17 de diciembre de 2010

Los espacios fronterizos de la lengua española


El Norte de Castilla, 8 de diciembre de 2010




La lengua es mucho más que un factor de identidad cultural. Representa un vehículo esencial de comunicación que trasciende al individuo y a las sociedades para convertirse en un elemento sustantivo del patrimonio que acredita y valoriza a un territorio. Cuando la frontera política se diluye para convertirse en un ámbito de permeabilidades múltiples y en todas las direcciones, es obvio que la lengua hablada a uno y otro lado acusa los efectos de la contigüidad física, modificando sustancialmente el alcance de las manifestaciones con que se acusaban tradicionalmente. El significado de este encuentro admite valoraciones desde múltiples perspectivas, pues diversas son, en efecto, las implicaciones que presenta. Y entre ellas no es irrelevante la que concierne a la interpretación de los efectos percibidos desde el punto de vista socio-territorial en aquellos escenarios donde más expresivamente se acusa un fenómeno de enriquecimiento mutuo que a lo largo del tiempo he tenido ocasión de comprobar in situ, es decir, en los ámbitos de intercambio idiomático construidos entre la lengua española y la lengua portuguesa y en función de los cuales se ha configurado un nuevo tipo de espacio.


Tanto en la frontera que separa Brasil de Uruguay como en la que marca la delimitación histórica entre España y Portugal el tiempo se ha encargado de fraguar vínculos de toda índole, que inevitablemente han repercutido en la formación de una trama lingüística sin la cual serían difícilmente comprensibles. Hace años tuve la oportunidad de conocer de cerca cómo se planteaban estas relaciones en las ciudades uruguayas de Rivera y Tacuarembó. No eran entonces, a finales de los noventa, relaciones simétricas. La preeminencia del portugués era sensible, por más que con frecuencia los términos utilizados por unos y otros se identificasen con ese dialecto característico de las áreas de borde conocido como el “portuñol”. Conviene destacar que en esa urdimbre de relaciones constantes, intensificadas por la pluralidad de circunstancias, de encuentros y desencuentros que confluyen entre los pueblos latinoamericanos, las palabras surgían y evolucionaban en un contexto de plena libertad, ajenas a los cánones convencionales que orientan el funcionamiento normalizado de una lengua. De la mixtura de ambas emanaba esa capacidad para el entendimiento común, que llevaba a descifrar con facilidad el sentido de las transacciones realizadas, hasta el punto de que en ocasiones no resultaba fácil deslindar los umbrales de frecuencia que una y otra lengua presentaban en la conversaciones cotidianas, aunque la complejidad cobraba aún más cuando de operaciones comerciales se trataba.


Sin embargo, las conexiones mantenidas entre España y Portugal a lo largo y ancho de las tierras de frontera han diferido tradicionalmente del esquema asimétrico observado en el Cono Sur. Son numerosos los testimonios directos, avalados por el copioso bagaje científico de que se dispone a propósito de la cooperación transfronteriza, que abundan en la idea de que la difusión de la lengua española ha supuesto un factor de unificación cultural y socio-económica, sin duda motivado por la disposición de los portugueses a utilizarla como un recurso valorizado en franca contraposición con el desinterés mostrado por los españoles hacia la lengua de Pessoa. Tampoco ha surgido, a diferencia del caso anterior, un dialecto basado en la mixtura aleatoria de lenguajes diferentes. Los límites idiomáticos han estado mucho más marcados, salvo la excepción singular de Galicia por razones que huelga comentar. Cuando en la última década del siglo pasado, acometimos el estudio encaminado a fortalecer la cooperación interempresarial en la llamada Región Fluvial del Duero, la asimetría era patente, hasta el punto de que las salas de reunión de la Fundación Rei Afonso Henriques, en Zamora, se convirtieron en testigos fidedignos de ese modo desigual de entender la palabra del otro mediante el aprendizaje correspondiente.


