El Norte de Castilla, 22 de junio de 2011
Nada de cuanto sucede en Portugal nos puede ser indiferente. Compartir un territorio con tantos elementos comunes, y ser copartícipes a la vez de una historia repleta de confluencias y desencuentros, obliga a no perder la visión conjunta del espacio ibérico cuando los sucesos que afectan al país vecino encierran advertencias que en muchos casos se sienten cercanas. Y es que más allá de la proximidad, es obvio que los acontecimientos contemporáneos, superadores de la incomunicación existente durante las dictaduras, han ido construyendo un entramado muy sólido de imbricaciones que, si encuentran sus factores esenciales de vertebración en el acceso a la democracia y en la incorporación simultánea a la Unión Europea, se corresponden en nuestros días con las zozobras provocadas por la crisis financiera que ha colocado a ambas naciones en el escenario más preocupante de la Europa integrada.
La situación creada tras la operación de rescate acometida sobre la economía portuguesa en mayo del 2011 y el cambio político que ha tenido lugar en el gobierno a raíz de las últimas elecciones generales han descubierto una serie de tensiones que necesariamente remiten a los problemas estructurales de la economía y de la sociedad de Portugal, y que necesariamente conviene comentar tanto por la importancia que en sí mismos tienen como en función de las implicaciones que pudieran ocasionar de cara a los vínculos construidos con España. Y ello sin perder la perspectiva desde las regiones que, a uno y otro lado de la frontera, reflejan el esfuerzo emprendido a favor de un entendimiento que puede verse condicionado por las circunstancias planteadas en un panorama muy crítico, que se creía expedito o no era considerado con los niveles de gravedad que, finalmente, han quedado en evidencia.
De ahí que cuando se analizan los problemas que aquejan a la economía y a la sociedad portuguesas surja inevitablemente la cuestión acerca de la posibilidad de que su dimensión no haya sido percibida como se debiera, acaso amortiguada por la posición cómoda de la que el país disfrutaba como uno de los grandes beneficiarios de los fondos europeos, tanto los Estructurales como los de Cohesión. En cierto modo esta circunstancia ha enmascarado la magnitud de las contradicciones internas en un contexto en el que se superponían los efectos de la ayuda europea coincidiendo con una fase expansiva del mercado interior, que a su vez actuó de estímulo para la llegada a Portugal de cuantiosas inversiones por parte de empresas españolas, esencialmente vinculadas a la energía, la construcción y los servicios financieros. Cabe decir que el mismo argumento, es decir, el mantenimiento de una visión elusiva de los problemas reales y de sus presumibles riesgos hacia el futuro, puede ser esgrimido para España, Irlanda y Grecia, expresivamente los tres Estados que, junto al portugués, se han revelado al tiempo más beneficiados por las ayudas y más vulnerables ante los efectos de la crisis.
Sorprende, empero, que esta falta de capacidad correctora de las deficiencias existentes, y al margen de la modernización de las infraestructuras auspiciada por los fondos europeos, no se haya percibido en Portugal con la diligencia política que debiera. Y es que basta conocer los datos y tomar contacto con las reflexiones planteadas desde los foros más rigurosos para percatarse de la idea de que, desde hace muchos años, la sensación de crisis está omnipresente y muy enraizada en la vida portuguesa. Con el horizonte de que se dispone, puede afirmarse que en buena medida esta situación obedece al hecho de que, tras la dictadura salazarista, nunca se llevó a cabo una modificación real de las estructuras económicas y sociales heredadas, los sistemas de producción permanecieron en su mayor parte ajenos a los procesos innovadores que imponía la competencia a largo plazo, en tanto que la administración pública adolecía de severos síntomas de ineficiencia, mientras se ha mantenido incólume una política tributaria claramente regresiva y persistido las desigualdades sociales en umbrales mucho más acusados que en el resto de la Unión Europea en su configuración previa a la ampliación al Este.
Condicionada por estos factores, la crisis ha hecho profunda mella en Portugal hasta el punto de que no escasean las voces que cuestionan la pertenencia al ámbito de la moneda única, a la que atribuyen, junto a la liberalización del comercio mundial, la crisis de un modelo económico tradicionalmente basado en la baja productividad y en los reducidos salarios, y que ha sobrevivido hasta que las deficiencias estructurales y funcionales en que se ha desenvuelto han manifestado su inviabilidad. A la crisis económica se ha unido la crisis social, que además del aumento de la desigualdad y del desempleo – menos elevado, sin embargo, que en España – se traduce en las manifestaciones callejeras y en la reanimación de los flujos emigratorios que vuelven a fluir con intensidad hacia Europa y, llamativamente, hacia Angola, la excolonia convertida en tierra de promisión para muchos trabajadores, incluso de media y alta cualificación.
Veinticinco años después de su incorporación al espacio comunitario europeo, Portugal aparece sumido en un intenso proceso de ajuste derivado de la intervención llevada a cabo sobre su economía. Un proceso que posiblemente mediatice sus perspectivas de cooperación con España y sus regiones transfronterizas, tampoco exentas de incertidumbres. Limitado el margen de maniobra y de expectativas alentadoras de que se creía disponer, es evidente que las obligaciones impuestas por los mecanismos prevalentes en la economía europea van a suponer un horizonte que particularmente considero no halagüeño a tenor de los discursos y prácticas restrictivos en un entorno que hasta hace no mucho creíamos tan confortable y esperanzador.