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Por otro lado, y en estrecha simbiosis intelectual con lo señalado, cabría
subrayar la valiosa contribución realizada por Delibes al conocimiento de los
paisajes y de algunos de los componentes esenciales del legado cultural que lo
avalan. En su obra aparecen, en efecto, bien captadas y tratadas las
particularidades de la realidad paisajística que sirve de encuadre preciso a
las experiencias noveladas. Por lo que respecta a la forma de diseccionar el
ámbito de la vida campesina, son memorables las descripciones que realiza del
ámbito de la llanura, matizando sobremanera la visión tópica tan reiterada por
los autores del noventayocho. No en vano, el propio Delibes insistió en alguna
ocasión en la necesidad de “desnoventayochizar” el campo castellano. Frente a
la simplificación de que por autores conspicuos ha sido objeto ese tipo de
espacio, se impone la descripción sin paliativos ni edulcoramientos. No tiene
reparo en poner al descubierto un medio natural poco complaciente cuando se
detiene en el paisaje de las llanuras. Si, como hace en Viejas historias de Castilla la Vieja (1964), habla de “la agónica, amarillez
del desierto”, tampoco tiene reparos en identificar las superficies de páramo “como
una inmensidad desolada”, de modo que “el día que en el cielo hay nubes, la
tierra parece el cielo y el cielo la tierra, tan desamueblado e inhóspito es “.
Es una percepción que mantiene arraigada en la memoria, pues “cuando yo era un
chaval, el páramo no tenía principio ni fin, ni había hitos en él ni jalones de
referencia. Era una cosa tan ardua y abierta que solo de mirarle se fatigaban
los ojos”. A veces lo trata además como un escenario climáticamente hostil: “el
valle en rigor no daba sino dos estaciones: invierno y verano, y ambas eran
extremosas, agrias, casi despiadadas” (Siestas
con viento sur, 1957). Sin embargo,
la dureza de la visión que le inspiran las llanuras, asociadas a la disposición
de los valles, las campiñas y los páramos de la cuenca sedimentaria, y en las
que no pierde la curiosidad que le suscitan cambios puntuales de la geología
(“las piedras negras”) o la topografía (“la Mesa de los Muertos”), contrasta con la más
gratificante y admirativa que la montaña le aporta. “Soy un gran amante del
paisaje de la Montaña”,
confiesa a César Alonso de los Ríos en una de las conversaciones recogidas en Soy un hombre de fidelidades (2010). Sin escatimar la crítica aplicada a
los espacios montanos, que tanto valor le ofrecen como experiencia vital,
diríase que Delibes siente fascinación por ellos: “A lo lejos por todas partes –
apunta en El camino (1950) - las montañas, que según la estación y
el clima alternaban su contextura pasando de una extraña ingravidez vegetal a
una solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros. Las inmensas montañas
con sus recias crestas recortadas sobre el horizonte imbuían a Moñigo una
irritante impresión de insignificancia”. Asume así Delibes la dualidad
característica del relieve de la región, tal vez matizada por la trascendencia
que en todos los sentidos asigna a su borde montañoso más apetecido: el tramo
castellano de la
Cordillera Cantábrica, en el sector de las Montañas de Burgos
que tanto nos han atraído a los geógrafos y que así las hemos definido y
estudiado. Conviene subrayar que la gran atención prestada a los paisajes tiene
el mérito de incorporar un valor adicional para su mejor comprensión y más
atinada descripción. Sobresale con fuerza la importancia otorgada del lenguaje,
el rescate de la palabra perdida o en desuso: he ahí otra de las grandes
contribuciones a la dignificación cultural de los espacios que tantas
motivaciones le procuraron. Y lo hizo
al dejar bien claro que “el camino es
mi camino y lo que tengo que hacer es escribir como hablo, con pocos adornos”. De
ahí su empeño, felizmente logrado, de crear un estilo propio, en el que ocupan
un lugar destacado las palabras insertas en la descripción del territorio, las
expresiones vernáculas, el argot ancestral, las denominaciones, los términos desaparecidos
o cercanos al olvido que formaban parte del habla empleada en el universo
apegado al aprovechamiento de la tierra. Y es que considero que el buen conocimiento
del paisaje lleva al descubrimiento del lenguaje que le pertenece. La
insistencia en evitar que ese patrimonio léxico quedase desvaído ha cristalizado
en una tarea minuciosa, de la que Jorge Urdiales ha dejado constancia bien patente
y sistematizada en las 326 palabras incluidas en su Diccionario del castellano rural en la narrativa de Miguel Delibes (2006),
y en su posterior Castilla sigue hablando,
que ha visto la luz el año conmemorativo del centenario del escritor. Por su
parte, Ramón Buckley lo ha aseverado
con rotundidad: “rescatar el castellano como lengua – o, si se prefiere, como
la variedad dialectal del español que se habla en Castilla – ha sido la gran
tarea de Delibes”.
- No puede entenderse, por último,
la congruencia de la obra delibesiana desde la perspectiva que he intentado desarrollar
sin hacer alusión a las reflexiones centradas en el cuidado y el respeto que, a
su juicio, la Naturaleza merece y necesita. De ello se hará eco en su discurso de
ingreso en la Real
Academia Española, cuyo título, S.O.S. El sentido del progreso desde mi obra (1976), resume
fielmente en el título las señales de alarma por las preocupantes expectativas
que se ciernen sobre un medio físico que tiende a ser “envilecido”, a medida
que “el hombre paso a paso ha hecho su paisaje amoldándolo a sus
exigencias. Con esto el campo ha seguido siendo campo, pero ha dejado de ser
naturaleza.” Es la expresión de una
convicción no ajena a las advertencias que le suscitaron las reflexiones
planteadas en 1968 por el Club de Roma sobre “los límites del crecimiento” así
como las conclusiones obtenidas cuatro años después en la Conferencia de
Naciones Unidas celebrada en Estocolmo, en la que, como el propio Delibes
señala, “por primera vez se acepta que las posibilidades de regeneración
del aire, la tierra y el agua no son ilimitadas; por primera vez se acepta la
posibilidad de que nuestro mundo se vuelva inhabitable por obra del hombre”.
Entendidas en el contexto de su obra, nada tienen de oportunismo ni de
interesada adscripción a una corriente de moda. Reflejan, por el contrario, la
manifestación inequívoca de una postura sincera, fiel a los retos del momento
que le tocó vivir y sólidamente basada en la observación y en el conocimiento
de cómo se comportan los procesos naturales, lo que le permitió entender la
gravedad de los impactos a que pueden verse sometidos para pronunciarse, frente
a ellos, por la defensa del “necesario equilibrio entre el hombre y la
naturaleza en el futuro”. Son sensibilidades, en fin, que le acompañaron
durante toda la vida y de las que, ante la “angustia” que le provoca el porvenir
del planeta, dejará valioso testimonio en La
tierra herida (2006), una obra curiosa en la que se reafirman sus
principios conservacionistas a través de las interesantes conversaciones
mantenidas con su hijo Miguel, y que precisamente comienzan con las reflexiones
alusivas al cambio climático, que el escritor sustenta con atinado criterio en
las llamativas percepciones y sensaciones físicas que obtiene de su propia experiencia
personal al observar las contrastadas temperaturas de los veranos vividos en la
villa burgalesa de Sedano. Otra manifestación más de las grandes aportaciones
de Miguel Delibes a través del valor asignado a la omnipresencia de la Naturaleza.