Cambios importantes han sucedido desde entonces y es muy probable que sus manifestaciones actuales, proclives a un nuevo entendimiento de los equilibrios lingüisticos transfronterizos, perduren quizá irreversiblemente. De ello pude percatarme tras la visita efectuada a mediados de este año a Uruguay y asimismo con motivo de las averiguaciones llevadas a cabo en los órganos directivos de la Agrupación Europea de Cooperación Territorial Duero-Douro. En ambos casos la tendencia parece cada vez más clara y decidida a la consideración mutua y a la búsqueda de las sinergias que derivan de la complementariedad. Sabidos son los esfuerzos de Brasil por fomentar el uso de la lengua española, a lo que contribuye sin duda el convencimiento del margen de posibilidades que ellos permite tanto desde la perspectiva de su posición en Mercosur como en la dimensión geopolítica y económica que España reviste para Brasil. Y del mismo modo tampoco parecen desdeñables los esfuerzos realizados por los españoles para conocer y entender el aspecto más sustantivo de la personalidad portuguesa que es precisamente su forma de expresión lingüística. Aunque se trata de un proceso de asimilación de las interdependencias culturales que habrá que analizar con cuidado, no cabe duda de que en esos ámbitos de identidad espacial identificados con las fronteras la lengua española, en sus relaciones con la portuguesa, se ha convertido en un factor de articulación de estrategias, de suerte que, lejos de ser un objeto de conflicto, se ha convertido en un elemento de valorización de las posibilidades territoriales compartidas.

17 de septiembre de 2010

En torno a la "macrorregión" del Noroeste ibérico


El Norte de Castilla, 17 de septiembre de 2010




“La unión hace la fuerza”. Así reza el lema del país de los belgas y así lo reitera la experiencia archiconocida de que el esfuerzo compartido permite alcanzar objetivos que aisladamente serían no sólo más dificultosos sino también de menor consistencia y viabilidad. Aplicada esta premisa al desarrollo territorial de la Unión Europea, su plasmación efectiva goza de una dilatada trayectoria que hunde sus raíces en la propia concepción del espacio europeo como una realidad geográficamente compleja, necesariamente abocada a la integración económica por razones que la historia y la experiencia se han encargado suficientemente de respaldar.


Si es evidente que la construcción europea no puede entenderse al margen de la voluntad demostrada por parte de los Estados a favor de eliminar las barreras fronterizas históricas y establecer espacios de encuentro y de compromiso que no han dejado de afianzarse, no menor importancia conviene asignar a los vínculos que se establecen entre los niveles subestatales del sistema administrativo, es decir, entre las regiones y entre los municipios.


De hecho las actuaciones en este sentido se remontan a momentos anteriores a la puesta en marcha de la política regional comunitaria en 1975, posteriormente identificada bajo el principio de la “cohesión económica y social” sobre la base de la convergencia entre las regiones que integran la Unión. Sorprende observar cómo desde comienzos de los años setenta empiezan a ponerse en práctica iniciativas de cooperación transnacional que comúnmente vienen motivadas por la necesidad de acometer actuaciones conjuntas sobre aspectos sensibles (áreas de montaña, aprovechamiento integral de los ríos, gestión forestal…) que conciernen a las partes implicadas con independencia de la discontinuidad forzada por la frontera.


Defiendo el argumento de que, en gran medida, Europa se ha construido desde las regiones fronterizas. Más que una ruptura, la frontera ha operado como un factor proclive al reforzamiento de la proximidad, al entender que los problemas se resuelven mejor cuando las soluciones se comparten. Sólo así se justifica el formidable apogeo adquirido por las llamadas Eurorregiones, que expresan de manera específica el valor reconocido a los espacios transfronterizos como áreas aglutinantes. En un panorama constituido por más de setenta iniciativas, el panorama es, empero, muy desigual y arroja un balance contradictorio, en el que coexisten experiencias exitosas con otras meramente testimoniales e incluso fallidas.


La Comunidad de Castilla y León se caracteriza por una trayectoria muy activa, aunque no exenta de altibajos, en el marco de la cooperación transfronteriza con las regiones limítrofes portuguesas. Ha sido beneficiaria de fondos europeos en cantidades estimables, que poco a poco han ido favoreciendo una aproximación entre los territorios a ambos lados de la “raya” y permitido un conocimiento de los valores en común del que tradicionalmente se carecía. Pero nunca ha configurado con ellas una Eurorregión. Los instrumentos utilizados han sido más modestos (Comunidad de Trabajo, Consorcios, Asociaciones), de modo que su eficacia se ha visto mediatizada por la discontinuidad en las relaciones, que no siempre han respondido al margen de posibilidades a que hubiera dado lugar una línea de actuación estratégicamente mejor definida y organizada en el tiempo.


