El Norte de Castilla, 24 de Febrero 2013
Como corresponde a una institución sensible con los cambios que afectan al entorno que la rodea, la Universidad ha manifestado siempre una voluntad notable para adaptarse a ellos procurando a la vez no poner en peligro los valores que la han prestigiado a lo largo del tiempo. En esa capacidad para lograr un engarce positivo entre la innovación y la tradición, siempre que una y otra estén fundamentadas en pilares consistentes, radica precisamente lo que identifica a la realidad universitaria y la sitúa por encima de las contingencias coyunturales. Más aún, de su fortalecimiento, y en función de las posibilidades que de ello se derivan, depende el mérito de una Universidad, enriquecida por la confluencia de saberes complementarios, concebidos al servicio de una sociedad cada vez más compleja, con exigencias diversas y en permanente proceso de cambio y readaptación.
Coherente con lo señalado, la
Universidad está obligada a enfrentarse
- ayer, hoy y mañana - a desafíos
permanentes que someten a prueba la solidez de sus cimientos y la calidad de
los recursos de que dispone para desempeñar de modo satisfactorio su labor en los
campos de responsabilidad – en la docencia y en la investigación – que
específicamente la competen. Hacerlo en tiempos de crisis no resulta tarea
fácil, ya que es entonces cuando, debido a los condicionamientos y a las limitaciones
que introduce, las medidas restrictivas tienden a limitar las capacidades
existentes, cuando no a debilitarlas e incluso a poner en entredicho el legado
que han sabido desarrollar con no poco esfuerzo y en circunstancias muchas
veces difíciles, adversas y complicadas.
Conviene traer a colación este aspecto
cuando se plantea, como sucede actualmente en Castilla y León, un proceso de
reestructuración de la oferta académica que se invoca como necesario al albur
de los indicadores habitualmente limitados a circunscribir la atención en una magnitud –
el número de alumnos – que con frecuencia enmascara la realidad de un balance favorable,
tanto por los elementos de juicio cualitativos que particularmente lo definen
como por los valores intrínsecos acumulados a lo largo de una dilatada
trayectoria, construida en momentos incluso más difíciles que los actuales.
En este contexto, y ante un escenario de
sensibilización que no puede ser ignorado, deseo llamar la atención sobre la
importante y valiosa contribución que la Geografía, sustentada por los
profesionales que la han cultivado y la cultivan, ha hecho al bagaje global de la
Universidad de Valladolid, aunque siempre,
y como es lógico, con la mirada puesta en las escalas de referencia que,
a nivel regional, nacional e internacional, se han nutrido de sus numerosas y reconocidas aportaciones. Profesor de esta Universidad desde el año 1972, dispongo de la
suficiente perspectiva y experiencia para destacar la importancia de la tarea
realizada y, por tanto, para reclamar que se asuma la fortaleza de este caudal
como soporte justificativo de la titulación en Geografía como un elemento
acreditado de su estructura docente y científica. Y lo hago no porque se vea
amenazada su continuidad sino porque, ante un escenario de imprevisiones no
deseadas, siempre es pertinente revalidar el ámbito académico y científico en
el que cada cual y quienes con él comparten empeños e ilusiones se desenvuelven
con la sola pretensión de que sus
destinatarios principales, es decir, los ciudadanos, conozcan objetivamente la
realidad universitaria concebida a su servicio.
Más allá de la información que respalda
la envergadura alcanzada, convendría destacar lo que realmente significa el
reconocimiento del valor añadido que la Geografía aporta en nuestros días al
acervo universitario radicado en Valladolid. Y es que no en vano el estudio de
la Geografía – apoyado en el
desarrollo de los propios conceptos y en los instrumentos técnicos destinados
al tratamiento optimizado de la información espacial y a su correcta representación
gráfica y cartográfica - ayuda a interpretar mejor el mundo que nos
rodea, a comprender, en sus diferentes escalas, la diversidad de
manifestaciones en las que se proyecta la acción humana sobre el medio natural,
expresada a través de los diferentes tipos de paisaje. Permite asimismo
comprender las lógicas en las que se apoyan los impactos que permanentemente
modelan el territorio en función de los objetivos que en cada momento de la
historia - y con especial intensidad en nuestro tiempo - han orientado las
decisiones adoptadas por quienes ostentan la capacidad y el poder para
llevarlas a cabo y así proceder a su ordenación racional.
Conocer,
entender y expresar el espacio para mejor intervenir sobre él mediante propuestas científicamente bien sustentadas: de eso sustancialmente
se trata, merced tanto al aprendizaje
teórico-práctico como a la profesionalización a partir de las destrezas
adquiridas, por lo que no está de más invocar el peso adquirido en este sentido
por el Colegio de Geógrafos, con más de una década de existencia y con un
meritorio caudal de realizaciones en su hoja de servicios. Y de ahí también la justicia
de reconocer a la Geografía una posición relevante en el conjunto de los
saberes de los que la sociedad debe hacer uso eficaz para ser más consciente de
la compleja y contrastada realidad espacial en la que su vida se organiza y
desarrolla. Argumentos en este sentido no faltan y la experiencia los avala con
holgura, como sucede con la fraguada concretamente
en nuestra Universidad, en la que no es
desestimable en modo alguno ese esfuerzo dilatado e ininterrumpido a favor de
la transmisión del conocimiento geográfico sobre cuestiones que permiten a
quienes lo reciben adquirir las bases necesarias para abordar el tratamiento de
los problemas que afectan a un panorama territorial necesitado de profesionales
capaces de interpretarlo con la debida solvencia cultural y científica.