajustes que en el nuevo contexto se les plantean. Interesa destacar que dentro de este rango las prioridades en las líneas de actuación aplicadas a estas regiones (receptoras en conjunto de 9.580 M€) se decantan, junto a proyectos de carácter ambiental o relacionados con la mejora del transporte, hacia el fomento explícito de planes de apoyo a la innovación, al espíritu de empresa y al desarrollo la sociedad del conocimiento así como de iniciativas relacionadas con los mercados de trabajo previstas en las grandes directrices de la Estrategia Europea de Empleo.

Y, por último, no hay que olvidar que también la región castellano-leonesa es susceptible de reconocimiento en el reparto de los Fondos contemplados en el tercero de los Objetivos (Cooperación Territorial Europea), destinatario de 13.200 M€ (3,94% del presupuesto). Si se tiene en cuenta que más de la tercera parte de este monto corresponde a los proyectos de cooperación transfronteriza, no hay que desestimar la importancia de aquellas acciones que mantengan una línea de continuidad con lo que tradicionalmente ha sido una de las mayores preocupaciones del desequilibrio regional, identificada con las carencias de desarrollo de su margen occidental, sin duda el más desfavorecido de todo el espacio ibérico a lo largo y ancho de la “raya” con Portugal.

Puede decirse, en suma, que, aunque las perspectivas financieras en la fase 2007-2013 se van a reducir sensiblemente respecto a las percibidas en el septenio anterior (se estima que el recorte de los Fondos Estructurales habrá de superar los 3.000 M€, el mayor en términos absolutos de todas las regiones españolas), no significa que el margen de maniobra llegue a desaparecer en este sentido. En todo caso, tenderá a reacomodarse, adquiriendo una nueva dimensión, verdaderamente crucial, que yo definiría de carácter “estratégico-territorial”. Es decir, obliga, de un lado, a la rigurosa elaboración y cumplimiento efectivo de los proyectos centrados en las provincias que hasta ahora han quedado descolgadas del proceso de transformación global de la región y para las que la ayuda excepcional proveniente de los Fondos de Cohesión va a significar, si no la última, sí una de las oportunidades límite en cuanto a sus opciones futuras de respaldo comunitario con cierta relevancia. Ni que decir tiene que, entre otros requisitos, ello va a implicar, por lo que a Zamora y Salamanca respecta, fuertes e innovadores avances en el proceso de cooperación con Portugal, en los que Castilla y León debiera ejercer una función cercana al liderazgo en el grupo de las regiones españolas limítrofes con el país vecino e implicadas en compromisos estratégicos similares.

Y, de otro lado, tampoco cabe duda que ante la posición crítica en la que ha quedado Castilla y León con vistas al nuevo período de programación operativa todos los esfuerzos por procurar que el proceso de transición sea lo menos traumático posible, y teniendo en cuenta además la magnitud de los problemas irresueltos, han de merecer una atención, un cuidado y una vigilancia extraordinarios. Es a partir de ahora cuando va a ponerse a prueba como nunca tanto la efectividad de las decisiones y negociaciones que habrá de llevar a cabo el Gobierno autónomo como la fortaleza con la que la sociedad regional sea capaz de aprovechar sus propias potencialidades, a fin de asegurar, con perspectivas de futuro, un desarrollo eminentemente basado en la solidez y en las ventajas de su capital territorial o, lo que es lo mismo, en la calidad de todos sus recursos, en el talento y buen gobierno de quienes los gestionan y en la defensa de un modelo territorial donde las desigualdades internas tiendan a mitigarse en aras de la mayor eficiencia del conjunto. Dicho de otro modo, embarcados en un proceso en el que forzosamente la maximización de las oportunidades debe ir en paralelo con la minimización de los riesgos, hay que aceptar sin titubeos ni dilaciones la idea de que en lo sucesivo nos veremos obligados a depender cada vez más de nosotros mismos.



19 de febrero de 2005

¿ES POSIBLE UN ESTADO INTEGRADOR?


