La atención concedida a la desvitalización
demográfica de las áreas rurales explica la abundancia de las reflexiones desplegadas
en torno a un tema que, conocido y valorado desde hace mucho tiempo, ha cobrado
una relevante dimensión política y cultural. La reunión organizada (Presura 20)
por la Asociación El Hueco en la ciudad de Soria el pasado 28 de mayo, en la que se
dieron cita todos los líderes políticos del país, con el fin de abordar el
problema a la búsqueda de un gran consenso nacional, revela que nos encontramos
ante uno de los principales desafíos a afrontar cuando comienza la tercera
década del siglo XXI. El hecho de celebrarse en Castilla y León demuestra con expresividad hasta
qué punto nuestra Comunidad constituye un espacio representativo de las
múltiples perspectivas que confluyen en torno a un fenómeno tan complejo como
difícil de acometer con resultados ostensibles.
Si
la despoblación rural no es un hecho accidental tampoco aparece como un proceso
fácilmente reversible. Más allá de las medidas que se puedan adoptar para
neutralizarlo, y que hay que evaluar con el rigor necesario, conviene recordar el
fundamento que lo explica. Responde, como es bien sabido, a los efectos derivados
de la desaparición gradual y definitiva de las pautas organizativas de la
actividad agraria tradicional, basada en la escasa productividad de la tierra, en
el bajo nivel de las técnicas aplicadas, en la abundancia de mano de obra y en
una economía de limitados rendimientos, con débil excedente y en la que
abundaban las situaciones de pobreza y extrema precariedad de las formas de
vida. Las situaciones excepcionales que pudieran darse apenas alteraban este
panorama dominante.
Suficientemente
estudiados los factores que a partir de los años setenta y ochenta del siglo XX
dan al traste con este modelo, inadaptado a la internacionalización de las
estrategias productivas y comerciales, conviene dirigir la mirada a los rumbos
que actualmente definen la reconfiguración del mundo agrario y los decisivos
impactos espaciales que ello trae consigo. En medio de la sensación de silencio
en la que aparece sumido este escenario, afectado por un descenso acelerado de sus
efectivos demográficos y en un contexto de reducción material de los servicios
públicos tradicionalmente disponibles in situ (aunque las prestaciones,
favorecidas por la movilidad, se mantengan), la observación directa de la
realidad pone al descubierto que el
abandono de elementos tradicionales de la estructura del territorio abre paso a
formas de aprovechamiento que indican modificaciones sustanciales en la
configuración de la ruralidad.
En
esencia, nos encontramos ante un proceso de dualización del espacio acorde con
la desigual utilidad del suelo, y, por tanto, con las diferentes estrategias
para rentabilizarlo. Y es que, mientras el aprovechamiento agrario se
intensifica - apenas existe el barbecho, las superficies de regadío no paran de
crecer, las explotaciones aumentan de tamaño, la mecanización es espectacular y
las especializaciones vitivinícola y hortícola alcanzan la excelencia - las
tierras menos apetecidas para la productividad agrícola - más baratas y más
fácilmente acaparables en grandes superficies - son los espacios elegidos, o
potencialmente elegibles, para la instalación de granjas ganaderas intensivas y
la implantación de enormes complejos para la producción de energías renovables.
Esta tendencia a favor del aprovechamiento selectivo del espacio parece bien
reafirmada, y se muestra congruente con objetivos asumidos por los
protagonistas del mundo rural, aunque lógicamente las discrepancias también
afloren de vez en cuando.
En
cualquier caso, aunque la vida aparente es muy débil y la soledad impera por
doquier, no es menos cierto que la actividad no ha desaparecido. No es un
espacio vacío, ni vaciado (conceptos caídos en el estereotipo), sino en
profunda reestructuración y digno de ser atendido en su especificidad. La vida relacional
persiste y se constata cuando uno la busca, la encuentra y se interesa por ella.
No hay pobreza ni marginalidad, pues los hábitos de residencia y comunicación han
dejado de ser los de antaño mientras la movilidad, es decir los desplazamientos
entre lugares de diferente escala demográfica, ya con fines personales o para
la prestación de servicios, se impone en distancias cortas y posiblemente cada
vez más largas, favorecidas además por el transporte a la demanda y las
modalidades de gestión telemática. El funcionamiento en red tiende a regular las
pautas de la cotidianeidad.
Hay
vida latente, aunque la dimensión del envejecimiento en los pequeños pueblos marque
la impronta perceptiva dominante y las construcciones y rehabilitaciones de
viviendas coexistan con la ruina del caserío heredado de otro tiempo y ya innecesario.
Es otra forma de concebir el uso del espacio no urbano que hay que analizar a
fondo, y que cristaliza en la configuración de “nuevas ruralidades”. No basadas
éstas ya en el soporte cuantitativo del trabajo agrario como ocurría en otro
tiempo, manifiestan al tiempo la posibilidad de incorporar otros campos de
actividad como las oportunidades abiertas a las instalaciones industriales, a
los potenciales residentes teletrabajadores y al aprovechamiento recreativo de
los riquísimos recursos patrimoniales (naturales e históricos) de los que la
región dispone y cuya preservación no puede hacerse al margen del reto que
supone garantizarla frente a los impactos, paisajística y ambientalmente
lesivos, de las macroinstalaciones asociadas a la ganadería intensiva y al desarrollo, al margen de una rigurosa evaluación de sus implicaciones espaciales, de las energías renovables.