24 de febrero de 2011

De Brandenburgo a Tahrir

El Norte de Castilla, 24 de febrero de 2011


Los espacios públicos siempre han desempeñado un papel esencial en las transformaciones políticas. Son los ámbitos de la movilización ciudadana, los lugares donde el encuentro motivado induce a la complicidad en defensa de objetivos e ideales que de otra manera no podrían expresarse. La ausencia de derechos fundamentales conduce a la plaza, que se muestra así como una gran caja de resonancia que eleva el clamor, mucho más allá de sus límites, de cuantos en ella se concentran, revelando al mundo el alcance de las sensibilidades concitadas en defensa de la libertad. En estos tiempos de difusión instantánea de la noticia, la repercusión es inmensa y hasta pudiera decirse que incontrolable.

En veinte años el mundo ha vivido dos momentos históricos de especial trascendencia. Dos momentos decisivos para entender la evolución de la geopolítica mundial. Cuando a finales de los ochenta la Plaza de Brandenburgo escenificó la hecatombe del modelo arropado tras el muro de Berlín, llamó la atención que los responsables de custodiarlo observasen su demolición sin oponerse a ella. Marcó el fin de la guerra fría, modificó por completo el panorama político de la Europa oriental y, lo que es más importante, demostró que basta la movilización masiva de la sociedad para darse cuenta del momento en que los procesos llegan a su término para abrirse a nuevas expectativas que, en cualquier caso, evidencian que la Historia nunca finaliza.

Si se afirma que lo sucedido en Alemania supuso la culminación del siglo XX, ¿cuál sería la referencia histórica que nos lleva a precisar con claridad el comienzo del que le sigue? Ciertamente son numerosas, pero, en esencia, tienen un denominador común: todas apuntan, bien sea por su contundencia, su gravedad o su espectacularidad, hacia Oriente. Sucesos trágicos, como los atentados terroristas que conmocionaron Nueva York, Madrid o Londres o lo que ha significado la invasión de Irak o la guerra de Afganistán coinciden en el tiempo, y apuntando en la misma dirección, con otros ligados a los efectos más sorprendentes de la economía globalizada, espacialmente identificados con la posición de China en el mundo o el propio fortalecimiento económico del área del Pacífico. En cierto modo, todos ellos contribuyen a crear un escenario diferente del que ha caracterizado la historia del mundo después de la Segunda Guerra Mundial y que tan bien analiza, referida a la experiencia europea, la impresionante monografía sobre la postguerra escrita por Tony Judt.

Y, sobre todo, establecen la solución de continuidad que nos lleva a recordar lo ocurrido en el corazón de Berlín hace dos décadas cuando observamos, con la inevitable expectación que merecen, los acontecimientos que están conmocionando los cimientos del mundo árabe, y cuya repercusión no nos puede ser indiferente. Si cabe entenderlos en el contexto que explica la dimensión alcanzada por los centros neurálgicos de la geopolítica y de la economía mundiales, sorprenden, sin embargo, los rasgos puestos en evidencia por un proceso que en buena medida se ha mostrado imprevisible o, cuando menos, no valorado suficientemente en los factores que lo fundamentan y encauzan su recorrido. Pues si el estallido popular que ha llevado al exilio al presidente tunecino no entraba en las cábalas de ninguna cancillería occidental para acabar demostrando de pronto el inmenso pozo de corrupción en que se hallaba sumido un país del que nadie hablaba salvo como destino turístico, lo cierto es que ha marcado el punto de partida de una tendencia cuyos resultados son estos momentos inimaginables.

Su magnitud y significación han quedado, sin embargo, patentes en la experiencia de Egipto, cuyo alcance rebasa con creces los límites del país fecundado por el Nilo. En la plaza de Tahrir, inmensa ante la perspectiva que se contempla desde el edificio inconfundible del Museo de Arte Egipcio, ha tenido lugar uno de los acontecimientos más importantes del siglo XXI, lo que le convierte en una referencia fundamental para comprender el rumbo de la nueva centuria. El impacto provocado por la revuelta tunecina ha hecho mella en la sociedad egipcia, que ha salido a la calle y ha persistido en ella hasta conseguir la caída del dictador, simplemente con los argumentos y las actitudes que acaban siempre, tarde o temprano, con los regímenes despóticos y corruptos como ha sido durante décadas el regido por Hosni Mubarak.

Han sido argumentos insistentes en la reclamación de libertad y de derechos que comienzan a aflorar en unas sociedades, las árabes, que no conocieron la Ilustración ni tuvieron las experiencias que en Europa, con sus luces y sus sombras, desembocaron en modelos de convivencia sensibles al reconocimiento de la dignidad humana. Nada de eso ocurrió en el mundo árabe-musulmán, sujeto a colonialismos de toda laya y a la aceptación de soberanías que, desde la perspectiva occidental, toleraban toda suerte de desmanes por parte de una clase dirigente que ha gobernado a espaldas de su pueblo. Al final, su derrumbe se ha hecho con la pasividad de sus garantes ancestrales. Los poderosos de la Tierra los han dejado caer, no se sabe si a regañadientes, pero sin duda no han podido reaccionar de otra manera, atentos a la movilización popular y a la inhibición consciente del Ejército, que ha dejado hacer o, como en Egipto, se ha limitado a actuar como fuerza organizadora de la transición, con imágenes que no se alejan mucho de las que hace tiempo vimos en el Portugal “resusscitado”.

Numerosas incógnitas emergen en el horizonte, presagiando una etapa tan interesante como difícil de discernir en su trayectoria. Las bases en las que se apoya el cambio parecen sólidas y nada tienen que ver con los fanatismos islamistas tan temidos. Son movimientos de libertad, de reclamación de justicia social, de rechazo al poder corrupto y antidemocrático. Se dice que las redes sociales y la información sin fronteras ha contribuido mucho a la contestación surgida. Es posible, pero de lo que no cabe duda es de que algo se larvaba en ese mundo tan desconocido como incorrectamente interpretado en su pluralidad y en las motivaciones que animan a sus pueblos a salir a la calle para, al fin, ser también libres.