-->
El Mundo-Diario de Valladolid, 19 de Febrero de 2005

-->
En el momento político que en la Unión Europea se perfila cuando su proyecto de Tratado Constitucional está a punto de ser sometido a consulta de los ciudadanos, la situación española sigue dando muestras de una patente singularidad, que no deja de sorprender dentro y fuera de nuestras fronteras. Es la excepcionalidad española, tantas veces recogida y valorada en el pensamiento de José Ortega y Manuel Azaña, y que más de un cuarto de siglo después de aprobada la Carta Magna que establece y organiza el sistema democrático vigente, se revela tan inequívoca como las propias evidencias reveladoras de un modelo de organización territorial del Estado que no tiene parangón con ningún otro país del mundo.

Sólo en medio de este panorama pudiera tener su explicación el esfuerzo permanente por encontrar, a través del lenguaje, nada trivial por cierto, las expresiones – “nación de naciones”, “federalismo asimétrico”, “comunidad nacional”, por mencionar las más reiteradas - que mejor cuadren con las características y, sobre todo, con las tendencias de un modelo que, si constitucionalmente está bien definido en sus líneas maestras, presenta, empero, matizaciones que sistemáticamente tratan de adecuarse a las perspectivas interesadas de quienes las plantean como algo permanentemente sujeto a reconsideración. No hay en todo el espacio comunitario europeo una realidad institucional tan profundamente condicionada por un debate fatigosamente centrado en cuestiones y conceptos que la propia evolución histórica ha dejado obsoletos y caducos hace ya mucho tiempo. Y es que además se trata de consideraciones cuya importancia no parece muy congruente con los problemas y los afanes que hoy priman en las preocupaciones de la ciudadanía, mucho más atenta a las perspectivas que permite un mundo abierto que a la esterilidad de disquisiciones que sólo encubren muchas veces intereses enmascarados.

Pues, francamente, ¿tiene sentido seguir hablando de “nacionalidad histórica” o de “pueblo”, cuando la propia dinámica de las sociedades contemporáneas ha convertido a ambas nociones en antiguallas, difícilmente conciliables con una visión objetiva, funcional e innovadora de la realidad?. No son los “pueblos” – entendidos como expresión de esa acepción identitaria que tantos quebrantos ha ocasionado a la historia europea –los que sustentan las formas de convivencia construidas en nuestros días, sino las sociedades, que resultan de estructuras complejas, basadas en el contraste, la multiculturalidad y la integración a partir de procedencias diversas; sociedades en función de las cuales se vertebra un modelo de relaciones en permanente cambio, proclive a la articulación de iniciativas y cohesionada por la voluntad de contribuir, en un espacio de encuentro y cimentado en sus valores distintivos, al desarrollo, lo más fecundo posible, de un proyecto compartido y, por ende, integrador.

Aceptar esta perspectiva equivale a entender que el engarce de la pluralidad estructural española sólo puede llevarse a cabo si se cumple la única premisa que permite asegurar un funcionamiento estable del modelo de convivencia establecido a partir de 1978. Y ésta no es otra que la que imprime al principio de lealtad constitucional un valor y una importancia prevalente respecto a la intencionalidad de cualquier planteamiento que cuestione los fundamentos básicos del sistema en el que ha descansado la etapa de libertad y prosperidad más dilatada de la historia contemporánea de España. Ahora bien, garantizar la pervivencia de este modelo, y la superación de las amenazas que lo cuestionan, implica simultáneamente la adopción de altas dosis de inteligencia y flexibilidad, capaces de garantizar, al amparo de las indudables posibilidades permitidas por la Constitución, el necesario equilibrio que impone la defensa del sistema constitucional con el inevitable buen entendimiento que debe perseguir las relaciones entre el Gobierno central y los Gobiernos autonómicos de Cataluña y el País Vasco.

¿Cómo lograr, por tanto, que este objetivo deje de ser una quimera o aparezca mediatizado por un clima de tensión insoportable para la mayor parte de la ciudadanía española y seguramente también para una fracción significativa de quienes viven en esas Comunidades?. La evolución de la política española nos revela que, en ausencia de mayorías absolutas, la cultura de la negociación se acaba imponiendo por la propia exigencia de los hechos o, mejor aún, por la lógica de la deseable estabilidad. Gobernar en España se ha convertido así para las opciones políticas mayoritarias en una labor complicada, permanentemente abierta a las modificaciones de escenario y a la búsqueda de fórmulas de compromiso que, bajo la presión permanente, se avienen mal con un horizonte a largo plazo, pues ni siquiera cubren el marcado por la legislatura.

