Aunque parezca una obviedad, en el desencadenamiento y en la gestión de una crisis económica las causas y los instrumentos son siempre complejos y ni en un caso ni en otro los análisis pueden limitarse a interpretaciones simplificadoras. Joseph Stiglitz ya lo ha señalado hace tiempo al subrayar la conveniencia de que, tanto a la hora de valorar la magnitud de los problemas como de diseñar las estrategias que permitan afrontarlos, prime la honestidad de reconocer los errores cometidos a fin de llegar a puntos de encuentro y de compromiso de suerte que cuantos se hallan implicados asuman la cuota de responsabilidad que les concierne.
Si el diagnóstico sobre los factores de la recesión actual está aún por clarificar en toda su amplitud de perspectivas, y cuando en nuestro marco internacional observamos debates muy abiertos en los que se cuestionan las versiones esquemáticas, lo cierto es que en España prevalece un discurso monocorde, a modo de clave irrebatible en la interpretación de una crisis que afecta a nuestra economía y a nuestra sociedad con niveles de gravedad superiores a los que se registran en la Unión Europea.
Mientras el indicador más preocupante – el desempleo - mantiene cotas elevadísimas y la destrucción del trabajo enrarece el escenario en el que trágicamente se desenvuelven muchas familias españolas, el ambiente está dominado por las ideas que centran la atención en una terapia sin la cual no habría forma de salir de ese pantanal. Todas abundan en un argumento al que se otorgan valores taumatúrgicos: la solución a los problemas ha de venir estrictamente de la reforma drástica e inmediata del mercado de trabajo. En ello coinciden el gobernador del Banco de España, conspicuos profesores de ciencia económica – hace unos días asistí en Valladolid a una conferencia del profesor Barea Tejeiro, que habló decididamente en esa dirección - y, con insistencia obsesiva, el hombre que dirige la Confederación Española de Organizaciones Empresariales, al que no se le oye otra palabra que la que abunda en la desregulación del trabajo, aunque esta opinión se muestre mucho más matizada por parte del Presidente de la Confederación de la Pequeña y Mediana Empresa.
Si todas las servidumbres de nuestra economía se identifican con las deficiencias subsistentes en el mercado laboral, y al tiempo observamos que los Expedientes de Regulación de Empleo proliferan como hongos mientras las cifras de paro aumentan sin cesar, ¿es justo admitir que en la ordenación del trabajo residen todos los males?. Quizá esta reiteración no pretende otro objetivo que el de fortalecer un pensamiento único, que justifique el abaratamiento del despido, la congelación salarial y la reducción a las cotizaciones a la Seguridad Social. En definitiva, la lógica del recorte de los derechos, las restricciones a cualquier reivindicación que pudiera plantearse y la voluntad de gravitar la solución de la crisis sobre los sacrificios de los trabajadores, pues, dicho de otro modo, si no es a costa de ellos no hay manera de salir a flote.
Sesgado el discurso de modo tan selectivo, no ha lugar en quienes abogan por esta medidas a consideraciones que amplíen racionalmente la casuística del problema, siquiera sea como aproximación a un debate necesitado de un recorrido y de una perspectiva mucho más amplios. En este enfoque dominante nunca aflora la más mínima autocrítica por parte de sus defensores. Da la impresión de que, hallándose en posesión de la verdad y de la lógica más abrumadora, cualquier atisbo de corrección del modelo de crecimiento, de sus instrumentos de gestión o de sus líneas estratégicas están fuera de lugar. No veremos en este panorama reflexión alguna que ponga en entredicho el margen de responsabilidad que, en mayor o menor medida, compete a los agentes que controlan el capital en el origen del desbarajuste que vivimos. Con una convicción sin fisuras, nunca el presidente de la CEOE ha mostrado el mínimo rasgo de apertura a la explicación de un problema que no puede entenderse desde una perspectiva unilateral, para la que los obstáculos provienen exclusivamente del funcionamiento del mercado de trabajo o de la falta de previsión del Gobierno, sin que los otros actores de una escena llena de interdependencias tengan absolutamente nada, o muy poco, que ver.