Las modificaciones introducidas en la Política de Cohesión de la Unión Europea a partir del periodo 2007-2013 inducen a un fortalecimiento de la cultura de la cooperación territorial. Esta noción aparece definida como un Objetivo específico, es decir, como uno de los pilares esenciales de la estructuración del espacio europeo, sólo entendible desde la perspectiva de la cooperación planteada en sus tres dimensiones: la transfronteriza, la transnacional y la basada en la creación de redes regionales y urbanas, con un fuerte protagonismo descentralizado. Todo un reto, en suma, para las autoridades existentes a estos niveles, obligadas a asumir hasta qué punto la asignación de los fondos europeos ha de estar encauzada en función del grado de asimilación y aplicación de las pautas inherentes a la cooperación con territorios e instituciones ubicados en otros países del espacio comunitario europeo.


La decisión de integrar a Castilla y León en una gran región constituida al tiempo por Galicia y Norte de Portugal guarda coherencia con un enfoque del desarrollo regional vertebrado en torno a las posibilidades del espacio atlántico y a la necesidad de robustecer los vínculos allende la frontera. Me resisto a utilizar la palabra Macrorregión para definir esta estructura de cooperación a media escala, ya que el concepto aparece aún impreciso en la terminología europea o, en todo caso, se utiliza para identificar cooperación entre Estados. Pero seguramente el término es lo de menos, pues de lo que se trata es de avanzar con paso firme en una dirección inexorable. Y a nadie se le oculta que implica desafíos nada desdeñables. Y fundamentalmente uno: la historia de la cooperación entre Galicia y Norte de Portugal es tan dilatada como firme. Partícipes de una Eurorregión dotada de organismos de funcionamiento y gestión muy arraigados y de una Comunidad de Trabajo creada en 1991 y con resultados más que apreciables, constituyeron en febrero de 2008 la primera Agrupación Europea de Cooperación Territorial creada en España, figura importantísima en la que no puedo detenerme y en la que estoy investigando. En suma, nuestra Comunidad se incorpora a un espacio de interrelaciones, sinergias y compromisos ya consolidado. Sin duda tiene mucho que aportar y de lo que beneficiarse. Pero no cabe duda de que la iniciativa debe estar sustentada en una firme voluntad política, inmune al desaliento, a sabiendas de que los procesos no son tan automáticos como parece ni los resultados están garantizados de antemano.



21 de junio de 2010

¿ Hacia una Universidad global?


El Norte de Castilla, 21 de Junio de 2010


La noción misma de Universidad es consustancial a la defensa del principio de universalidad selectiva que debe inspirar sus objetivos y las líneas estratégicas en las que se basan. No cabe entender el alcance de sus aportaciones sin valorar la proyección a gran escala conseguida en un contexto de interdependencias, debates y complementariedades que se renuevan sin cesar y que difícilmente pueden limitar sus horizontes en un mundo en el que el avance del conocimiento y sus metodologías están en permanente transformación. No hay institución tan propensa a la crítica – interna y externa - y a los instrumentos de evaluación cualitativa como la Universidad. Y, aunque bien es cierto que el propio sistema, como sucede en todas las organizaciones, adolece de carencias significativas, de defectos evidentes en el ejercicio de sus responsabilidades o de inercias que se resisten a desaparecer difícilmente se puede admitir la idea de que la Universidad está en una crisis letal – de “situación calamitosa”, la calificó no hace mucho Ignacio Sotelo; en “descomposición”, a juicio del filósofo José Luis Pardo - que no logrará superar por más que se intenten readaptaciones de su organigrama formativo con la pretensión, defendida como un axioma, de racionalizar la transmisión de los saberes y hacerlos más eficientes en un mundo dominado por la lógica imperante de la competitividad.