El pacto inmediato, puntual, revisable cada poco, tiende a establecer la trayectoria de las reglas de juego, creando un ambiente proclive al desencadenamiento de tensiones que sólo pueden ser conjuradas mediante el acuerdo reactivado y permeable a las nuevas exigencias requeridas por las causas que motivaron su puesta en entredicho. Visto desde fuera puede parecer un mecanismo agotador, pero quizá en la mente de quienes lo protagonizan constituya un hábito asumido, por más que el ejercicio del acuerdo no deba entrar en contradicción con los principios generales en los que ha de basarse su desarrollo, precisamente por el riesgo de desestabilización del sistema que ello pudiera suponer.

En cualquier caso, la experiencia adquirida hasta ahora es muy aleccionadora y ha proporcionado los suficientes elementos de juicio para reflexionar acerca de qué manera es posible abordar la etapa actualmente abierta en la que el proyecto de reforma constitucional va asociado a la modificación prevista de los Estatutos de Autonomía a la par que coincide con el envite de la Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi, que con tanta vehemencia sectaria y ad nauseam personifica el actual lehendakari. Nadie cuestiona que, en efecto, nos encontramos en un momento histórico, crucial y de cuya salida va a depender la solidez del Estado para muchos años. Una salida que no puede ser otra que la decidida voluntad de llevar a cabo una política que, apoyándose en la necesidad de dar coherencia a las decisiones adoptadas en el marco de la pluralidad reconocida – y tan necesaria de consideración como la que distingue a las propias sociedades que habitan las Comunidades Autónomas gobernadas por los partidos nacionalistas - sea al propio tiempo capaz de transmitir la imagen de España como un Estado integrador, eficiente, moderno, solidario y tolerante, en el que todos los ciudadanos tengan cabida, al margen de clientelismos espureos o de presiones reivindicativas, que pueden poner en entredicho a salvaguarda de sus propios intereses.

Es un desafío que concierne ineludiblemente al Gobierno actual del Partido Socialista y que compromete también al resto de las fuerzas políticas. De ahí que, a la vista de lo que nos espera, sea en ese sentido, ahora quizá más que en ningún otro, como habría que plantear en el momento presente por parte de toda la sociedad española aquel “no nos falles” con el que fue recibido José Luis Rodriguez Zapatero en la noche electoral del 14 de Marzo de 2004.

11 de febrero de 2005

El Tratado Constitucional de la Unión Europea: Un apoyo decisivo y necesario


-->
El Mundo-Diario de Valladolid, 11 de Febrero de 2005
“Cuando la normalidad democrática se instala en nuestras vidas, muchas veces perdemos la cuenta de lo que eso significa y del valor de las reglas que lo permiten”. Con estas palabras André Malraux quiso subrayar en los años dificiles de la postguerra europea la importancia que tiene no olvidar que los avances logrados en la convivencia y en el desarrollo de la sociedad no son nada baladíes, sino el resultado de un inmenso esfuerzo colectivo en el que todos los empeños son pocos cuando se trata de garantizar el que no tengan marcha atrás. Y es preciso también recordar que en estos tiempos de cambios frenéticos, de renovación incesante de la información y de propensión al olvido nada hay más torpe y equivocado que perder la perspectiva sobre los hechos y las circunstancias que han ido configurando la realidad hasta definirla en los rasgos, con sus carencias y también con sus ventajas, que hoy la identifican. Las enseñanzas de la historia son suficientemente aleccionadoras cuando se trata de comprender los límites en los que se desenvuelve la realidad que nos ha tocado vivir. De ahí que, cuando a comienzos de este año el Parlamento Europeo aprobó el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, los debates previos a la votación pusieron de manifiesto hasta qué punto se asistía en ese momento a una situación crucial, en la que coincidía la evocación autocrítica de lo que ha sido la trayectoria de Europa a lo largo del siglo XX y el convencimiento de que, con la mirada puesta en el futuro, el proyecto aprobado constituía el más sólido baluarte para que las experiencias trágicas del continente no volvieran a repetirse.

