19 de junio de 2019

El mundo del libro: entre la profusión y la crisis



El Norte de Castilla, 18 junio 2019




La Librería del Espolón cumple 111 años en Burgos


Si las Ferias dedicadas a la promoción y a la venta del libro son acontecimientos que anual y felizmente marcan un momento destacado a la par que concurrido en la vida cultural de una ciudad, también constituyen, ya cerradas las casetas y recuperada la normalidad en el espacio donde se han ubicado, un buen momento para reflexionar sobre los cambios experimentados en torno a ese producto que tanto ha significado en la historia de la humanidad. Quienes aman los libros, se deleitan con ellos y encuentran en sus páginas el instrumento básico de su preparación ante los retos que la vida presenta, no pueden permanecer indiferentes a las implicaciones que desde hace una década aproximadamente está trayendo consigo la modificación del significado del libro y de cuanto lo rodea en los comportamientos culturales de la sociedad y en la propia transformación del espacio a él destinado.    
       A la vista de las tendencias observadas cabe decir que cuanto sucede en nuestros días en torno al libro ofrece un panorama contradictorio. Nunca se ha publicado tanto (87.262 libros en España, incluidas las reimpresiones, en 2017), nunca ha sido tan elevada la cifra de editoriales (en torno a las 3.000), nunca la oferta tan abundante ni las posibilidades lectoras tan extensas y variadas. Y, sin embargo, el complejo formado por las obras editadas se enfrenta en el mercado a un panorama acusadamente crítico. Basta con analizar los datos ofrecidos por los organismos oficiales o las entidades de carácter privado relacionadas con el sector para percibir con claridad el sentido de una tendencia que, esencialmente, viene marcada por tres rasgos significativos: el descenso de la facturación en las librerías, netamente observada a partir de 2017,  la concentración de la estructura editorial coincidente con la proliferación de pequeñas empresas artífices de un catálogo reducido y el incremento de la piratería, responsable de un lucro cesante estimado en 200 millones de euros. A ello cabría sumar el hecho de que la tercera parte de los ejemplares editados no fueron vendidos y, lo que no es menos significativo, la constatación de que la importancia económica del libro digital mantiene una tendencia progresiva, que eleva hasta el 6% su peso en el volumen de facturación. 
  Los datos son elocuentes y, como es obvio, hay que apoyarse en ellos cuando se trata de reflexionar sobre el significado y el alcance que se deriva de la transformación de cuanto se relaciona con el libro como producto al servicio de la formación y del entretenimiento de una sociedad.  Asistimos, en efecto, a una reestructuración integral derivada de los cambios que están teniendo lugar en los hábitos de lectura y en el funcionamiento de las formas de relación y de los espacios vertebrados en torno a este poderoso instrumento de transmisión cultural.


            Aunque el alcance de tales transformaciones - entre las que la tecnológica (libro electrónico) presenta también un alto nivel de impacto, pese a que no ha contrarrestado las formas convencionales de edición -  ha llevado incluso a hablar del “fin de la civilización del libro”, creo que esta interpretación resulta aún exagerada. Todo parece indicar que lo que realmente se ha producido no es una crisis de la lectura como modalidad de aprehensión del conocimiento sino del modo de llevarla a cabo y, lo que no es menos importante, de las formas de comunicación que el libro ha favorecido históricamente como producto material y a la vez como instrumento creador de relaciones socioculturales, sobre las que es posible construir vínculos permanentes de carácter afectivo.
          Y es que, al tiempo que en las estructuras dominantes de organización empresarial, sujetas a un proceso intensivo de concentración,  dominan los criterios comercialmente selectivos, relegando la posición de las pequeñas editoriales a una función tan encomiable como testimonial,  no es difícil comprobar hasta qué punto tienden a primar los criterios de una demanda en las que la información prevalece sobre el conocimiento ( o, lo que es lo mismo, “el flujo frente a lo patrimonial”·, en acertada expresión de Christian Godin).  Tanto es así que no son infrecuentes las opiniones – como se ha reflejado en uno de las debates de la Feria del Libro de Madrid – que apuntan a que quizá convendría replantearse el peso que el libro puede desempeñar dentro de los paradigmas que rigen la llamada “nueva economía de la cultura”.