Es evidente que las posibilidades de recuperación universitaria sólo pueden contemplarse con visos favorables si se logra una plena implicación del profesorado, si las directrices aplicadas se fundamentan en actuaciones empeñadas en valorizar todas las capacidades disponibles y si la financiación que la ha de respaldar asume el compromiso de lo que significa disponer de una estructura universitaria prestigiosa a todas las escalas e integradora de los saberes que en ella comparten espacios y estrategias, donde se imbriquen bien la tradición heredada y las nuevas líneas que derivan de la innovación científica y tecnológica. En cualquier caso, evitando que la nueva singladura pueda incurrir en los riesgos que algunos colegas, haciendo uso de ese espíritu crítico inherente a la actividad universitaria y que tanto necesita, advierten de que pudiera traducirse en un empobrecimiento cultural y en la degradación del conocimiento en mercancía.


A sabiendas, pues, de que la Universidad siempre se encontrará sumida en un panorama de problemas irresueltos, de contradicciones flagrantes y de perspectivas abiertas a desafíos permanentes, la cuestión estriba en lograr definir con claridad y con el nivel de autoexigencia necesario el marco de relaciones en el que estas tendencias pueden ser afrontadas en sus riesgos más patentes y acreditadas en los aspectos que mejor pudieran fortalecer sus propias potencialidades y sus ventajas comparativas más reconocibles.


Sorprende comprobar hasta qué punto la configuración de ese escenario de vínculos potenciales pudiera aparecer ligado a la asombrosa capacidad de convocatoria desplegada por la entidad financiera (Banco de Santander) que con el liderazgo de su presidente ha conseguido lo que ningún grupo de Universidades y, menos aún, de Gobiernos han sido capaces de llevar a cabo. De haberlo intentado unas y otros, la iniciativa no hubiera pasado seguramente de los buenos propósitos. Y es que no es fácil organizar un macroencuentro con tales pretensiones, como el celebrado recientemente por el grupo UNIVERSIA en la ciudad mexicana de Guadalajara. ¿Símbolo de los tiempos? ¿Reflejo palmario de lo mucho que representa el poder económico a la hora de movilizar voluntades cualificadas dispersas? ¿Afán decidido de vertebrar en una red de perfiles casi ilimitados los recursos que en mayor medida pueden contribuir a analizar y resolver los problemas de nuestra época, tan harta de incertidumbres? Puede que todo confluya en esa urdimbre de conexiones que se trata de fraguar, amparado en fines tan encomiables como el intercambio, la movilidad, el conocimiento mutuo, el saber compartido. Es encomiable pensar que, al calor de la proximidad así creada, puedan surgir ideas que favorezcan la búsqueda de puntos de encuentro o la fijación más o menos formalizada de compromisos en un futuro que difícilmente se podrían precisar si no es con la calma y la sabiduría que estas decisiones requieren.


Con todo, las posibilidades de crear una magna comunidad iberoamericana de Universidades han de ser contempladas, en mi opinión, con cautela. A priori un panorama tan complejo y contrastado invita a valorar ese deseo de internacionalización con la mirada puesta en las particularidades de una realidad universitaria que, en no pocos de sus elementos, dista mucho de ajustarse a los niveles de solvencia y credibilidad que se precisan para que los flujos de relación puedan ser recíprocamente satisfactorios y pertinentes.


Partiendo del diagnóstico que cabe hacer del actual panorama universitario implicado en esa estrategia, no cabe duda de las dificultades de unas relaciones que han de conllevar resultados acordes con los umbrales de exigencia y excelencia en que hoy se inscribe el ejercicio de tareas necesitadas de un entorno suficientemente dotado de antemano para que lo que se haga cumpla con los requerimientos inherentes a una función cualitativamente reconocida de manera inequívoca. En suma, hablar de un “Bolonia transatlántico”, que a la postre habrá de traducirse en “un espacio común para la movilidad de profesores y alumnos” me parece una idea feliz, convencido, empero, de que las ideas afortunadas muchas veces tropiezan con los escollos insoslayables de la realidad. De su superación, nada fácil por cierto, depende lógicamente el éxito de tan ambiciosa iniciativa.


