14 de febrero de 1998

José Luis Barrigón



Este texto fue redactado a sugerencia de mi buen amigo Manuel Conde del Río, con la intención de que formase parte de una obra en la que se recogiesen testimonios de las personas que habían tenido relación con José Luis. No llegó a publicarse como tal, sino a través de una edición limitada, destinada a los amigos y fundamentalmente a Julia Rodriguez de Diego, su esposa, archivera de Simancas, con la que compartió su vida, y a sus hijos.

Por más que lo he intentado, no consigo precisar el momento ni el lugar en los que tuve la fortuna de conocer a José Luis Barrigón. Y no es que la memoria me traicione, pues suelo recordar con bastante exactitud, así en el tiempo como en el espacio, los sucesos más entrañables de la etapa de mi vida, por lo que, aunque no consiga precisar el detalle,  sí estoy seguro del momento y de las circunstancias en que él se cruzó en mi camino. La verdad es que tampoco me importa mucho presumir ahora de capacidad memorística, ya que la figura y la imagen de José Luis han estado siempre para mí presentes al margen de un acontecimiento o de una situación determinados. No ha sido, desde luego, una amistad fugaz ni nuestras conversaciones, con independencia del tal vez excesivo tiempo transcurrido entre una y otra en los últimos años, dejaban de estar sólidamente cimentadas en entrañables vivencias episódicas o en puntos de afinidad trenzados con el recuerdo compartido, que siempre permanecía incólume. Eran, para ser exacto, el resultado de una relación con mucha carga histórica detrás, que se mantenía firme pese a los riesgos que ha implicado llegar a la madurez en una época tan propensa al olvido, al individualismo exacerbado o a la fugacidad de los sentimientos solidarios.. Ninguna de esas tres facetas me permiten asociar en el recuerdo ni en la vivencia lo que para mí ha llegado a representar la sintonía personal de tantos años con José Luis.

Aunque de distinto origen - el vallisoletano, yo de Burgos - ambos fuimos madurando bajo los cielos de una ciudad que, si en los primeros años tuvo para mí algo de inhóspito y mucho de inexpresivo, con el tiempo se convertiría en el ámbito donde me siento más a gusto y con el que mejor hoy me identifico. Pero no tuvieron fácil acomodo los afanes de libertad en el Valladolid de finales de los sesenta, cuando el reducido número de estudiantes que nos interesábamos por la Filosofía y por la creatividad cultural en todas sus manifestaciones estábamos obligados a aprovechar encuentros efímeros y ocasionales, en los que en vano vencíamos el frío a base de discusiones acaloradas, que casi siempre terminaban en algunas de las tascas, sórdidas y entrañables, que salpicaban los aledaños de la Plaza de la Universidad. Seguramente en una de esas reuniones, casi siempre celebradas a media tarde del sábado, coincidí con José Luis, del que me había hablado de manera elogiosa un compañero de “comunes”, quien más tarde marcharía a estudiar a Oviedo y del que sólo recuerdo sus ademanes tan rotundos como poco convincentes.

Los que vivimos esa época sabemos lo mucho que representaba la posibilidad de asistir a foros de ese tipo, que, interminables y agotadores, considerábamos un bálsamo enriquecedor o un auténtico oasis en medio de la mediocridad que nos rodeaba en las clases y contra la que en balde pugnábamos cuantos estábamos enamorados de la Filosofía, opción que encaminó mis pasos hacia la Facultad de Letras, alentado por el desafío que en el verano del 64 me había llevado sin éxito a intentar el estudio de esta especialidad en la Universidad de Valencia. Con estos antecedentes, y movido por el afán de aprender “filosofía”, no podía desperdiciar la oportunidad de conversar con quien, un año mayor que yo, era considerado un verdadero maestro, que sabía transmitir al tiempo serenidad y coherencia, sólo explicables sobre la base de un impresionante caudal de conocimientos que sinceramente me causaban tanta admiración como “envidia”. Considero a José Luis uno de mis guías en el dificil pero apasionante arte del pensar, y lo tengo entronizado como una de las personas de las que más he aprendido en una fase crítica de mi vida, pues no tardaría en surgir en mí una sensación de fracaso por el camino universitario emprendido, en el que la enseñanza de la Filosofía suscitaba cualquier cosa menos apasionamiento e interés.

El gusto común por la ciencia del pensamiento pronto se convirtió en el asidero de una relación cordial que se mantendría perenne y sin fisuras, pese a que me viera obligado a modificar enseguida mi rumbo formativo hacia la Geografía, incapaz de seguir asimilando tanta estulticia en los campos del saber que originariamente habían presidido mis horizontes universitarios. Este viraje no supuso frustración alguna, pues en cierto modo el desencanto sufrido fue compensado con creces por mi relación con un verdadero pensador, quien de vez en cuando me comentaba aspectos muy interesantes relacionados con la preparación de su Tesis Doctoral, que seguí con tanta atención que durante algún tiempo mi Biblioteca personal se vería enriquecida con algunas de las obras que él mismo me aconsejaba para ampliar mis conocimientos sobre el pensamiento marxista de la época. Aprendí mucho sin duda, y, por tanto, no me sorprendió nada el éxito cosechado por José Luis el día de la lectura de su Tesis.

