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12 de diciembre de 2013

Roberto Bustos: De la Amazonia a Bahía Blanca pasando por Peñafiel


A finales de 2013, Marcelo Sili, del Departamento de Geografía de la Universidad Nacional del Sur (Bahía Blanca), me solicitó un texto alusivo a los recuerdos que me ligaban a la figura de Roberto Bustos Cara, geógrafo prestigioso de esa Universidad y con el que he mantenido, desde que nos conocimos en 2004, una buena amistad. Estas son las líneas que le envié. Forman parte de una obra colectiva - Itinerarios geográficos. Experiencias y recuerdos con Roberto Bustos Cara - editada por la Universidad Nacional del Sur: 

Siempre me pareció un hombre sencillo y cordial, amigo leal de sus amigos, compañero sincero con sus compañeros y una persona dotada  de una sensibilidad excepcional  hacia  los problemas de su país y de su tiempo.  Predominaba en su rostro más la sonrisa que el gesto adusto, más la mirada atenta que la expresión evasiva, más la palabra sosegada que las alocuciones ruidosas. Por lo que yo recuerdo y he vivido en su compañía, la conversación con Roberto Bustos Cara siempre transcurre calmosa, impregnada de ese acento argentino inconfundible pero, lo que es más importante, he observado que lo que expone, dice y plantea jamás adolece de banalidad o de reflexión superficial. En las diferentes ocasiones en que he tenido oportunidad de hablar con él  he percibido una actitud respetuosa con las opiniones ajenas, propia de una persona que sabe escuchar y que, mientras escucha los argumentos de su interlocutor, va preparando cuidadosamente la respuesta pertinente y atinada. Por esa razón las conversaciones con él nunca son cortas ni resultan irrelevantes. Transcurren en un ambiente relajado en el que la ausencia de tensión facilita el empleo riguroso de las argumentaciones, el análisis pormenorizado de los hechos, el pertinente tratamiento dialéctico de las cuestiones planteadas. Se trata, en suma, de una relación enriquecedora que progresivamente abre camino a la amistad, cimentada en el trato personal y en las complicidades intelectuales amparadas en el apego común hacia la Geografía.
Mucho antes de que tuviera la oportunidad de conocerle y tratarle personalmente, el nombre de Roberto Bustos me resultaba próximo. Había oído hablar de él a colegas diversos de España, Argentina, México y Francia con los que había comentado cuestiones diversas relacionadas con la realidad geográfica latinoamericana, cuya interpretación es indisociable de las aportaciones efectuadas por los estudiosos más relevantes de ese territorio que tanto me ha interesado y fascinado siempre.  Supe con más detalle de su personalidad intelectual a raíz de la celebración en Valladolid del VI Congreso de Geografía de América Latina, que tuvo lugar a finales de septiembre de 2011 y que contó con una significada representación de geógrafos y arquitectos argentinos, algunos de los cuales me comentaron la labor realizada desde las Universidades de aquel país, entre las que mención especial merecía la Nacional del Sur, en Bahía Blanca, donde trabajaba un plantel relevante de compañeros a los que valía la pena descubrir. Años después, en mayo de 2004, oí de nuevo su nombre en Mendoza, coincidiendo con los días que pasé en esa ciudad, que tan bien le conoce, pues nació en ella, como profesor de una Maestría en Ordenamiento territorial amablemente invitado por Ana Alvarez y Berta Fernández, y posteriormente por Marilyn Gudiño,  de la Universidad Nacional de Cuyo.
Por ese motivo me llamó la atención oír casualmente el nombre de Roberto en un lugar y en un momento que para mí resultan insólitos. Fue a comienzos de junio de 2004 en el barco que transportaba a un nutrido grupo de profesionales ocupados en el estudio de las transformaciones económicas del territorio con destino a la Isla de Marajó, tras haberse producido el agrupamiento de los expedicionarios en la ciudad de Belem, en el estado brasileño de Pará. Yo había llegado días antes, tras un complicado y azaroso viaje desde Madrid, repleto de incomodidades que pronto quedaron subsanadas gracias a los interesantísmos viajes organizados en los días previos a la reunión de Marajó con el fin de conocer aspectos significativos de las economías agrarias en la baja cuenca del río Amazonas. Con ese bagaje previo, la utilidad del viaje a Marajó estaba garantizada,  por más que la casi totalidad de los participantes me fueran desconocidos. Mientras, apoyado en la barandilla del ferry, comentaba la espectacularidad de la travesía en un grupo de compañeros bolivianos, alguien cercano mencionó en alto el nombre de Roberto Bustos. Presté atención a esa voz y al punto hacia el que