27 de mayo de 2010

Argentina en su bicentenario: controversias y unanimidades

El Norte de Castilla, 27 de mayo de 2010

La República Argentina conmemora su bicentenario en un ambiente que resulta sorprendente. Como era previsible, las librerías rebosan de publicaciones que recuerdan los acontecimientos del 25 de mayo de 1810. Coexisten en las estanterías el oportunismo con el rigor, la superficialidad con la aparición de aportaciones novedosas; es decir, un caudal ingente de obras que tratan de desentrañar los entresijos de la historia de un país, que, como dijo Tomás Eloy Martínez, encuentra precisamente en esa faceta del saber una herramienta necesaria para liberarse de sus propias obsesiones.

Da la impresión de que cuando se cumplen los dos siglos de existencia la sociedad argentina se siente necesitada de aprovechar la oportunidad que le brinda la efeméride para hacer balance de lo sucedido y tratar de explicar por qué y cómo se ha llegado a una situación crítica, con cuyos perfiles lacerantes casi todos están de acuerdo. Las preguntas afloran por doquier: ¿cuándo comenzó a perder Argentina su peso en el mundo?, ¿cuáles fueron los motivos de su declive, que pocos pudieron prever en los años del primer centenario de la independencia?, ¿seremos los argentinos – se preguntaba recientemente un conocido columnista en el diario Clarín – capaces de tener alguna vez un proyecto cohesionado de país?, sin olvidar aquella reflexión descarnada que en cierta ocasión me hizo un viejo colega de Mar del Plata... “¿por qué y cómo nos hemos latinoamericanizado? “

Sin embargo, cuando se formulan estas preguntas las respuestas difieren sensiblemente. Los puntos de vista discrepan a la hora de asignar responsabilidades a uno u otro momento de la historia argentina. Son tan numerosos los episodios de crisis y perturbación vividos a lo largo de estos dos siglos que las opiniones interpretativas se abren a un panorama de causas, efectos y responsabilidades que satisfacen todas las perspectivas ideológicas, acomodadas a los intereses y autojustificaciones de cada cual. Disparidad que no impide una actitud generalizada de desazón, que tiende a identificarse con la sensación de fracaso histórico indisolublemente asociado al descrédito de la política y de quienes la protagonizan.

De todos modos, el debate principal ha dejado de plantearse hace tiempo en función de una búsqueda remota en el pasado de los motivos explicativos de la opinión pesimista que hoy prevalece en amplios sectores la sociedad argentina para centrar fundamentalmente la atención en circunstancias históricas más cercanas. Circunstancias en cuyo rescate no es irrelevante la postura manifestada por un núcleo muy activo de la intelectualidad, que encuentra en la tragedia vivida por el país en los años setenta y en la evolución política posterior, ya con la democracia recobrada, los fundamentos de una fractura histórica, con implicaciones económicas y sociales cuya gravedad no ha cesado de aumentar.

La tragedia provocada por la dictadura militar en el periodo 1976-1983 aparece asumida como la demostración fehaciente de la incapacidad para reorientar la política del país tras el definitivo hundimiento de la experiencia peronista. En una sociedad culta, desarrollada y activa como era la argentina la brutalidad del régimen militar provocó una desestabilización drástica en las pautas culturales y de comportamiento que sólo pudieron ser contrarrestadas mediante el exilio y la esperanza de recuperar unas capacidades que se creían estructurales y a prueba de cualquier trauma político.

Pero no fue así. Ese régimen, basado en la corrupción y el crimen, introdujo medidas de ajuste que rápidamente dieron al traste con el modelo de Estado de Bienestar fraguado en Argentina en los años cuarenta del siglo XX. La bibliografía lo refleja bien y demuestra hasta qué punto las tensiones vividas habían podido ser mitigadas hasta entonces en el contexto de un país cuya inserción en la economía mundial se mostraba vigorosa. Con una visión más populista que de política basada en la integración social, los logros alcanzados por el peronismo en la atención de los desfavorecidos lo situaron en una posición singular dentro del continente, que daría origen para siempre a la formación de referencias sustantivas en el imaginario argentino. El rostro de Eva Duarte sigue presente en la cartelería que adorna las calles de Buenos Aires, sus mensajes aparecen grabados en las paredes y su nombre suscita un respeto que llama la atención.

