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El Norte de Castilla, 14 de Noviembre de 2007
En una de las paredes exteriores del edificio central de la Universidad Nacional del Sur, en Bahía Blanca, hay una inscripción que dice: “Cuidado: por aquí se entra al laberinto de la realidad”. Aunque sin duda alude al juicio que merece la siempre crítica situación universitaria argentina, no es desacertado aplicarla a lo que sucede en el país que acaba de salir de una contienda electoral agotadora con resultados que hacía tiempo eran previsibles. Y es que adentrarse en la evolución política de Argentina nos lleva a un escenario que no admite parangón con ningún otro país del Cono Sur latinoamericano. Las fronteras entre opciones electorales que en Chile, Brasil o Uruguay aparecen coherentes con lo que ocurre en Europa, aquí están difuminadas en un heteróclito abanico de candidaturas que se modelan de manera oportunista durante la campaña, se modifican al albur de los sondeos, se contradicen en sus mensajes y, sobre todo, se supeditan en exceso a la imagen personalista de quien las encabeza, adobadas a menudo de una dosis de populismo expuesto sin ningún rubor.
No es posible entender el momento actual de Argentina y sus horizontes de futuro sin analizar de qué manera ha logrado superar la profunda convulsión vivida en 2001: “un embudo siniestro y colosal que nos arrastró a las cavidades del infierno”, como lo define Marcos Aguinis. Como un estallido brutal, afloraron los problemas larvados durante la etapa de Menem y que De la Rua fue incapaz de afrontar. La crisis económica, asociada a una paridad ficticia del peso con el dólar, al deterioro galopante de la competitividad y de la producción, al engrosamiento desbocado de la deuda externa y a la evasión masiva de capitales, derivó de inmediato en una catástrofe política de enorme envergadura, que llevó a la ciudadanía a proferir aquella terrible frase, nunca oída en otro país, de “¡Que se vayan todos!”, reflejo de hasta qué punto la imagen de los políticos se hundía sin remisión. Visitar Argentina en aquellos años era desolador: sentimiento de frustración histórica, deseo de abandonar el país, falta de proyecto personal y profesional, sensación de que no había nada que hacer, vivir al día…
La presidencia de Néstor Kirchner introdujo un cambio de rumbo que llamó la atención por sus aspectos de forma y también de fondo. Proveniente de la provincia patagónica de Santa Cruz, donde había sido gobernador, las directrices de su acción de gobierno estuvieron marcadas desde el primer momento por la voluntad de establecer claras distancias con sus predecesores para así de demostrar que no era uno más. Los análisis que se han hecho sobre su labor son redundantes cuando describen un modo de actuación en el que se mezcla la contundencia (supeditación de las Fuerzas Armadas, derogación de las leyes de punto final, postura de firmeza frente las empresas extranjeras, voluntad de demostrar independencia de las siglas convencionales, estilo iracundo…) con la toma de decisiones que, en el ámbito económico, no han hecho si no poner en práctica lo que parecía inevitable: devaluación del peso, fomento del comercio exterior en un clima coyuntural favorable y renegociación de la deuda con el FMI. La responsabilidad que en ello concierne a Roberto Lavagna, candidato en estas últimas elecciones, es clave. Si durante los últimos cuatro años, Kirchner ha gozado de niveles de aprobación insólitos en la historia argentina, este reconocimiento no es indiferente al hecho de haber logrado, gracias a Lavagna, fortalecer su posición competitiva en el comercio internacional, mientras afianza su proyección comercial en relación con Europa y se consolida como un país fuerte dentro de MERCOSUR, ampliando al tiempo sus conexiones con el mundo andino.
Mas cuando se examina de cerca este proceso de recuperación las cautelas no son pocas. Desde la perspectiva económica Argentina no ha modificado de momento un ápice sus pautas de crecimiento clásicas. Dos pilares lo sustentan: la exportación masiva de productos agrarios, en la que a los tradicionales rubros de cereal y ganado se ha unido el espectacular impulso de la soja (expandida a costa de las superficies de uso pecuario) y el turismo, que acude a Argentina al socaire de sus buenos precios y de sus espectaculares bellezas naturales. Sin embargo, y pese a disponer de excelentes profesionales, no hay innovación, la industrialización está casi paralizada, los salarios son muy bajos, la inflación supera los dos dígitos y la modernización de los servicios a las empresas ni se plantea. Entre tanto, el modelo político kirchnerista retoma en esencia los cánones sustentadores del peronismo de siempre, de esa mezcla de populismo y voluntarismo posibilista, que anega otras formas de hacer política e impide que otras opciones alternativas puedan competir en igualdad de condiciones. Cristina Fernández, respaldada por un aparato mediático y gubernamental impresionante, ha sido elegida sin efectuar ningún debate ni someter a la controversia con los demás candidatos un programa vacuo e intrascendente.
Con todo, los reclamos para que las cosas sean de otro modo no cesan de plantearse. Baste mencionar la reflexión publicada por Enrique Kleppe en “La Nación ” tres días antes de las elecciones: “Necesitamos un partido que con entidad suficiente, conducta y buen proyecto, logre galvanizar el hartazgo social, diferenciarse, ser creíble y desatar la movilización que inaugure una nueva y fundacional manera de hacer política, en la que pueda florecer la Argentina que merecemos”. “La Argentina que merecemos”: ese era precisamente el lema de campaña de Roberto Lavagna, el gran ministro que sacó a Argentina del infierno económico de 2001, que ahora presentaba un verdadero plan de recuperación y que ha visto frustradas sus aspiraciones. Una oportunidad perdida.
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