De la actual Constitución española se ha dicho hasta la saciedad que uno de sus principales méritos estriba en el hecho de que, si bien no logra complacer plenamente a casi nadie, tiene a su favor la cualidad de dar cabida, y satisfacer, a las sensibilidades de todos. En mi opinión, argumento similar puede ser utilizado cuando se analiza con detenimiento el proyecto de Tratado Constitucional sometido a consulta en España el próximo 20 de Febrero. Texto prolijo y en ocasiones farragoso, cuestionable en algunos de sus contenidos y, como no podría ser de otro modo, muy polémico, tiene, en cambio, la virtualidad de recoger una serie de aspectos que justifican una actitud decididamente proclive a su respaldo y ratificación.
El principal viene dado por su condición de proeza histórica, política e institucionalmente hablando. Detenerse a pensar en lo que supone el que un conjunto tan heterogéneo y con fuertes disparidades en todos los órdenes se llegue a dotar de un sistema organizativo y de funcionamiento de carácter integrador, fraguado gradualmente a lo largo de los sucesivos Tratados y al compás de los crecientes desafíos planteados por las ampliaciones, lleva a entender que se trata no sólo de un fenómeno insólito, sin precedentes, y posiblemente irrepetible en mucho tiempo en otras áreas del mundo; es también la expresión inequívoca de una complicada y laboriosa estrategia de armonización económica e institucional, de cuyos éxitos pocas dudas caben, y que ahora se recualifica al concebir a la Unión como un ámbito para la coordinación de las políticas de los Estados miembros al servicio de unos objetivos que destacan los propósitos y las ideas más resueltas sobre los valores que acreditan la dignidad del ser humano y de las sociedades en las que se integra. Supone alcanzar lo que Adela Cortina ha llamado acertadamente “una identidad moral”.

Recogerlos explícitamente no puede ser entendido a modo de simple inventario, entre otras razones porque su inclusión y su defensa suponen un compromiso que va más allá del simple enunciado de buenas intenciones para concretarse en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión, verdadera pieza maestra del articulado y en la que se fundamentan la ciudadanía europea, el derecho europeo de los servicios públicos y todo un cúmulo de aportaciones desde la perspectiva social, que inciden de manera reiterada en las condiciones de trabajo, en la lucha contra la exclusión, en la igualdad entre hombres y mujeres, con especial referencia a la igualdad de retribución por el mismo trabajo, y en la protección social de los trabajadores. Y aunque sólo fuera por la relevancia otorgada a los derechos humanos, que permiten, sobre la base del texto comentado, singularizar a la Unión Europea como “un espacio de libertad, igualdad u justicia”, ya sería motivo más que suficiente para justificar el apoyo solicitado.

Mas no son los únicos argumentos en los que cabría insistir, por más que no resulte posible sintetizar en pocas líneas las reflexiones que avalan un pronunciamiento favorable. Me limitaré simplemente a destacar tres cuestiones que no pueden pasar desatendidas. Por un lado, se ha de tener en cuenta que el gran salto cualitativo que este Tratado Constitucional aporta consiste en otorgar dimensión y racionalidad política comunitaria a unos cimientos que hasta ahora se habían decantado primordialmente hacia la lógica económica del mercado único, sin menoscabo de las iniciativas de solidaridad en las que se ha basado una parte esencial de la modernización de España. La construcción de la Europa política, sustentada en el reconocimiento de su personalidad jurídica, se convierte de este modo en una garantía indispensable para la preservación del modelo social europeo y de su propia entidad en el marco de las nuevas coordenadas definidas por la globalización económica y el afianzamiento de la hegemonía estadounidense. Para lograrlo el documento incorpora una serie de mecanismos de decisión destinados a facilitar un funcionamiento más democrático de un entramado tan complejo, en el que los Estados, de fronteras incuestionables, ejercen una importante responsabilidad de equilibrio y de coherencia interna.
Y así el que las competencias ejercidas por la Unión y los Estados se hallen debidamente clarificadas, el que se asegure la transparencia de las deliberaciones, el que el Presidente de la Comisión sea elegido por el Parlamento en función de los resultados de las elecciones europeas o la posibilidad de que un determinado número de firmas puedan respaldar la introducción de cambios legislativos son, entre otras muchas, consideraciones claves que hay que hacer a la hora de valorar los avances introducidos en pro de un funcionamiento más democrático del sistema. Por otro lado, no quepa duda que la reiteración del principio de “cohesión económica y social”, al que se suma la valiosa connotación de “territorial”, permite abrigar expectativas susceptibles de favorecer, amén de políticas medioambientales realmente aplicadas, la toma en consideración de situaciones críticas como cuando se alude a “las regiones que padecen desventajas naturales o demográficas graves y permanentes” (¿alguien ha pensado de qué manera puede incidir este criterio en el futuro de Castilla y León?). Y, por último, cuando se alude a las reservas que suscitan los capítulos referidos a la “acción exterior de la Unión” y cunde la alarma frente a los efectos que se derivan del principio de unanimidad, no estaría de más observar al tiempo que, si resulta dificil minimizar lo que en el fondo continua siendo una prerrogativa dificilmente renunciable en aras de la defensa de la soberanía de los Estados, el Tratado Constitucional es harto contundente cuando defiende la necesidad de la cooperación al desarrollo y una actuación en el exterior basada en el respeto de los principios de la Carta de las Naciones Unidas y del Derecho Internacional. ¿Podemos imaginarnos cómo hubiera podido afectar este respeto hace dos años a la actitud de los países europeos frente a la guerra y ocupación de Irak?.