Todo parece indicar que la sociedad se ratifica en el mantenimiento de una simbología destinada a neutralizar la sensación de fracaso que emana del hecho comprobado de que entre 1976 y 2002 tanto el régimen militar como los que le sucedieron, bien bajo la égida del justicialismo (personificado en la enajenación masiva de lo público llevada a cabo por Menem) o de la Unión Cívica Radical (un partido cuyos presidentes jamás terminaron sus mandatos), ocasionaron, como recientemente ha señalado Susana Torrado, de la Universidad de Buenos Aires, “el mayor retroceso social de la historia del país”. Más allá de los beneficios que depara su proyección comercial especializada en productos agrarios, los indicadores de bienestar social arrojan un panorama alarmante: desempleo, tendencia a la informalización masiva del trabajo, pobreza en progresión creciente, debilitamiento de la clase media, deterioro de la ética y del espacio público. Un balance que se agrava ante la pérdida de confianza en la clase política y que, con la mirada puesta en el futuro, sólo puede ser contrarrestado no en función de la nostalgia que evoca la independencia conseguida hace dos siglos sino de esa voluntad, de la que Marcos Aguinis se hace eco, de hacer de Argentina un país “donde se prefiera el diálogo a la confrontación, la armonía a la prepotencia, la ley a la trasgresión, el respeto a la ofensa”. Nadie duda que tales objetivos están repletos de dificultades.

31 de enero de 2010

Intentando controlar el futuro



El Norte de Castilla, 30 de Enero de 2010



Desde hace tiempo se ha impuesto en muchas ciudades la conveniencia de construir el presente para controlar el futuro, haciendo suya esa corriente tan en boga a favor de la prospectiva territorial. Las experiencias son numerosas y el balance ofrecido se abre a toda suerte de resultados y valoraciones. Suponen, en cualquier caso, un ejercicio de voluntad política marcado por el propósito de crear en la sociedad un ambiente propicio a la motivación y a la reflexión sobre lo que su territorio deba ser en un horizonte temporal de medio plazo y en un contexto donde priman más las incógnitas que las certezas.


No es la primera vez que Valladolid emprende una iniciativa de estas características. Ya lo intentó el gobierno municipal en 1993-1994, aunque aquello quedase en un mero propósito, finalmente paralizado tras las elecciones del año siguiente y pese al interés mostrado por los agentes sociales y económicos de la época, que dedicaron muchas horas al debate y a la puesta en común de proyectos que en muchos casos sorprendían por su ambición y novedad. Intervine activamente en aquellos foros, de los que conservo testimonios que hoy resultarían sorprendentes. Loable es que, pasados los años, y en un panorama muy diferente al de entonces, El NORTE DE CASTILLA, coherente con lo que ha sido su compromiso desde sus orígenes con el entorno en que se desenvuelve, invite de nuevo a la sociedad local y provincial a plantearse las preguntas que siempre suelen aflorar en estas circunstancias, con la intención de suscitar el debate en torno a las ideas, propuestas, sugerencias y reflexiones que ayuden a orientar las decisiones o, al menos, a atisbar por dónde debieran ir las más adecuadas en función del diagnóstico que se haga y de los objetivos que se pretendan.


Abordar hoy esta cuestión implica, a mi juicio, la toma en consideración de tres criterios esenciales: de un lado, la clarificación del papel que se pretende asignar a Valladolid en el contexto de la economía globalizada y de la sociedad del conocimiento, pues de ello dependerá, a la postre, su posición en las distintas escalas en que se inserta (europea, española, regional, y, por ende, la que la corresponde como motor de su propia provincia); de otro, una atención preferente a la dimensión cualitativa que deben tener las estrategias previstas, lo que implica asumir con firmeza los principios del buen gobierno local, es decir, de una gobernanza asentada sobre las interrelaciones producidas entre sostenibilidad urbana, integración social y económica y participación ciudadana. En otras palabras, lo que se entiende como “ciudad inclusiva”; y, por último, una estrategia centrada en el fortalecimiento de las redes de cooperación construidas sobre la base de las estructuras sociales, económicas y territoriales en las que la ciudad y sus perspectivas se sustentan.


