27 de mayo de 2010

Argentina en su bicentenario: controversias y unanimidades

El Norte de Castilla, 27 de mayo de 2010

La República Argentina conmemora su bicentenario en un ambiente que resulta sorprendente. Como era previsible, las librerías rebosan de publicaciones que recuerdan los acontecimientos del 25 de mayo de 1810. Coexisten en las estanterías el oportunismo con el rigor, la superficialidad con la aparición de aportaciones novedosas; es decir, un caudal ingente de obras que tratan de desentrañar los entresijos de la historia de un país, que, como dijo Tomás Eloy Martínez, encuentra precisamente en esa faceta del saber una herramienta necesaria para liberarse de sus propias obsesiones.

Da la impresión de que cuando se cumplen los dos siglos de existencia la sociedad argentina se siente necesitada de aprovechar la oportunidad que le brinda la efeméride para hacer balance de lo sucedido y tratar de explicar por qué y cómo se ha llegado a una situación crítica, con cuyos perfiles lacerantes casi todos están de acuerdo. Las preguntas afloran por doquier: ¿cuándo comenzó a perder Argentina su peso en el mundo?, ¿cuáles fueron los motivos de su declive, que pocos pudieron prever en los años del primer centenario de la independencia?, ¿seremos los argentinos – se preguntaba recientemente un conocido columnista en el diario Clarín – capaces de tener alguna vez un proyecto cohesionado de país?, sin olvidar aquella reflexión descarnada que en cierta ocasión me hizo un viejo colega de Mar del Plata... “¿por qué y cómo nos hemos latinoamericanizado? “

Sin embargo, cuando se formulan estas preguntas las respuestas difieren sensiblemente. Los puntos de vista discrepan a la hora de asignar responsabilidades a uno u otro momento de la historia argentina. Son tan numerosos los episodios de crisis y perturbación vividos a lo largo de estos dos siglos que las opiniones interpretativas se abren a un panorama de causas, efectos y responsabilidades que satisfacen todas las perspectivas ideológicas, acomodadas a los intereses y autojustificaciones de cada cual. Disparidad que no impide una actitud generalizada de desazón, que tiende a identificarse con la sensación de fracaso histórico indisolublemente asociado al descrédito de la política y de quienes la protagonizan.

De todos modos, el debate principal ha dejado de plantearse hace tiempo en función de una búsqueda remota en el pasado de los motivos explicativos de la opinión pesimista que hoy prevalece en amplios sectores la sociedad argentina para centrar fundamentalmente la atención en circunstancias históricas más cercanas. Circunstancias en cuyo rescate no es irrelevante la postura manifestada por un núcleo muy activo de la intelectualidad, que encuentra en la tragedia vivida por el país en los años setenta y en la evolución política posterior, ya con la democracia recobrada, los fundamentos de una fractura histórica, con implicaciones económicas y sociales cuya gravedad no ha cesado de aumentar.

La tragedia provocada por la dictadura militar en el periodo 1976-1983 aparece asumida como la demostración fehaciente de la incapacidad para reorientar la política del país tras el definitivo hundimiento de la experiencia peronista. En una sociedad culta, desarrollada y activa como era la argentina la brutalidad del régimen militar provocó una desestabilización drástica en las pautas culturales y de comportamiento que sólo pudieron ser contrarrestadas mediante el exilio y la esperanza de recuperar unas capacidades que se creían estructurales y a prueba de cualquier trauma político.

Pero no fue así. Ese régimen, basado en la corrupción y el crimen, introdujo medidas de ajuste que rápidamente dieron al traste con el modelo de Estado de Bienestar fraguado en Argentina en los años cuarenta del siglo XX. La bibliografía lo refleja bien y demuestra hasta qué punto las tensiones vividas habían podido ser mitigadas hasta entonces en el contexto de un país cuya inserción en la economía mundial se mostraba vigorosa. Con una visión más populista que de política basada en la integración social, los logros alcanzados por el peronismo en la atención de los desfavorecidos lo situaron en una posición singular dentro del continente, que daría origen para siempre a la formación de referencias sustantivas en el imaginario argentino. El rostro de Eva Duarte sigue presente en la cartelería que adorna las calles de Buenos Aires, sus mensajes aparecen grabados en las paredes y su nombre suscita un respeto que llama la atención.

Todo parece indicar que la sociedad se ratifica en el mantenimiento de una simbología destinada a neutralizar la sensación de fracaso que emana del hecho comprobado de que entre 1976 y 2002 tanto el régimen militar como los que le sucedieron, bien bajo la égida del justicialismo (personificado en la enajenación masiva de lo público llevada a cabo por Menem) o de la Unión Cívica Radical (un partido cuyos presidentes jamás terminaron sus mandatos), ocasionaron, como recientemente ha señalado Susana Torrado, de la Universidad de Buenos Aires, “el mayor retroceso social de la historia del país”. Más allá de los beneficios que depara su proyección comercial especializada en productos agrarios, los indicadores de bienestar social arrojan un panorama alarmante: desempleo, tendencia a la informalización masiva del trabajo, pobreza en progresión creciente, debilitamiento de la clase media, deterioro de la ética y del espacio público. Un balance que se agrava ante la pérdida de confianza en la clase política y que, con la mirada puesta en el futuro, sólo puede ser contrarrestado no en función de la nostalgia que evoca la independencia conseguida hace dos siglos sino de esa voluntad, de la que Marcos Aguinis se hace eco, de hacer de Argentina un país “donde se prefiera el diálogo a la confrontación, la armonía a la prepotencia, la ley a la trasgresión, el respeto a la ofensa”. Nadie duda que tales objetivos están repletos de dificultades.