se dirigía, justo en el otro extremo donde yo me encontraba, para localizar a la persona que entonces me apetecía saludar y conocer personalmente. Me dirigí a él y le saludé con las palabras que formalmente se utilizan en ese tipo de situaciones. Era casi mediodía y el ambiente acusaba el calor propio de la época, aunque dulcificado por la brisa del enorme cauce en el que el barco que nos transportaba avanzaba solitario hacia un destino que jamás pensé que podría llegar a conocer. La conversación con Bustos fue entonces breve, apenas unos comentarios sobre el interés compartido por conocernos, la belleza del entorno, el interés de la iniciativa que nos había llevado hasta allí como partícipes en una Red científica de cerca de cincuenta personas de Universidades y Centros de Investigación de América Latina y la Unión  Europea. La curiosidad que suscitaba la travesía, las conversaciones iniciadas con personas a las que se veía por vez primera y las expectativas por el horizonte de relación y comunicación programado para los días del encuentro impidieron un contacto más prolongado en ese momento.
Sin embargo, los días transcurridos en Marajó, en el magnífico entorno creado en el espacio de ocio de la Posada dos Guarás, ofrecieron durante la semana allí vivida una excelente oportunidad para el descubrimiento de unos y otros, integrados en un ambiente de comunicación para el debate sobre cuestiones de interés común, plasmadas en las presentaciones sobre resultados de los trabajos científicos llevados a cabo por miembros de la red acerca de las transformaciones del espacio provocadas por los frentes pioneros en la cuenca del Amazonas. En ese ambiente la participación era muy activa e intensa, aunque el peso de las intervenciones recaía sobre todo en los colegas latinoamericanos; de entonces tengo anotadas las palabras de Bustos en varias ocasiones, esencialmente sobre aspectos metodológicos y de enfoque de los temas abordados. Las ideas allí vertidas no se limitaban al estricto marco de las sesiones. Como corresponde a una reunión circunscrita a un espacio permanentemente compartido las conversaciones ligadas al oficio adobaban también las mantenidas en las veladas que seguían al almuerzo o a la cena. Fueron momentos gratos y de los que saqué grandes lecciones de calidad humana y  personal, como en concreto sucedió en la visita al Museo de Marajó en un día lluvioso, que nos permitió descubrir la misteriosa belleza de del Norte de la isla o cuando, ya de regreso en Belém, un grupo de compañeros, entre los que se encontraba Roberto, dimos un paseo por la ciudad histórica y el impresionante mercado de Ver-o-Peso. Me llamó la atención un hecho puntual: cuando todo el mundo confiaba en sus máquinas de foto digitales, que por entonces comenzaban a hacer furor, Bustos andaba preocupado por comprar un carrete convencional, a sabiendas de que la calidad de la resolución de la imagen perduraba mucho en ese formato, algo que finalmente consiguió. Recuerdo haberle felicitado por ello.
Los encuentros en la desembocadura del Amazonas sentaron las bases de una relación profesional muy satisfactoria para mí que se prolongó en años sucesivos al participar ambos en las reuniones organizadas en el marco del Programa Alfa y del Proyecto SMART, en las que tanto empeño como excelente organización pusieron Jean François Tourrand, Doris Sayago y sus colaboradores. La confianza adquirida con Roberto cobró mayor entidad en las convocatorias de la Red de Brasilia (2005) y de Puyo (Ecuador) (2006), que mantuvieron viva la llama de los contactos ya consolidados, abiertos al tratamiento de nuevos temas que no hicieron sino profundizar en el conocimiento de las investigaciones realizadas en el seno del grupo. Interesantes fueron sin duda las sesiones que tuvieron lugar en el Centro Cultural de Brasilia en marzo de 2005. Tuvieron un carácter fundamentalmente técnico, a base de largas jornadas de presentaciones y debates, con intervenciones numerosas centradas en la metodología de los modelos multiagentes, en cuya explicación Tourrand ponía un énfasis contagioso del que era imposible evadirse. Recuerdo que en aquella ocasión Roberto y yo mantuvimos conversaciones más habituales, que, entre otros aspectos, me permitieron conocer de manera más detallada sus esfuerzos por impulsar la carrera de Turismo en la Universidad Nacional del Sur, lo que tuve oportunidad de comprobar ese mismo año cuando en el mes de septiembre conocí en Mendoza a Silvia Marenco, su esposa, con motivo de la reunión del CIFOT, en la que presentó los resultados de algunas de las investigaciones que sobre el significado económico-espacial del turismo estaba llevando a cabo con Roberto en Bahia Blanca. Afianzada la relación en Brasilia, el contacto de nuevo en Ecuador, en mayo de 2006, permitió dar un paso más en el conocimiento mutuo, aprovechando el sinfín de sugerencias, comentarios y reflexiones a que se prestaban tanto los debates colectivamente mantenidos  como el conocimiento in situ de una realidad muy interesante que, entre otros episodios memorables, con visitas a un amplio muestrario de formas de explotación agraria, ejemplificaría en la realizada a la cooperativa de aprovechamiento del cacao en Puyo o el encuentro con los responsables locales del gobierno municipal de Baeza.