Ya sé que se trata de objetivos genéricos, mas también es obvio que sin fines de esta naturaleza no es posible efectuar el armazón trabado por los que, más específicos, concretan el rumbo pertinente a seguir en cada caso. Tiempo habrá, según parece, para perfilar hacia dónde encaminar la nave, partiendo del hecho incuestionable de que Valladolid y su entorno encierran potencialidades de primer nivel, cuyo reconocimiento jamás debiera dar lugar a reproches injustificados, como se ha hecho, y que no responden a un análisis riguroso de lo que se tiene y de lo que se carece. Como tampoco cabe duda que en ese proyecto de reflexión abierta tan justificada está la valoración, objetiva y fundamentada, de los recursos y fortalezas disponibles, como la crítica seria e irrestricta, sin la cual es imposible, como bien advertía Max Weber, avanzar en ninguna dirección.


Si, en función de estos parámetros, partimos de la idea de que las perspectivas de futuro de una ciudad como Valladolid están necesariamente ligadas a la corrección de aquellas deficiencias o limitaciones de que adolece, razonable parecería apuntar líneas de atención que pudieran subsanarlas, a sabiendas de que los avances logradas compensarían con creces de los esfuerzos llevados a cabo. Me permito sugerir varias ideas de interés. No hay jerarquía entre ellas, pues son complementarias.


De momento, y por limitaciones de espacio, aludiré únicamente al convencimiento de que la ciudad debe fortalecer su proyección internacional mediante estrategias estables de cooperación interurbana que hasta ahora han sido francamente débiles. Aparte de afectivos, los vínculos han de ser también efectivos y abiertos a las ventajas que derivan de alianzas estratégicas en función de proyectos coordinados. Con la mirada puesta en el desarrollo y en el incremento de la valoración desde el exterior, sorprende que ninguna ciudad de Castilla y León, y a diferencia de lo que sucede en Portugal, participe del amplísimo abanico de posibilidades de interrelación desarrolladas al amparo del programa URBACT, de la Unión Europea. Moviliza en estos momentos a 255 ciudades en torno a iniciativas conjuntas de extraordinario interés, que van desde el desarrollo de la economía del conocimiento hasta aspectos relacionados con la promoción del patrimonio cultural o la gestión de los espacios metropolitanos. Valladolid tendría una excelente cabida en ese espacio de encuentro, del mismo modo que se echa de menos un afianzamiento de los vínculos que en algún momento se pensaron desarrollar con Oporto o con ciudades americanas emblemáticas, tanto del Norte como del Sur, capaces de canalizar, mediante acuerdos de cooperación en firme auspiciados por la Universidad y por el conjunto de los actores, las posibilidades con que hoy cuenta la ciudad y que se hallan, en mi opinión, claramente infrautilizadas.


De las estructuras de articulación en red que considero pueden valorizar las economías de escala de la ciudad desde la perspectiva socio-económica y territorial hablaré en otra ocasión.

12 de enero de 2010

¿Está cambiando la concepción del urbanismo en España?

El Norte de Castilla, 12 de Enero de 2010


Tarde o temprano tenía que suceder. Se veía venir. Tan traumático ha sido en todos los sentidos – económico, social, político, ambiental e incluso cultural - el impacto provocado por la vorágine inmobiliaria en España que sólo en el marco de una reacción lógica pueden ser interpretados los hechos que están poniendo en evidencia, si no un viraje profundo, sí al menos el propósito de reorientar las decisiones sobre esta importante materia en sintonía con los principios inherentes al concepto de “ejemplaridad pública”, bien definidos por Javier Gomá en su interesante ensayo sobre el tema (Taurus, 2009). Y es que en menos de un mes han tenido lugar tres acontecimientos claves que inducen a la defensa de una nueva perspectiva en el modo de entender y desarrollar las relaciones entre el gobierno del territorio y las actuaciones que sobre él se llevan, o pudieran llevarse, a cabo.