            En este contexto no es ocioso ni banal reivindicar con fuerza la necesidad de pervivencia del libro mismo admitiendo de antemano que la competencia entre los dos grandes formatos (electrónico y papel) resulta inexorable y debe ser asumida, al tiempo que aprovechada pues no resulta incompatible merced a las múltiples posibilidades de realización que la lectura permite. Con todo, y en cualquier caso, esta postura reivindicativa obliga a seguir defendiendo las pautas que en el tiempo han afianzado al libro como herramienta de importancia capital en la evolución intelectual de las sociedades y, en función de él, la importancia de las librerías como referencias positivas en la configuración de los espacios de relación y de formación de una sociedad culta y avanzada. No en vano representan ámbitos de comunicación y sociabilidad esenciales en la configuración del espacio urbano, al que enriquecen con su presencia en la medida en que ejercen una positiva capacidad de ensamblaje entre información, comunicación y asesoramiento en un entorno de maravillosa complicidad entre el librero y el cliente. Es una cualidad que debe ser preservada.   





5 de junio de 2019

La Universidad de Burgos: el punto de partida




Diario de Burgos, 5 junio 2019




 
Las efemérides relevantes son siempre una oportuna ocasión para que la memoria reverdezca. Y digo toda la memoria, sin omisiones intencionadas e incomprensibles. Por esa razón, cuando se conmemora felizmente el cuarto de siglo del nacimiento de la Universidad de Burgos, parece lógico, a la par que la congratulación por el hecho, que la mirada se vuelva sinceramente retrospectiva para que lo vivido y lo mucho logrado a lo largo de ese tiempo cobren, asumidos con orgullo y frente al olvido, la fuerza y el reconocimiento que merecen. Tal es el sentido que pretendo dar a esta nota tras comprobar las referencias sesgadas con las que por parte de algunos se ha tratado de abordar la génesis de la Universidad burgalesa, haciendo un tratamiento selectivo de los hechos mediante la sobreconsideración de unos y el olvido deliberado de otros.


Impresionante es sin duda el balance alcanzado por una institución de enseñanza e investigación de rango superior que, conviene recordarlo para que no quede relegado a la desmemoria, hunde sus raíces en el proceso de adaptación a los parámetros de la Universidad pública a partir de un proceso iniciado a comienzos de los años ochenta del siglo XX. Desde esa perspectiva, la trayectoria que culminaría en su creación como Universidad específica hace de la experiencia burgalesa un caso singular en España. Es la primera, y la única, que, partiendo de un Colegio Universitario Adscrito – como estructura aglutinante del núcleo esencial de las enseñanzas universitarias impartidas en Burgos - , acomete una etapa de transición mediante la integración en la Universidad cabecera del distrito al que pertenecía con el fin de incorporar gradualmente los instrumentos, reglas y procedimientos de gestión inherentes a la Universidad pública. Se hizo así porque con este propósito se formalizó el convenio suscrito por el Rectorado de la Universidad de Valladolid con los responsables del Ayuntamiento y la Diputación de Burgos en 1981. Fue, insisto, un caso excepcional  en España.


Todo hubiera transcurrido con normalidad de no ser por la demora en la aplicación del convenio y por la hostilidad que  las autoridades locales del momento mostraron a la hora de cumplir los compromisos de todo orden contraídos con la Universidad vallisoletana, una vez el acuerdo comenzó a ponerse en marcha  por parte del Rectorado de Justino Duque, en el que tuve el honor de asumir dicha tarea -como Director del Colegio Universitario burgalés - a partir del mes de febrero de 1982. Una tarea concebida además como un reto que personalmente entendí beneficioso para mi ciudad natal.