Al despedirnos en Ecuador, Roberto y yo quedamos en vernos, pues todo parecía indicar que las convocatorias de la Red, tal y como se habían hecho hasta entonces, tocaban ya a su fin. Y la verdad es que la propuesta surtió efectos casi inmediatos. Para mi esposa y para mí fue muy agradable saber de su intención de visitarnos en Valladolid aprovechando la ciudad como punto de tránsito en uno de los viajes que habitualmente ha hecho a Francia. Fue una visita fugaz, que lamento no se prolongase más, ya que muchos eran los hechos que deseaba mostrarle en la Vieja Castilla y los temas que podían aflorar a poco que no afanáramos en ello. Aunque no acompañó el tiempo en aquel ya otoñal mes de octubre de 2006, no desaprovechamos la oportunidad de  efectuar una visita fugaz a una de las áreas más emblemáticas de la economía vitivinícola europea. El viaje a Peñafiel no dio de sí todo lo que yo hubiera deseado, pero tengo la satisfacción de haberle descubierto,  siquiera por un día, los lugares donde adquieren personalidad y prestigio los vinos de la Ribera del Duero, la relevancia histórica de la ciudad medieval de Peñafiel o el poblado de colonización  de Valbuena. No dispongo de imágenes de aquel viaje pero seguro que lo recordará. También esta carencia es un buen pretexto para volver algún día, acompañado de Silvia, a estas tierras donde tanto se les aprecia.
En algunas de las conversaciones mantenidas durante este tiempo me comentó la posibilidad de invitarme a impartir un curso intensivo en la Universidad de Bahía Blanca. Obviamente, me atrajo la idea y acepté de antemano, aunque confieso que no pensaba que iba a ser tan pronto. A mediados de septiembre de 2007, se puso en contacto conmigo para formalizar el compromiso y concertar las fechas. Al coincidir con el inicio de la actividad académica en Valladolid, tuve que modificar rápidamente mi agenda docente, acoplándola a mis días de trabajo en Argentina, pues de ninguna manera quería desaprovechar esa oportunidad. Llegué a Bahía Blanca el 15 de octubre de 2007, tras una escala breve en Buenos Aires. Me esperaban en el aeropuerto Silvia y Roberto. En el camino hacia la ciudad no paramos de hablar, como si faltara el tiempo para abordar todo lo que podía interesarnos en aquel encuentro, para mí inolvidable. Tengo muy presente en la memoria aquel viaje, que anoté con el detalle que la experiencia merecía. El trato recibido fue exquisito y en el recuerdo conservo las atenciones recibidas por los compañeros de aquella Universidad, entre ellos a Ilda Ferrera y Patricia Ercolani, que me dedicaron parte de su tiempo y me enseñaron espacios representativos de la ciudad y su entorno. Al concluir el curso, del que aprendí más de lo que enseñé, Silvia y Roberto me dedicaron todo un fin  de semana para ampliar mis conocimientos y vivencias sobre Argentina y la provincia de Buenos Aires. Es uno de los viajes que más he agradecido en todos los sentidos. Ignoro si  lo habían preparado de antemano, pero lo cierto es que todo salió a la perfección. El recorrido me permitió descubrir los espacios pampeanos, las grandes estancias, los paisajes infinitos de las llanuras donde la vista lo abarca casi todo, y al tiempo apreciar con detenimiento los espacios del turismo de costa de los que sólo tenía noticias vagas y que entonces concreté. El conocimiento de cerca del Complejo Turístico de las Dunas y de la ciudad de Miramar, ilustrada con las explicaciones de un  compañero de Roberto tan solícito como bien informado, culminó con la llegada a Mar del Plata, ciudad que, al fin, tuve la oportunidad de visitar. Desde casi la azotea del hotel Luz y Fuerza, donde nos alojamos, divisé uno de los amaneceres más espectaculares que recuerdo en mi vida. El recorrido a la mañana siguiente a lo largo del impresionante paseo marítimo y la visión a unos pasos del edificio del Casino, que tantas veces había visto en imágenes, para culminar en la última parada en la ciudad de Necochea, tras cruzar su curioso puente colgante, justificaron con creces un viaje que nunca agradeceré suficientemente a los anfitriones que lo hicieron posible.