Todos sabemos que existen en la economía española empresarios ejemplares que merecen pleno reconocimiento, que arriesgan, se esfuerzan y se muestran refractarios al despido masivo, a la venta de su empresa al mejor postor y al abandono del compromiso mantenido con el entorno en el que se insertan. Responden a esa denominación de “capitanes de empresa” que en una de sus novelas utilizó Raúl Guerra para significar ese relevante grupo de promotores de iniciativas, que asumen riesgos, afrontan momentos críticos, crean empleo y dignifican la imagen de sus campos de actividad. Pero también nos consta hasta qué punto la economía española adolece con frecuencia de falta de un empresariado innovador, moderno, con visión de futuro, con proyección internacional, capaz de aprovechar la subvención para emprender nuevos rumbos en un mercado globalizado en vez de utilizar, como se hace, visiones inerciales y carentes de proyección que vayan más allá de la coyuntura favorable y de los beneficios que genera.
En suma, si todos somos conscientes de que a veces prima la cultura especulativa, aferrada al corto plazo, frente a la cultura empresarial moderna, sensible de horizontes más sólidos, ¿no estaríamos de acuerdo en firmar que ese énfasis obsesivo en la reforma del mercado laboral no es sino una especie de cortina de humo destinada a ocultar, en los casos en que así sucede, las ineptitudes y las malas prácticas que ponen en cuestión los principios en que hoy se amparan los rasgos éticos de la “nueva cultura empresarial”, a los que precisamente hacen referencia las aportaciones de Elinor Osrom y Oliver E. Williamson, flamantes Premios Nobel de Economía 2009?.
Los últimos Juegos Olímpicos (2008) pusieron al descubierto la extraordinaria potencia económica de la República Popular China, un año antes de que conmemorase con gran pompa y circunstancia su sexagésimo aniversario. Concebidos y diseñados como su gran carta de presentación ante el mundo, aún resuenan en nuestra memoria las imágenes de tan espectacular epopeya, que deslumbró como pocos acontecimientos deportivos lo han hecho hasta ahora. Ocho años después, y tras la edición de Londres (2012) que nos devuelve la antorcha al Viejo Mundo, Brasil tratará de reproducir de nuevo, en 2016, lo mucho que representan en el panorama del siglo XXI los llamados países emergentes, esa categoría de Estados que, secundarios en el panorama internacional hacen apenas veinte años, ahora se erigen como los colosos de una economía que une innovación, enormes potenciales de mercado interno y elevados contingentes de mano de obra “very cheap” y con numerosos efectivos altamente cualificados. A ello habría que sumar una estrategia de proyección internacional dotada de extraordinario pragmatismo, a medida que su presencia en los grandes foros de encuentro y de decisión se ha hecho cada vez más activa e incluso determinante.
Todo ello aparece embarnecido en este caso por la figura de un político singular que, surgido de las filas del sindicalismo más combativo, ha logrado situarse entre los grandes dirigentes del planeta, al tiempo que, adormecidas las críticas internas, le cabe el indudable mérito – más allá del eterno problema ambiental de la Amazonia maltratada- de haber sabido conciliar la sensibilidad por los problemas de los más desfavorecidos con la preocupación de ofrecer una imagen de pais moderno, atractivo y con reconocida capacidad de liderazgo en su región. Todos los ingredientes, pues, para fortalecer la competitividad y la imagen prometedora de Brasil frente a una Europa que se debate en un mar de contradicciones y cuyo futuro admite toda clase de pronósticos.
Rio de Janeiro versus Madrid en la pugna a merced de un olimpismo regido por criterios inmunes a los empeños publicitarios, por muy convincentes que parezcan. Difícil competidor, quizá imposible de antemano. Tengo la impresión de que la suerte ha estado echada hace mucho tiempo. Es la primera vez que el mayor espectáculo del mundo, el más costoso, el más impactante, el más seguido y emblemático, visita la América Latina. Al fin. Y lo hace por la única puerta por la que podía entrar. Rio no será posiblemente la mejor ciudad del mundo para organizar un evento así y nadie duda que ocasionará grandes quebraderos de cabeza a quienes se han lanzado a esta aventura. Pero no es Rio de Janeiro la que ha ganado. Ha ganado Brasil como símbolo de una región que pugna por ser redescubierta y de las nuevas potencias que se afianzan sin apenas réplica en este azaroso e incierto siglo XXI.