            No dispongo aquí de espacio suficiente para evocar el cúmulo de tensiones, zozobras y anécdotas vividas durante aquellos dos años decisivos. Pero las tengo bien registradas y jamás las olvidaré. Así consta en la hemeroteca del Diario de Burgos y en diversos artículos publicados al respecto. Las decepciones se entremezclaron con los descubrimientos de personas memorables, los avances ilusionados con los bloqueos oficiales inconcebibles. A la postre, arropado por el Rectorado y por los miembros del profesorado y del personal de servicios que siempre encontré a mi lado, acabó prevaleciendo el sentido común y el cumplimiento del compromiso contraído. El apoyo recibido de quienes me acompañaron en aquella responsabilidad –José Luis Cabezas, Carlos Matrán y José María Leal por parte del profesorado del CUI, Gerardo Llana y Miguel Gobernado desde la Gerencia de la UVa y José Luis Puras en las tareas administrativas en  Burgos– me lleva a mantener con ellos, más allá del tiempo transcurrido, una deuda de gratitud que nunca quedará saldada. Relevantes personalidades de la vida burgalesa como Ángel Olivares, Fernando Ortega, Esteban y Octavio Granado, Tino Barriuso o Pablo del Barco sumaron también su apoyo y sus consejos en esos momentos tan difíciles como cruciales. Nadie más con dimensión política y ciudadana movió un dedo entonces a favor de aquella singladura. Su apoyo se echó de menos. A la superación de las trabas institucionales contribuyó, sin embargo, y de forma sustancial,  la reunión mantenida en el Ministerio de Educación el 19 de mayo de 1982 con el propio Ministro, Federico Mayor Zaragoza, y con el Secretario de Estado de Universidades, Saturnino de la Plaza, a quienes agradecí su pertinente y provechosa mediación. En medio de aquellas contrariedades, los cimientos se fueron afianzando irreversiblemente. Se logró que las enseñanzas de Físicas y Matemáticas no desaparecieran, como el convenio establecía, se implantó el segundo ciclo de la Licenciatura de Derecho, germen de la futura Facultad, se incrementaron las dotaciones para Bibliotecas y Laboratorios, se proveyeron las primeras plazas de funcionario del Cuerpo de Profesores Adjuntos, se iniciaron obras de acondicionamiento del edificio de San Amaro, se duplicó el presupuesto a lo largo del bienio, todo el personal, docente y de servicios, fue incorporado a la plantilla normalizada de la Universidad de Valladolid, consolidándola y favoreciendo así su transferencia ulterior, se promovieron iniciativas culturales de gran resonancia dentro y fuera de la ciudad…se sentaron, en fin, los puntales de una estructura que poco a poco adquirió consistencia en un contexto de gran precariedad de medios que quedaba subsanada por la generosidad de un esfuerzo del que convendría dar cuenta precisa alguna vez.

             A la postre, cuando finalicé voluntariamente el ejercicio de aquella responsabilidad en la primavera de 1984, y arropado por quienes me lo reconocieron en un encuentro memorable en el restaurante El Peregrino, tuve la sensación de que el objetivo había quedado satisfecho. Misión cumplida, me dije. Es cierto que quedaba camino por recorrer, toda una década,  si bien iba a serlo con la mirada puesta en un horizonte más propicio y, por tanto, mucho más fácil y menos incómodo, pues la plataforma ya estaba construida. Y es que, tras una etapa que he denominado de la “Universidad sin ley”, se abrían con el desarrollo reglamentario de la Ley Orgánica de Reforma Universitaria (1983) posibilidades inimaginables hasta entonces, que algunos supieron aprovechar casi de manera automática. El nacimiento de nuevas Universidades públicas en todo el país – diecinueve fueron creadas entre 1987 y 1998 - , la normalización de unas reglas de funcionamiento bien definidas, el amplio escenario de expectativas favorecidas por la internacionalización del conocimiento y la previsible integración en las Comunidades Europeas configuraron un panorama de total ruptura con las insuficiencias de la fase precedente. Quedó definitivamente superada esa fase de desafíos que nos tocó vivir y gestionar a cuantos, en un entorno de soledad, incomprensiones e incertidumbres, tuvimos también algo que ver con la historia de la Universidad de Burgos, a la que felicito por su veinticinco aniversario y a la que deseo la mayor de las fortunas. Su actual Rector, a quien conocí cuando era un jovencísimo y brillante profesor de Biología, bien lo sabe y sin duda recuerda.