Lo recuerdo perfectamente. Era una mañana primaveral y el acto se celebraba en el salón de grados de la Facultad de Derecho, a rebosar. El Doctorado, severo como solía, pero con esa risa campechana que le afloraba al menor comentario, estaba situado a la derecha del estrado, el Tribunal enfrente. Fue una delicia, pues más que una crítica académica y convencional, el momento fue aprovechado para dar rienda suelta a la reflexión y al debate, en el que algunos de los presentes eran verdaderos maestros. No sé si fue en esa ocasión cuando conocí a Gregorio Peces-Barba, pero, desde luego, lo que sí es cierto es que me lo presentó por esas fechas, pues uno de los motivos de la conversación estuvo centrado en torno a la Tesis, que, a juicio de quien fue el artífice y durante mucho tiempo Rector de la Universidad Carlos III, podía ser considerado como “un monumento a la calidad intelectual”.

Pero no fue éste el único encuentro feliz que me procuró la complicidad con el amigo. También me vienen a la memoria algunas experiencias comunes que no desearía pasar por alto. La primera se relaciona con dos o tres conversaciones que ambos mantuvimos con D. José Antonio Rubio Sacristán, prócer vallisoletano donde los haya, empresario de los de antes, de una cultura impresionante y a la sazón creo que Decano de la Facultad de Derecho. Estudiando Letras, yo sentía a veces la curiosidad de conocer otros Centros, otras asignaturas, otras formas de entender la docencia . En el primer curso de la carrera, y aprovechado paréntesis en el horario, asistí a clases de Anatomía, en las que conocí a Pedro Gómez Bosque, de Psicología (ay, el inefable Alfonso Candau), de Matemáticas (acogedor José Martínez Salas) y hasta de Magisterio. Pero, como Derecho me quedaba más cerca, la frecuencia a las aulas de la Facultad vecina se haría más asidua. En una de éstas, y a sugerencia de José Luis, me colé en el recinto donde se impartía una lección de Historia del Derecho.

La decepción fue absoluta, pero el estilo me pareció distinto a la espesura que yo veía en algunos de mis docentes de la planta superior. A la salida, me lo presentó. Lejos de incomodarse por mi intrusismo, Rubio se sintió halagado e incluso bromeó con la posibilidad de que, habiéndome convencido, su fortuito magisterio podría obligarme a reorientar mis pasos hacia la ciencia jurídica. A veces he pensado en cómo habría sido mi vida de atender tal sugerencia, pero los tiempos eran diferentes y no era fácil convencer en mi casa de cualquier veleidad en este sentido. No lo hice y, a la vista de las cosas, tampoco me arrepiento de ello, aunque el Derecho me guste y, a decir verdad, los vínculos actuales con bastantes de sus cultivadores en Valladolid son más estrechos que los que mantengo con mis colegas humanistas.

En aquella ocasión, el conocimiento de Rubio hubiera sido irrelevante, si no es porque, acompañado de Barrigón, nos ofreció la posibilidad de conocer la biblioteca personal que embarnecía su domicilio en la calle de Santiago. Aceptamos, y lo vivido entonces fue una de las experiencias más impactantes de mi hasta ese momento breve estancia en la ciudad del Pisuerga. Fue la primera vivienda particular que yo visité en Valladolid y, desde luego, me impresionó no por este hecho circunstancial sino porque de repente me encontré ante alguien y ante algo que, si en aquel entonces no percibí, más tardía me daría cuenta de su carácter insólito y excepcional. No he vuelto a ver una Biblioteca personal parecida ni una casa decorada de esta manera. Impresionante, magnífica la primera, la segunda era el símbolo paradigmático de un estilo de vida que pálidamente quedaba reflejado en las novelas sobre la gran burguesía europea. Pero lo más curioso es que, en ese marco deslumbrante de dinero y de confort, el anfitrión, quien, por cierto, se limitó a enseñarnos sus estanterías repletas de libros sin brindar refrigerio alguno, nos hizo el sorprendente comentario de que aquellos momentos sus afanes como lector estaban centrados, no en algún tratado jurídico o en selectas obras de ficción coherentes con su clase, sino en el ¡Anti Dhuring de F. Engels!, lo que nos provocó una sorpresa mayúscula que, una vez asimilada, no haría, al menos en mi caso, sino enriquecer al personaje y robustecer sus perfiles como hombre tolerante y de gran amplitud cultural de miras.

Mas, aparte de las relaciones en torno a la Filosofía y al mundo académico, nuestra amistad se fue fraguando también al compás de las tensiones políticas de la época. Las vivencias conjuntas en este sentido no fueron muchas, pero sí llenas de contenido. A menudo coincidí con él en acontecimientos que tuvieron bastante resonancia en la historia de la transición democrática en Valladolid. Los conservo bastante frescos en mi cabeza, y sólo con tiempo podría describirlos con la atención que en su momento merecieron y con el valor de nostalgia que me provocan. Pendiente de ello cuando pueda, me limitaré tan sólo a subrayar ahora la importancia que tuvieron para mí algunos encuentros claves, en los que ambos participamos en compañía de otros amigos, cuya relación sería prolija y tal vez arriesgado comentar.