5 de mayo de 2004

La Unión Europea ampliada


El Mundo-Diario de Valladolid, 5 de Mayo de 2004



Se ha dicho que la construcción del proyecto comunitario europeo representa la iniciativa económica, territorial, cultural y política más ambiciosa de cuantas se han llevado a cabo en el mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Quizá pueda parecer exagerada tal afirmación en un panorama de dinamismos y cambios tan trascendentales como los que han jalonado la evolución del planeta en los últimos cincuenta años. Pero no de lo que no cabe duda es de que, aun no exenta de críticas y de reservas más que justificadas sobre los puntos débiles de los que aún adolece, la construcción de la Unión Europea arroja un balance en el que los aspectos positivos prevalecen ostensiblemente sobre sus carencias, los logros sobre los fracasos, los avances sobre los retrocesos, las innovaciones sobre las rémoras.


Prueba de ello es que, más allá de algún referendum puntual con resultado negativo, ningún país que haya accedido al grupo a lo largo de su ya dilatado proceso de ampliación ha optado por el abandono ni se lo ha planteado siquiera. Y aunque en algunos, como ocurre con el Reino Unido, las cautelas siguen siendo notorias, lo cierto es que en el fondo de la actitud británica subyace más el atávico recelo hacia el continente – compatible con un deseo de ser tenido en cuenta, como en 1962 señaló el expremier Mac Millan al iniciar las negociaciones para la incorporación de Gran Bretaña - que una postura decidida a poner seriamente en entredicho lo que se muestra sin paliativos como un logro compartido y que, como las investigaciones han subrayado con reiteración, es, de una u otra manera, beneficioso para todos.


La misma lógica que a lo largo de todo este tiempo ha presidido la voluntad integradora, por encima de la heterogeneidad estructural característica del espacio europeo, lleva a acometer a partir del 1 de Mayo de 2004 una iniciativa cuya envergadura no puede ser pasada por alto. Es un paso más, gigantesco sin duda, en la ratificación de la singularidad que en el mundo supone, sin parangón posible, la experiencia de la Europa unida. Cuando, situados frente al mapa y con los indicadores respectivos sobre la mesa, observamos el complejísimo mosaico de los diez Estados que en este momento se incorporan a la Unión, en la sensación experimentada se entreveran el asombro, la admiración y la incertidumbre. ¿Cómo es posible que un conjunto tan heteróclito pueda ser asumido por una realidad económico-territorial ya consolidada, trabada por la disciplina que impone la unidad monetaria y a punto de dotarse de un texto constitucional, que, en su Art.1, “crea la Unión Europea, a la que los Estados miembros confieren competencias para alcanzar sus objetivos comunes”?. La cuestión no admite matices: las Unión Europea aparece ya dotada de reglas de juego bien precisadas, implica la adscripción de sus miembros a principios de actuación inequívocos y afronta su futuro sobre la base de un sistema regulador tan potente en sus mecanismos como irreversible en los aspectos sustanciales que articulan su voluntad integradora. Son las mismas premisas que, en una muestra de sensibilidad continental, otorgan su pleno sentido al Art. 2 del proyecto de Constitución cuando claramente señala que “la Unión está abierta a todos los Estados europeos que respeten sus valores y se compometan a promoverlos en común”.


