16 de noviembre de 2002

LA UNIVERSIDAD QUE VIENE


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El Mundo-Diario de Valladolid, 16 de Noviembre de 2002
Nadie que haya seguido de cerca la evolución de la vida univer­sitaria española a lo largo del pasado curso ignora hasta qué punto el que ahora se inicia presenta un notable interés. Ha de suponer el periodo de aplicación efectiva de las princi­pales disposiciones previstas en la Ley Orgá­nica de Universidades, mediante la puesta en práctica de un proceso de adaptación funcio­nal que, fuertemente cuestionado en algunos de sus contenidos básicos y por su escandalo­so proceso de tramitación, se ha acabado im­poniendo por la fuerza de la ley hasta relegar al olvido las tensiones provocadas desde su entrada en vigor a comienzos de este año. Aparte de la reestructuración en los instru­mentos de gobierno y de ordenación de las fi­guras de profesorado contratado, en él se va a llevar a cabo la elaboración de los nuevos Estatutos, algo que, por lo que concierne a la Universidad de Valladolid, posee también una dimensión simbólica, en la medida en que permite superar la situación de bloqueo en que se ha visto sumida la actualización del sistema estatutario, que ningún Rectora­do ni Claustro han conseguido resolver hasta que, por imperativo legal, la situación se ha visto, al fin, desatascada.
Ahora bien, si es cierto que el desarrollo del proceso regulador implica el comienzo de una nueva etapa al menos desde la pers­pectiva formal, cabe plantearse si en esas circunstancias el rumbo inducido por la LOU va a tener la trascendencia y el impac­to que tuvo hace ya casi veinte años la apli­cación de la Ley de Reforma Universitaria, la norma concebida para la modernización y democratización del sistema superior de enseñanza e investigación. Evidentemente no. Pues es obvio que la verdadera transfor­mación de la Universidad española ha teni­do lugar, sin precedentes, a lo largo del pe­riodo comprendido entre los años 1983 y 1998, es decir, desde la entrada en vigor de la LRU y las transferencias de la educación universitaria a las Comunidades Autóno­mas. Han sido tres lustros decisivos, carac­terizados no sólo por una tendencia al in­cremento en todas las variables (alumnos, plantillas, equipos de investigación, planes de estudio, internacionalización, dotacio­nes e infraestructuras de toda índole) que confluyen en él, sino también por la consolidación de sus estructuras básicas de fun­cionamiento, al amparo de las crecientes posibilidades permitidas, con sus luces y sus sombras, por la autonomía universitaria.
A la postre, el formidable crecimiento cuantitativo experimentado y las innova­ciones funcionales asociadas a él han per­mitido lograr un balance satisfactorio, que ha hecho posible la homologación plena con las Universidades europeas y el consecuente fortalecimiento de su prestigio, por más que tampoco haya que ignorar la apa­rición de disfunciones o la pervivencia de inercias residuales, difíciles de evitar en una realidad estructuralmente tan comple­ja y heterogénea como los comportamien­tos y las pautas de actuación que tienen lu­gar en su seno.
Sobre estos cimientos se ha de edificar, pues, el modelo universitario contemplado en la LOU y, lo que es más importante, el que tiende a configurarse en un contexto diferente, cuando las -circunstancias y los factores que sustentaron el fuerte despegue anterior se inscriben en coordenadas bien distintas. En líneas generales, puede decirse que el cambio sustancial al que nos en­frentarnos consiste en el tránsito de una etapa en la que la fortaleza de la Universidad aparecía sólidamente respaldada por su propia tendencia al crecimiento, en au­sencia de otras opciones canalizadoras de los objetivos de promoción social y del re­conocimiento que como tal se le hacía por parte de los poderes públicos, motivados además por la urgencia de resolver las os­tensibles carencias heredadas, a otra en la que, satisfechos buena parte de los objeti­vos pretendidos, la problemática de la Uni­versidad (trasciende a sí misma, para mostrarse como una estructura cada vez más sensible y condicionada por las transforma­ciones, drásticas e imperiosas a su vez, que en apenas unos años están modificando sustancialmente el entorno en que se de­senvuelve.
Defiendo la idea de que con frecuencia la Universidad no ha sido consciente del significado de este viraje y de la trascendencia que, más pronto que tarde, iba a tener co­no factor primordial de su concepción interna y de su propia reorientación estratégica. Por ello es una lástima que el Informe “Universidad 2000", promovido desde la Conferencia de Rectores precisamente en 1998, y brillantemente coordinado por el Doctor Josep María Bricall, no tuviera el eco merecido y, ante todo, necesario. Más bien fue objeto de una lamentable actitud de vituperio, que se quedó en la epidermis de las propuestas para mostrar una imagen desafortunada e incoherente de !a comunidad universitaria. En la mayor parte de las Universidades - entre ellas la de Valladolid - permaneció al margen de la reflexión y del debate rigurosamente planteados, no se entró en el fondo del modelo preconizado y todo quedó reducido a esquemáticas descalificaciones nunca cuestionadas.
Se desaprovechó. y en ello los rectores que promovieron el documento tuvieron responsabilidad inequívoca, una ocasión excelente y !excepcional para aclarar diagnósticos, dilucidar directrices y mostrar ante las ¡instituciones y la sociedad la envergadura de los desafíos planteados. Y se trataba además de una oportunidad muy valiosa, suscitada en un momento clave en el proceso de readaptación universitaria, que, de haberse di­lucidado en la línea innovadora pretendida, tal vez hubiera permitido mostrar una ima­gen cohesionada de la Universidad pública ante el futuro, susceptible de haber refor­zado argumentalmente las reclamaciones financieras necesarias y, lo que no es me­nos importante, de haber matizado de ante­mano muchas de las imperfecciones de que adolece la L.OU, en cuyas posibles implica­ciones tampoco se profundizó con el grado de atención deseable en nuestra Universi­dad.
Sin embargo, la situación del entorno ofrece ya un panorama que obliga a plantear las cosas de otra manera. De hecho, dos con las circunstancias que más claramente confluyen para explicarla. De un lado, las fuertes variaciones registradas en la demanda de estudios superiores, coincidente con un declive continuado en la cifra de alumnos convencionales, con la aparición de otras opciones alternativas a la for­mación con posibilidades más o menos comprobadas de acceso al mercado de trabajo y con una intensificación de la competencia, en la que intervienen la movilidad auspiciada por el distrito único, por la integración en la trama universitaria europea y por la presencia concurrente de las univer­sidades privadas. Y, de otro, no cabe duda que la necesidad de intensificar la acredita­ción de los conceptos de calidad y eficien­cia cobra fuerza creciente a la hora de en­tender el aprovechamiento de los ingentes, y a veces infrautilizados, bienes disponi­bles, hasta convertir a la cultura de la eva­luación en el criterio determinante para la correcta asignación de los recursos.

