El Norte de Castilla, 25 junio 2013
Cuando un país, como ahora sucede en España, persigue fortalecer su imagen mediante una política de acreditación hacia el exterior, que ponga al descubierto la dimensión y la relevancia de sus valores distintivos como factor de atracción, es que quizá algo falla en los rasgos de la proyección que se pretende ofrecer en el momento en el que tal objetivo se plantea. ¿Será porque son numerosos los claroscuros que se ciernen sobre ella? ¿O tal vez porque existe en sus destinatarios una visión distorsionada que, a juicio de quien trata de contrarrestarla, es preciso corregir?
Sea lo que
sea, lo cierto es que en estos tiempos en los que prima la mercadotecnia en
aras de la elaboración de un producto, amparado en cualidades que favorezcan su
consideración positiva, es obvio que las posibilidades del intento están
condicionadas por la fortaleza de los mensajes transmitidos y, sobre todo, por
la solidez y continuidad de los argumentos en los que se apoyan. No todos los
productos son iguales ni revisten la misma complejidad, pues su naturaleza
difiere en función de lo que significan y del tipo de demanda hacia la que van
destinados. De ahí el riesgo de simplificación que puede suponer el hecho de
limitar una imagen a la presentación formal de ideas atractivas, nombres
rutilantes o referencias de gran impacto
mediático que, aun no siendo baladíes, tienden más a confundir, dada su
diversidad, que a aclarar el valor objetivo de los hechos con los que se trata
de identificar, sobre la base de criterios bien definidos, la naturaleza de la
“marca“ en cuestión.
Frente
al riesgo de banalización, que resulta de entender el reconocimiento como la mera comercialización de un producto
prefabricado, se impone la necesidad de
ratificarlo más bien como la expresión de una serie de valores intrínsecos que,
debidamente relacionados entre sí y fortalecidos a través del conocimiento a
gran escala que de ellos se consiga, permitan
su identificación coherente por parte de los destinatarios del mensaje, de modo
que se conviertan en referencias sólidas, consistentes y alejadas de la
fugacidad con que habitualmente se
plantean las campañas publicitarias.
La
experiencia revalida hasta qué punto el atractivo de un Estado es indisociable
de las cualidades que lo caracterizan por encima de las coyunturas, de las
modas efímeras o de las circunstancias específicas de una situación determinada.
Admitiendo que la historia desempeña a este respecto una importancia decisiva,
no es menos patente que la capacidad para sintonizar con los valores que
sobreviven a la erosión del tiempo constituye la mejor garantía para entender
lo que representa la defensa de unos caracteres firmemente cimentados. Y es
que, más que una marca, tan propensa al reduccionismo en función de los
limitados perfiles a que conduce su transmisión puntual, la imagen y el
prestigio se construyen sobre pilares dotados de la suficiente consistencia
como para justificar el hecho de que lo importante no es conseguirlos sino
asegurar su perduración.
De ahí la
conveniencia de clarificar bien lo que haya de entenderse como la imagen de
España, que, más allá de los símbolos o emblemas propalados con tal fin, no debiera quedar desprovista de los cuatro
pilares que han de sustentar una proyección digna a la par que convincente,
visible y con seguras perspectivas de futuro. Aunque no es posible detenerse en
cada uno dado el espacio disponible, su consideración destaca la utilidad del
engarce que entre ellos debiera producirse como fundamento de una estrategia de
promoción basada en la calidad y en las credenciales que aportan las cosas bien
hechas en aspectos sustanciales de la vida del país y a la vez de gran valor
comparativo.
Si es evidente
que el desarrollo de la plataforma científica e investigadora ocupa una
posición primordial, hasta el punto de que las restricciones efectuadas en este
sentido presentan un efecto demoledor para el reconocimiento de la categoría
que se pretende, no es menos relevante, por otro lado, el predicamento que a un
país proporcionan las aportaciones realizadas en el ámbito de la cultura y de
la buena administración de sus valores patrimoniales. En ellos se asientan las
formas de expresión que en mayor medida demuestran la capacidad creativa,
libre, crítica e innovadora de una sociedad, susceptible de configurar una
oferta dotada de la dimensión cualitativa que haga posible su reconocimiento
internacional y el apoyo merecido, por encima de las frustraciones que pudieran
derivar de un tratamiento basado en medidas sesgadas o entorpecedoras del
adecuado despliegue de las fortalezas existentes en este sentido.
Y en la misma
línea cabría hacer hincapié en la resonancia que, a efectos de consolidar una
imagen favorablemente reconocida, posee el empeño de las administraciones para
asegurar el buen funcionamiento de los mecanismos que hagan posible la cohesión
social y económica de sus ciudadanos, garantizando la equidad y la eficiencia
que procura las buenas prácticas aplicadas a la gestión de los servicios
públicos esenciales. Objetivo básico que, para completar el elenco de factores
que nos ocupan, no puede ser entendido al margen de los directrices inherentes
a la preservación de la calidad y de los comportamientos éticos de su sistema
institucional, pues no en vano - y precisamente
cuando se hallan lesionados por los defensores del corto plazo, del sálvese
quien pueda y de la visión especulativa aplicada a las actuaciones que afectan
a su ámbito de responsabilidad - de su
cumplimiento dependen el margen de respeto, la seguridad jurídica y la efectividad del marco
regulador en los que se amparan tanto los derechos de los propios como la
confianza asumible por parte de los ajenos.
En definitiva,
ciencia, cultura, cohesión socio-económica y calidad institucional: las cuatro
“c” de la marca España, los fundamentos que han de arropar la credibilidad y los
méritos objetivos de nuestro país.