El Norte de Castilla, 2 de Mayo de 2009
Un año más, cuando llega la primavera, y con ella la Feria que lo proyecta en el espacio público, erigimos al libro como factor de celebración, como punto de encuentro de los ciudadanos que se dan cita en torno a la capacidad de convocatoria de la obra impresa y encuadernada. Quizá se hace como demostración de ese empeño que las sociedades humanas han tenido de encontrar en ella la prueba de su perennidad en el tiempo, su mecanismo de supervivencia frente al olvido. El libro nos sobrevive, ya que, como afirmó Emilio Lledó, «es el recinto de la memoria», un producto de posibilidades asombrosas que día a día nos recuerda hasta qué punto somos deudores de quienes con su talento y su esfuerzo plasman negro sobre blanco el resultado de su creatividad.
No nos engañemos, el mundo del libro es tan diverso como los derroteros hacia los que se orienta el hecho de imaginar y de escribir. La calidad varía como la propia vida, se proyecta en escenarios donde todo cabe y donde es posible descubrir las manifestaciones e ideas más insospechadas. Pero siempre, en medio de esa plétora emerge la calidad en la obra que nos envuelve y de la que jamás nos olvidaremos.
En cierto modo, nuestras vidas dependen de los libros, de esos libros que descubrimos en la infancia, unos mediante consejos otros furtivamente, por mor de una libertad que conduce a la lectura y cuya huella persiste indeleble. Pues, ¿qué hubiera sido de nuestras infancias sin el soporte de esos libros que nos abrieron al descubrimiento de la vida y sus infinitos horizontes?. En la juventud, en la madurez, en todo momento el tiempo se identifica y modula con los vaivenes de la lectura y de las apetencias a que lleva el afán por no perder el hilo de una buena historia o de un esclarecedor ensayo. Muchas veces nos vemos envueltos en tramas que nos enganchan e incluso cautivan; cada cual a su modo encauza sus afanes lectores en un caleidoscopio bibliográfico donde siempre es posible encontrar aquello que estabiliza la búsqueda y propicia la lectura reposada, sin importar muchas veces el lugar donde eso ocurre.
Y es el que libro representa, en mi opinión, tres cosas a la vez: es compañía, leal y entrañable; es mensajero, callado y ocurrente, flexible y cabal; y es, finalmente, herramienta efectiva contra el adocenamiento y la ignorancia. Leer, advirtió Francisco Ayala, nos sitúa en la «perspectiva de quien sabe mirar hacia delante, hacia atrás y en todas las direcciones al mismo tiempo». En papel, en formato digital... el libro permanecerá siempre asociado a las grandes aventuras de la humanidad. De las más fascinantes y maravillosas.
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