Destacaré los realizados con José Ramón Recalde, infatigable luchador vasco, más tarde consejero socialista en el Gobierno autónomo y esposo de la propietaria de la Libreria Lagun de San Sebastián, objetivo reiterado del fascismo etarra; con Carlos París, en la trastiende de la hoy casi olvidada Librería Villalar, de la que yo era consejero; con Luis Carandell, a quien invitamos a cenar en el Restaurante Rojo, situado en la Plaza de España, y donde descubrimos la vacuidad y pedantería del personaje; con Pilar Brabo, dirigente estudiantil ya fallecida, con la que compartimos varios cafés y algunas confidencias en las mesas de Granja Terra; con Roberto Fernández de la Reguera, para tratar de imprimir, sin éxito, un nuevo rumbo, más vivo y progresista, a la Librería Villalar; con Pedro Gómez Bosque y Miguel Martín, en los primeros albores de la Junta Democrática, siempre recelosos de las intenciones y artimañas de García Trevijano etc. etc.

Y, por supuesto, cómo olvidar las reuniones organizadas por el Instituto Regional Castellano-Leonés, al que tanta vida dió y tanto tiempo dedicó Manolo Conde, artífice de una de las experiencias más interesantes de la epoca y que debiera ser restacada del olvido. José Luis fue en este sentido firme y decidido. Consciente de que la iniciativa del Instituto Regional era la que mejor se identificaba con los intereses de la región y podía abrir un futuro de esperanza, en el que eran impensables, por ausentes o desconocidos, muchos de los que después se han apropiado de la mortecina entidad regionalista, mi amigo Barrigón supo desde el momento dejar claro su distanciamiento frente a los propósitos de un tal Gonzalo Martínez, fanático debelador de democrátas y enemigo furibundo de la inteligencia, de embarcar en su proyecto de Partido regionalista, o algo así, a alguien tan distanciado de él como pueda estarlo España de Nueva Zelanda.

Es probable que, si dispusiera de más tiempo, la lista de sucesos o anécdotas vividas con José Luis daría para mucho más. Pues, aparte de cuanto me relacionó con él en los tiempos remotísimos ya del fin de franquismo y los inicios de la transición a la democracia, los vínculos se han enriquecido al compartirlos con Maria Antonia, tras unirme a ella en 1975, acompañado en el acontecimiento también por José Luis, quien, tal vez esto no lo sepa nadie, compró la cuna de madera pintada de azul en la que Ana y Fernando durmieron en sus primeros años. Son recuerdos de amigos, de amistad en la inquietud por los problemas vividos en la juventud y de amistad apoyada en la satisfacción pura y simple de la compañía.
Por eso, los nos sumamos a su felicidad cuando se casó, sabedores de la calidad de Julia y de lo bien que le iban a ir con ella las cosas; sentimos que dejara la Universidad, aunque no nos sorprendió en aquel ambiente de miseria y mediocridad en el que se le obligaba a trabajar; conocimos del feliz nacimiento de sus hijos; admiramos su esfuerzo para acceder al cuerpo de Registradores de la Propiedad; seguimos de cerca su periplo de idas y venidas, de destinos y proyectos. Nunca nos serían indiferentes ni su persona ni su familia, por más que las relaciones se distanciaran y los encuentros, cuando se realizaban de tarde en tarde, estuvieran sumidos en la fugacidad. Pero el afecto, a pesar de todo, no sufrió mella alguna. Por eso, cuando supimos de su enfermedad, el impacto fue tan brutal que quisimos rebelarnos contra el destino y el infortunio a que a veces están expuestos los seres a los que queremos. ¿Qué hacer en estas circunstancias?. Permanecer alerta, mostrar solidaridades y desear lo mejor.

Nos vimos por última vez un día de abril del año 1997. En el Café España, de la plaza de Fuente Dorada, a las 12 del mediodía. Cuando María Antonia y yo llegamos no nos sorprendió que estuviera hablando con alguien. Lo hacía apoyado en la barra y gesticulando con la sonrisa y la amabilidad de siempre. No recuerdo a quién nos presentó, pero lo que sí tenemos impresa en la memoria es una conversación increíble e inolvidable. Nada de enfermedad, nada de médicos, nada de tratamiento, nada de dolor, nada de tristeza. Sólo literatura, amor por la vida, recuerdos de los hijos, evocación de los amigos, placer por la conversación, anécdotas del trabajo. No había cambiado un ápice y hasta tal punto nos impresionó su coraje y su distanciamiento de los problemas que le aquejaban que llegamos a pensar que se había afortunadamente recuperado. Por eso, aunque no superaremos nunca su desaparición, tampoco se extinguirán jamás en nuestra memoria su cálido sentido del humor, la persuasión de su palabra y la ternura de su sonrisa.