Desde mi partida de Bahia Blanca  el 22 de octubre de 2007 no he vuelto a ver personalmente a Roberto Bustos Cara. Le he seguido en sus actividades científicas y me complace que se cuente conmigo como evaluador de la Revista de Geografía que edita su Departamento. Hablé de él con Silvia Marenco en Buenos Aires, cuando nos vimos en el Congreso de Geocrítica celebrado en la capital argentina a comienzos de mayo de 2010. Se lo dije entonces y no dejaré de recordárselo: siempre tendrán unos buenos amigos y compañeros en Valladolid. Ellos lo saben bien y espero que no lo olviden cuando en algunos de sus viajes por España o rumbo a Francia, y tras haberse detenido en Burgos, mi ciudad natal y cuyo frío tanto les impresionó, decidan hacer un alto en el camino y ser agasajados como se merecen en la ciudad donde falleció Cristóbal Colón, y que también es la suya.

27 de mayo de 2010

Argentina en su bicentenario: controversias y unanimidades

El Norte de Castilla, 27 de mayo de 2010

La República Argentina conmemora su bicentenario en un ambiente que resulta sorprendente. Como era previsible, las librerías rebosan de publicaciones que recuerdan los acontecimientos del 25 de mayo de 1810. Coexisten en las estanterías el oportunismo con el rigor, la superficialidad con la aparición de aportaciones novedosas; es decir, un caudal ingente de obras que tratan de desentrañar los entresijos de la historia de un país, que, como dijo Tomás Eloy Martínez, encuentra precisamente en esa faceta del saber una herramienta necesaria para liberarse de sus propias obsesiones.

Da la impresión de que cuando se cumplen los dos siglos de existencia la sociedad argentina se siente necesitada de aprovechar la oportunidad que le brinda la efeméride para hacer balance de lo sucedido y tratar de explicar por qué y cómo se ha llegado a una situación crítica, con cuyos perfiles lacerantes casi todos están de acuerdo. Las preguntas afloran por doquier: ¿cuándo comenzó a perder Argentina su peso en el mundo?, ¿cuáles fueron los motivos de su declive, que pocos pudieron prever en los años del primer centenario de la independencia?, ¿seremos los argentinos – se preguntaba recientemente un conocido columnista en el diario Clarín – capaces de tener alguna vez un proyecto cohesionado de país?, sin olvidar aquella reflexión descarnada que en cierta ocasión me hizo un viejo colega de Mar del Plata... “¿por qué y cómo nos hemos latinoamericanizado? “

Sin embargo, cuando se formulan estas preguntas las respuestas difieren sensiblemente. Los puntos de vista discrepan a la hora de asignar responsabilidades a uno u otro momento de la historia argentina. Son tan numerosos los episodios de crisis y perturbación vividos a lo largo de estos dos siglos que las opiniones interpretativas se abren a un panorama de causas, efectos y responsabilidades que satisfacen todas las perspectivas ideológicas, acomodadas a los intereses y autojustificaciones de cada cual. Disparidad que no impide una actitud generalizada de desazón, que tiende a identificarse con la sensación de fracaso histórico indisolublemente asociado al descrédito de la política y de quienes la protagonizan.

De todos modos, el debate principal ha dejado de plantearse hace tiempo en función de una búsqueda remota en el pasado de los motivos explicativos de la opinión pesimista que hoy prevalece en amplios sectores la sociedad argentina para centrar fundamentalmente la atención en circunstancias históricas más cercanas. Circunstancias en cuyo rescate no es irrelevante la postura manifestada por un núcleo muy activo de la intelectualidad, que encuentra en la tragedia vivida por el país en los años setenta y en la evolución política posterior, ya con la democracia recobrada, los fundamentos de una fractura histórica, con implicaciones económicas y sociales cuya gravedad no ha cesado de aumentar.

