El Norte de Castilla, 15 de Mayo de 2009
"E l territorio es un bien no renovable, esencial y limitado. La sociedad encuentra en él soporte o sustento material a sus necesidades, así como referente de su identidad y cultura. Las características naturales de cada territorio y las pervivencias en él de trazos y formas que provienen del pasado le confieren singularidad y valores de diversidad. Por ello, el territorio debe ser entendido como recurso, pero también como cultura, historia, memoria colectiva, referente identitario, bien público, espacio de solidaridad y legado. La nueva cultura del territorio debe tener como primera preocupación encontrar la forma para que, en cada lugar, la colectividad pueda disfrutar de los recursos del territorio y preservar sus valores para las generaciones presentes y venideras».
Con esta reflexión comienza el Manifiesto por una Nueva Cultura del Territorio que un grupo de profesionales relacionados con el tema (geógrafos, arquitectos, ingenieros y sociólogos fundamentalmente) suscribimos en Mayo del 2006 con el fin de llamar la atención sobre la gravedad de los impactos que estaban teniendo lugar en España como consecuencia de actuaciones que lesionaban la calidad del territorio, daban origen a procesos de transformación contradictorios con las características del entorno y alteraban de manera irreversible la personalidad distintiva de los paisajes.
Se trataba, en cualquier caso, de poner en evidencia un hecho que por desgracia ha llegado a identificar a nuestro país sobremanera. Me refiero a esa pobreza preocupante que tiene la cultura territorial existente en España, plagada de tópicos, incorrecciones e insensibilidades, sin duda como consecuencia de errores u omisiones inconcebibles en el proceso de formación o posiblemente también como resultado de esa propensión a ver el impacto de los procesos de transformación a corto plazo sin plantearnos, con la seriedad necesaria, sus implicaciones hacia el futuro. Ambas posturas han ido, en mi opinión, entrelazadas; de ahí que, en buena medida, la intensidad de la crisis a que nos enfrentamos tiene mucho que ver con esa actitud renuente a mirar más allá de lo inmediato cuando sus oropeles ocultan lo que puede suceder en el caso de que las coyunturas favorables dejen de serlo.
A esa visión respetuosa con los rasgos que definen a un espacio y clarificadora de hasta dónde y cómo se puede actuar para que los objetivos de desarrollo, calidad y bienestar se cumplan, y con la mirada puesta en la mejor relación posible entre la sociedad, la economía y el entorno, se denomina Ordenación del Territorio. Concepto fraguado en la Europa occidental, más riguroso y pertinente que el de simple 'gestión' con que a veces se plantea, el hecho de ordenar el territorio, como expresión de una voluntad política de regulación de los procesos con incidencia territorial, implica un doble e inexcusable requisito. De un lado, reconocimiento de la trascendencia que acompaña a las intervenciones previstas, a sabiendas de que cualquier actuación indebida puede ocasionar, en virtud de su irreversibilidad, deterioros muy difíciles o imposibles de corregir; y, de otro, sólido rigor en los análisis que sustentan el conocimiento de la realidad, entendiéndola como algo específico, singular, cuyo estudio debe ser abordado con criterios tan claros como bien fundamentados.
La Ordenación del Territorio es siempre un desafío permanente para las administraciones públicas, en los distintos eslabones de la trama decisional. Por tanto, todas las preocupaciones son pocas cuando de planificar las iniciativas de transformación se trata. El crédito de la autoridad institucional se refuerza cuando establece mecanismos de asesoramiento refractarios a la frivolidad y, menos aún, a la estafa de quienes tratan de ofrecer ganga por mena. Y es que la toma de decisiones en este delicado terreno exige información elaborada con plena garantía y fiabilidad, lo que lleva a la consideración de que cuando eso no sucede quienes orientan sobre lo que ha de hacerse sin los requisitos exigibles a un estudio serio pueden partir de la sensación previa de que las cautelas y las exigencias son demasiado laxas o no tan rigurosas como se debiera.
Sabemos que esto ha ocurrido en muchos lugares de España, donde los informes realizados para sustentar las políticas a seguir han carecido de los requisitos de calidad exigibles ya que el nivel de tolerancia que se presumía por parte del destinatario era grande. Quiero pensar, e incluso estoy seguro de ello, de que no es el caso ante la sorpresa provocada por las increíbles deficiencias técnicas que ofrecen las Directrices de Ordenación de la Montaña Cantábrica Central, que, al presentarse a información pública, tras ser aprobadas en primera instancia por la Junta de Castilla y León, han demostrado ser un verdadero despropósito. La responsabilidad de su elaboración ha correspondido a una consultora privada, de frecuente presencia en el panorama de los estudios territoriales en nuestra comunidad autónoma. Carezco de argumentos para saber si lo sucedido es moneda corriente o un caso aislado, pero de lo que no cabe duda es que lo detectado supone una advertencia muy seria que habrá que tener en cuenta.
No se puede tolerar la trivialización con un tema tan sensible y del que dependen la correcta decisión y el buen gobierno del territorio. Efectuar estudios encaminados a la mejor ordenación del espacio no debe ser nunca un ejercicio baladí. Requiere rigor científico, metodologías solventes, credibilidad técnica y seriedad en la presentación de resultados. Hacerlo de otro modo, como ahora ha sucedido en el caso que nos ocupa, supone precisamente todo lo contrario: falta de profesionalidad, ausencia de respeto hacia el cliente y menosprecio por el ámbito espacial que se trata de analizar y ordenar. El territorio no se merece este tipo de prácticas. Castilla y León tampoco.