Asumir el alcance a corto plazo de estos condicionamientos, que se acabarán impo­niendo por la presión de los hechos, obliga a ir más allá de una estrategia de mero reto­que, formalmente amparada en la reforma estatutaria, cuya trascendencia actual no va a ser, desde luego, misma que la que hubiera tenido la modernización de los Estatutos durante la vigencia de la LRU, ni tampoco puede resolverse mediante actitudes triunfalistas o autocomplacientes. Requiere fundamentalmente, y como corresponde a la actitud autocrítica consustancial a la Universidad pública, someter a revisión lo que sé hace, cómo se hace y para quién se hace. Esto es, implica la toma de conciencia rigurosa de las propias fortalezas y debilidades para orientar el funcionamien­to del sistema en la dirección más adecuada de modo que se neutralice el riesgo, no hace mucho denunciado por el responsable de una de las universidades valencianas, de que la Universidad pudiera llegar a ser un simple aparcamiento de funcionarios". Y, aunque es cierto que en no pocos casos se han dado pasos firmes en el sentido que lo evite, la cuestión estriba en incorporarlos plenamente a la lógica de la Universidad, de quienes la gobiernan y de quienes la in­tegran, convirtiéndolos en elementos acti­vos de un complejo de actividades de servi­cio a la sociedad que tiene precisamente en la superación de las inercias una de sus principales justificaciones.
De ahí la dimen­sión estratégica que revisten todas las ini­ciativas coherentemente encaminadas a sa­tisfacer cuatro objetivos fundamentales: la valorización de las propias ventajas especí­ficas, la mejora de la atención al alumno, la cohesión de una realidad estructuralmente heterogénea a través de los mecanismos que hagan posible el conocimiento mutuo y la coordinación de proyectos interdisciplinares en docencia e investigación y el afianzamiento de su proyección, sin rupturas ni contradicciones. Entre otros motivos porque la credibilidad y la competitividad de la Universidad pública, para algunos ahora en entredicho, sólo pueden venir da­das por la progresión de la calidad y la efi­cacia de sus aportaciones a la mejora de la situación en que se desenvuelve la sociedad y el espacio en el que, a todas las escalas, se inserta.