La tragedia provocada por la dictadura militar en el periodo 1976-1983 aparece asumida como la demostración fehaciente de la incapacidad para reorientar la política del país tras el definitivo hundimiento de la experiencia peronista. En una sociedad culta, desarrollada y activa como era la argentina la brutalidad del régimen militar provocó una desestabilización drástica en las pautas culturales y de comportamiento que sólo pudieron ser contrarrestadas mediante el exilio y la esperanza de recuperar unas capacidades que se creían estructurales y a prueba de cualquier trauma político.

Pero no fue así. Ese régimen, basado en la corrupción y el crimen, introdujo medidas de ajuste que rápidamente dieron al traste con el modelo de Estado de Bienestar fraguado en Argentina en los años cuarenta del siglo XX. La bibliografía lo refleja bien y demuestra hasta qué punto las tensiones vividas habían podido ser mitigadas hasta entonces en el contexto de un país cuya inserción en la economía mundial se mostraba vigorosa. Con una visión más populista que de política basada en la integración social, los logros alcanzados por el peronismo en la atención de los desfavorecidos lo situaron en una posición singular dentro del continente, que daría origen para siempre a la formación de referencias sustantivas en el imaginario argentino. El rostro de Eva Duarte sigue presente en la cartelería que adorna las calles de Buenos Aires, sus mensajes aparecen grabados en las paredes y su nombre suscita un respeto que llama la atención.

Todo parece indicar que la sociedad se ratifica en el mantenimiento de una simbología destinada a neutralizar la sensación de fracaso que emana del hecho comprobado de que entre 1976 y 2002 tanto el régimen militar como los que le sucedieron, bien bajo la égida del justicialismo (personificado en la enajenación masiva de lo público llevada a cabo por Menem) o de la Unión Cívica Radical (un partido cuyos presidentes jamás terminaron sus mandatos), ocasionaron, como recientemente ha señalado Susana Torrado, de la Universidad de Buenos Aires, “el mayor retroceso social de la historia del país”. Más allá de los beneficios que depara su proyección comercial especializada en productos agrarios, los indicadores de bienestar social arrojan un panorama alarmante: desempleo, tendencia a la informalización masiva del trabajo, pobreza en progresión creciente, debilitamiento de la clase media, deterioro de la ética y del espacio público. Un balance que se agrava ante la pérdida de confianza en la clase política y que, con la mirada puesta en el futuro, sólo puede ser contrarrestado no en función de la nostalgia que evoca la independencia conseguida hace dos siglos sino de esa voluntad, de la que Marcos Aguinis se hace eco, de hacer de Argentina un país “donde se prefiera el diálogo a la confrontación, la armonía a la prepotencia, la ley a la trasgresión, el respeto a la ofensa”. Nadie duda que tales objetivos están repletos de dificultades.

14 de noviembre de 2007

¿Quo vadis, Argentina?


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El Norte de Castilla, 14 de Noviembre de 2007
En una de las paredes exteriores del edificio central de la Universidad Nacional del Sur, en Bahía Blanca, hay una inscripción que dice: “Cuidado: por aquí se entra al laberinto de la realidad”. Aunque sin duda alude al juicio que merece la siempre crítica situación universitaria argentina, no es desacertado aplicarla a lo que sucede en el país que acaba de salir de una contienda electoral agotadora con resultados que hacía tiempo eran previsibles. Y es que adentrarse en la evolución política de Argentina nos lleva a un escenario que no admite parangón con ningún otro país del Cono Sur latinoamericano. Las fronteras entre opciones electorales que en Chile, Brasil o Uruguay aparecen coherentes con lo que ocurre en Europa, aquí están difuminadas en un heteróclito abanico de candidaturas que se modelan de manera oportunista durante la campaña, se modifican al albur de los sondeos, se contradicen en sus mensajes y, sobre todo, se supeditan en exceso a la imagen personalista de quien las encabeza, adobadas a menudo de una dosis de populismo expuesto sin ningún rubor.