El primero nos remite al acuerdo adoptado el 15 de Diciembre de 2009 por la Comisión Ejecutiva de la Federación Española de Municipios y Provincias, en el que se aprobó, por unanimidad de todos los grupos políticos, el Código del Buen Gobierno Local. Se trata de un documento ambicioso que, apoyándose en las recomendaciones del Consejo de Europa, hace una invocación explícita a una serie de principios que llaman la atención. Y así, tras señalar que las actuaciones municipales estarán regidas “por la defensa de los intereses generales con honestidad, objetividad, imparcialidad, confidencialidad, austeridad y cercanía a la ciudadanía”, se insiste tanto en el “fomento de la transparencia y la democracia participativa” como en los esfuerzos “a favor de la inclusión social y el equilibrio territorial”. Esta declaración culmina con una idea fundamental: “incluiremos entre los principales objetivos de las políticas locales la lucha contra el cambio climático, la protección del medio ambiente y la ordenación racional y sostenible del territorio”. Todo un cúmulo, pues, de buenos propósitos impregna el compromiso formalmente desplegado por los alcaldes españoles, que han hecho causa común en torno a un texto que será emitido a todos los gobiernos municipales para que, al amparo de su autonomía, lo ratifiquen y lo integren en sus respectivos cuerpos normativos. A partir de ahora toda la atención sobre lo que ocurra será poca.


En segundo lugar, y cuando el 2009 estaba a punto de concluir, se ha dado a conocer la sentencia 1127/2009 emitida el 29 de Diciembre por el Tribunal Supremo por la que ratifica la condena a los responsables de los escándalos urbanísticos de la ciudad de Andratx, en Mallorca. Sus argumentos no admiten equívoco. “Aunque llega tarde, es un fallo muy claro”, según han señalado cualificados expertos para quienes “es una llamada de atención a los poderes públicos e ilustrativo del grado de impunidad en el que se encuentran las infracciones urbanísticas”. No en vano el Alto Tribunal denuncia sin paliativos "la desastrosa situación a la que, a pesar de la normativa legal y administrativa, se ha llegado en España respecto a la ordenación del territorio, incluida la destrucción paisajística". Por otro lado, la sentencia encierra un planteamiento que se echaba mucho de menos, al afirmar que "la comunidad de ciudadanos es víctima de los despropósitos urbanísticos y que la administración urbanística también experimenta las consecuencias de las infracciones en materia de ordenación del territorio", sin olvidar que, desde el punto de vista de protección del paisaje, es una sentencia que marca un hito, al establecer “que una sola edificación puede suponer un atentado grave al paisaje". Sobre estas bases resulta fácilmente comprensible la insistencia en un aspecto de indudable resonancia jurídica, ya que cuando admite que "ante la inoperancia de la disciplina administrativa, se acuda a la vía penal para que el Derecho Penal y sus jueces deban intervenir directamente", es obvio que estamos asistiendo a la plasmación de una voluntad decidida para que los escándalos urbanísticos sean perseguidos con un mayor nivel de eficacia, lo que, por otra parte, resulta congruente con el espíritu de la Constitución cuando establece que la protección del medioambiente debe contar con sanciones penales.


Y, finalmente, pocos días han transcurrido del 2010 cuando el Ministerio de Cultura ha decidido el 4 de Enero la paralización del “Plan Especial de Protección y Reforma Interior de El Cabanyal-Canyameral”, por el que el Ayuntamiento de Valencia pretendía la demolición de una parte significativa – 400 edificios - del barrio, considerado Bien de Interés Cultural, con el fin de ampliar una gran avenida del siglo XX hasta la costa. Al calificar este Plan como “expolio del patrimonio histórico de El Cabanyal” el Ministerio, en el ejercicio de su competencia, no hace sino aplicar el Art. 149.1.28 de la Constitución española y el Art. 6.b de la Ley 16/1985 del Patrimonio Histórico. La medida deriva de la sentencia del Tribunal Supremo, de 25 de Mayo de 2009, revocatoria de una anterior, que ha considerado prevalente, frente a la postura del Ayuntamiento, la regeneración de las edificaciones paralelas al mar por representar un legado de gran valor arquitectónico con manifestaciones emblemáticas de la historia económica y cultural valenciana. Es el entorno en el que dibujó Sorolla. Apoyándose en sólidos informes elaborados por la Academia de la Historia y el Consejo Superior de Arquitectos, el Tribunal Supremo instó al Ministerio de Cultura para que se pronunciara sobre el tema y procediese a la aplicación de la sentencia. Y eso es precisamente lo que ha sucedido, al fin, varios meses después.


¿Supone todo esto el inicio de una nueva etapa en la historia del urbanismo español?. Estaremos muy atentos a lo que suceda a partir de ahora.