La prueba de toque de lo que todo esto va a significar a partir de ahora vendrá dada, casi de inmediato, por las experiencias, interesantísimas y de gran valor referencial, asociadas a la nueva ampliación, cuyas implicaciones, que trataré de exponer aquí sintéticamente, van a incidir sobre dos aspectos que, en mi opinión, revisten una gran trascendencia.


En primer lugar, no cabe duda de que tanto por el incremento del número de miembros como por la personalidad espacial que los distingue tenderá a producirse un cambio muy sensible en la percepción y en la dimensión política y económica del propio espacio comunitario. Al tiempo que aumenta la superficie de la Unión en un 20% y su cifra de habitantes lo hace en un porcentaje algo superior (25%), la proyección hacia el Este del proyecto europeo contrapesa el sesgo eminentemente atlántico que desde sus orígenes había tenido y, lo que no es menos importante, fortalece la importancia numérica de los pequeños Estados – 19 de los 25 pertenecen a esta categoría - con todo lo que ello representa desde el punto de vista de los complicados equilibrios y de las alianzas a que puede abrirse la toma de decisiones.


De modo que, sin cuestionar la fortaleza del “núcleo duro” de la Unión, cimentado con firmeza variable en la relación franco-alemana (de “alianza incierta” la ha calificado Georges Soutou), su impacto no será irrelevante en la configuración de las nuevas tramas del poder comunitario como corresponde a un panorama extraordinariamente versátil que las negociaciones previas al proceso de adhesión han dejado entrever con cierta preocupación para determinado tipo de situaciones, tal y como se preveía en el primer informe provisional de la Comisión sobre los efectos de la ampliación presentado en el Consejo Europeo de Madrid en Diciembre de 1995.


. Se ha creado así un contexto inédito en el que ha de desenvolverse el funcionamiento de las estructuras intergubernamentales de gobierno, cuya responsabilidad básica no ha de ser otra que la de evitar situaciones de bloqueo procurando la satisfacción de intereses nacionales tan dispares. Es lo que Valéry Giscard d’Estaing, presidente de la Convención que ha elaborado el proyecto de tratado constitucional, denominó “el encaje fecundo, pese a sus dificultades, de la pluralidad”, consciente de que el paso dado a partir del 1 de Mayo entraña tantas potencialidades como desafíos.


Y junto a este aspecto no menor importancia ofrecen las readaptaciones que seguramente van a tener lugar a la hora de acometer, con la responsabilidad plenamente asumida desde el Tratado de Maastricht, los objetivos de la “cohesión económica y social”. Principio vertebrador de la política comunitaria a favor de la solidaridad interterritorial y de su propósito de favorecer la convergencia de las regiones en los indicadores más representativos del desarrollo, su aplicación en el nuevo escenario va a mostrarse decididamente proclive al respaldo de unos espacios que, globalmente, apenas alcanzan el 40% del promedio de renta de la Unión.


Y, a la par que muchas de las regiones hasta ahora “asistidas” – entre ellas, Castilla y León – abandonan esta condición bien por efecto estadístico o porque han logrado rebasar de manera efectiva el listón del 75% de dicha variable, los flujos de ayuda financiera al desarrollo tenderán a bascular hacia el Este por propia coherencia con lo que ha sido una línea de actuación que hasta el momento no ha tenido réplica. Bien es cierto que aún queda un margen disponible hasta que concluya el actual periodo de programación (2000-2006), durante el cual los nuevos miembros dispondrán de 213 millardos de euros, pero también es verdad que a corto plazo, y desde la perspectiva que más nos concierne, será preciso dar respuesta a dos incógnitas inevitablemente planteadas: de qué manera la competitividad por bajos costos laborales alcanzado en los nuevos países, y que los empresarios contemplan como potenciales espacios de oportunidad, puede ser contrapesada por factores y estrategias que al tiempo sean capaces de garantizarla en regiones hasta ahora beneficiarias de los Fondos Estructurales; y, lo que no es menos importante, hacia qué horizontes han de dirigirse nuestros esfuerzos de cooperación interregional para que la posición de Castilla y León se afiance con solidez en Europa más allá de buenos propósitos o de actitudes de confianza no siempre bien justificadas.