No es posible entender el momento actual de Argentina y sus horizontes de futuro sin analizar de qué manera ha logrado superar la profunda convulsión vivida en 2001: “un embudo siniestro y colosal que nos arrastró a las cavidades del infierno”, como lo define Marcos Aguinis. Como un estallido brutal, afloraron los problemas larvados durante la etapa de Menem y que De la Rua fue incapaz de afrontar. La crisis económica, asociada a una paridad ficticia del peso con el dólar, al deterioro galopante de la competitividad y de la producción, al engrosamiento desbocado de la deuda externa y a la evasión masiva de capitales, derivó de inmediato en una catástrofe política de enorme envergadura, que llevó a la ciudadanía a proferir aquella terrible frase, nunca oída en otro país, de “¡Que se vayan todos!”, reflejo de hasta qué punto la imagen de los políticos se hundía sin remisión. Visitar Argentina en aquellos años era desolador: sentimiento de frustración histórica, deseo de abandonar el país, falta de proyecto personal y profesional, sensación de que no había nada que hacer, vivir al día…

La presidencia de Néstor Kirchner introdujo un cambio de rumbo que llamó la atención por sus aspectos de forma y también de fondo. Proveniente de la provincia patagónica de Santa Cruz, donde había sido gobernador, las directrices de su acción de gobierno estuvieron marcadas desde el primer momento por la voluntad de establecer claras distancias con sus predecesores para así de demostrar que no era uno más. Los análisis que se han hecho sobre su labor son redundantes cuando describen un modo de actuación en el que se mezcla la contundencia (supeditación de las Fuerzas Armadas, derogación de las leyes de punto final, postura de firmeza frente las empresas extranjeras, voluntad de demostrar independencia de las siglas convencionales, estilo iracundo…) con la toma de decisiones que, en el ámbito económico, no han hecho si no poner en práctica lo que parecía inevitable: devaluación del peso, fomento del comercio exterior en un clima coyuntural favorable y renegociación de la deuda con el FMI. La responsabilidad que en ello concierne a Roberto Lavagna, candidato en estas últimas elecciones, es clave. Si durante los últimos cuatro años, Kirchner ha gozado de niveles de aprobación insólitos en la historia argentina, este reconocimiento no es indiferente al hecho de haber logrado, gracias a Lavagna, fortalecer su posición competitiva en el comercio internacional, mientras afianza su proyección comercial en relación con Europa y se consolida como un país fuerte dentro de MERCOSUR, ampliando al tiempo sus conexiones con el mundo andino.

Mas cuando se examina de cerca este proceso de recuperación las cautelas no son pocas. Desde la perspectiva económica Argentina no ha modificado de momento un ápice sus pautas de crecimiento clásicas. Dos pilares lo sustentan: la exportación masiva de productos agrarios, en la que a los tradicionales rubros de cereal y ganado se ha unido el espectacular impulso de la soja (expandida a costa de las superficies de uso pecuario) y el turismo, que acude a Argentina al socaire de sus buenos precios y de sus espectaculares bellezas naturales. Sin embargo, y pese a disponer de excelentes profesionales, no hay innovación, la industrialización está casi paralizada, los salarios son muy bajos, la inflación supera los dos dígitos y la modernización de los servicios a las empresas ni se plantea. Entre tanto, el modelo político kirchnerista retoma en esencia los cánones sustentadores del peronismo de siempre, de esa mezcla de populismo y voluntarismo posibilista, que anega otras formas de hacer política e impide que otras opciones alternativas puedan competir en igualdad de condiciones. Cristina Fernández, respaldada por un aparato mediático y gubernamental impresionante, ha sido elegida sin efectuar ningún debate ni someter a la controversia con los demás candidatos un programa vacuo e intrascendente.

Con todo, los reclamos para que las cosas sean de otro modo no cesan de plantearse. Baste mencionar la reflexión publicada por Enrique Kleppe en “La Nación” tres días antes de las elecciones: “Necesitamos un partido que con entidad suficiente, conducta y buen proyecto, logre galvanizar el hartazgo social, diferenciarse, ser creíble y desatar la movilización que inaugure una nueva y fundacional manera de hacer política, en la que pueda florecer la Argentina que merecemos”. “La Argentina que merecemos”: ese era precisamente el lema de campaña de Roberto Lavagna, el gran ministro que sacó a Argentina del infierno económico de 2001, que ahora presentaba un verdadero plan de recuperación y que ha visto frustradas sus aspiraciones. Una oportunidad perdida.