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8 de septiembre de 2020

Los impactos espaciales de la pandemia

 


La pandemia que está trastocando el mundo en los inicios de la tercera década del siglo XXI ha contribuido con fuerza a la reactivación de reflexiones y debates que ya estaban latentes como reacción a los impactos provocados por la crisis financiera de 2008. Aunque las motivaciones de una y otra son distintas, no están ausentes de los rasgos y las tendencias que definen un panorama repleto de problemas irresueltos, que inducen necesariamente a la reflexión con fines interpretativos y correctores. Son, en esencia, grandes y perentorios desafíos intelectuales suscitados ante la necesidad de dar respuesta a problemas acuciantes que, de forma general, quedaron identificados con los efectos de la globalización, un fenómeno positivamente valorado en sus fundamentos básicos para acabar sometido a evaluaciones críticas, que incluso apuntan al fin del orden liberal globalizado,  y a la elaboración de propuestas alternativas, acordes con la necesidad de un modelo socialmente más equitativo, más sostenible desde el punto de vista ambiental y, por ende, fiel a los ineludibles compromisos a que obliga la lucha contra el calentamiento global, de gravedad creciente. Estamos asistiendo, y en un momento crítico de la geopolítica mundial, a una etapa abierta a la búsqueda de nuevos horizontes interpretativos, exigentes en autocrítica y en labor prospectiva de cara a una visión a medio y largo plazo de los procesos que han de afectar a las sociedades tanto individual como colectivamente.

Con la perspectiva temporal disponible resultan patentes las disrupciones que está trayendo consigo desde el punto de vista territorial hasta cimentar las bases de un replanteamiento de las realidades espaciales a partir de las nuevas formas de relación entre las sociedades y los entornos en los que se organizan y desenvuelven. No en vano el patógeno SARS-CoV-2 se ha convertido, como afirma Lussault, en un potente operador geográfico que incide sobre el Sistema-Mundo, dando lugar a transformaciones que en esencia se corresponden con una performance geográfica global. Convendría detenerse en lo que significa este fenómeno con el fin de apreciar el alcance de los cambios, ya producidos o en vías de hacerlo, en la configuración de las realidades espaciales, afectadas – o en vías de afectación - por rupturas flagrantes respecto a las tendencias consolidadas en la etapa previa al desencadenamiento de la peste.

            A modo de aproximación a un tema cuyos perfiles se encuentran todavía pendientes de constataciones bien definidas, cabe estimar que los procesos detectados gravitan en torno a tres tendencias fundamentales, que operan como argumentos determinantes de nuevos comportamientos y estrategias. Abiertos al debate, a la contrastación empírica y a la reflexión prospectiva, no son sino la plasmación de metamorfosis decisivas en las formas de vida y en la manera de entender las cambiantes relaciones que las sociedades mantienen con el espacio y con el tiempo. Un fenómeno solo entendible desde la visión del “tiempo largo de las epidemias”, de que habla Vigneron.

En un mundo hiperconectado la evolución de la enfermedad y la consecuente crisis sanitaria han puesto al descubierto la espectacular capacidad de propagación del virus, plenamente superado el condicionamiento de la distancia. El hecho de que los impactos hayan sido comprobados simultáneamente en escenarios tan distantes entre sí ha revalidado la percepción de un mundo compartido, entendible en su globalidad y complejidad, y en el que la difusión de la enfermedad elimina por completo la sensación limitativa de la discontinuidad fronteriza, por más que ésta se haya utilizado como medida profiláctica frente al contagio. Situados ante la epidemia más documentada de la Historia, se ratifica la envergadura de sus implicaciones merced al caudal de datos generados por la numerización masiva del conocimiento. No es posible sustraerse en un contexto así a la toma en consideración de sus manifestaciones espaciales como son las relacionadas con su incidencia en la exacerbación de las desigualdades sociales (en función del género, del nivel social y del origen geográfico), en el agravamiento de la brecha tecnológica como factor clave de diferenciación socio-espacial, en el deterioro de las formas de trabajo – “los trabajadores invisibles”, de que hablan Dagorn y Luxemburg -, en la afectación de las relaciones sociales y de la propia vida, que Durán ha calificado en estas páginas como “la servidumbre de los cuerpos”. Todo ello sin olvidar los contrastados niveles de calidad y efectividad de los servicios asistenciales, sometidos a presiones que han mediatizado su capacidad de respuesta para asumir el incremento exponencial de las necesidades a que se han enfrentado los sistemas públicos de atención sanitaria.  

- Por otro lado, los respectivos espacios de vida se han visto afectados de manera generalizada en función de los hábitos inducidos por el obligado confinamiento y el repliegue a favor de la salvaguarda de la privacidad como réplica a la aglomeración social, entendida como ámbito desestimable. La reclusión se atiene a la dosis de sacrificio y renuncia que antepone la seguridad a la libertad, como forma de autoprotección y como eliminación de las dudas e inseguridades que suscita el hecho de encontrarse ante una situación de riesgo letal e imprevisible. Si esta disyuntiva ha seguido respondiendo a los mismos esquemas valorativos que Watts planteaba en su Elogio de la inseguridad en los años cincuenta, no estaría de más invocar la elocuente y oportuno reflexión de Delumeau, para quien “la inseguridad no nace solo de la presencia de la enfermedad sino también de la desestructuración de los elementos que construyen el entorno cotidiano, en el que todo es diferente”.  

-Y, como observación aún pendiente de verificaciones contrastadas, no es descartable que el binomio espacio-tiempo se muestre en gran medida trastocado por las nuevas lógicas que tienden a alterar la configuración física de los territorios. A ello han de contribuir decisivamente dos factores decisivos: de un lado, las restricciones y cautelas aplicadas a uno de los soportes que en mayor medida han sustentado la dimensión del proceso globalizador, como es el ejercicio de la movilidad a todas las escalas, en la que el transporte colectivo aparece sujeto a profunda revisión; y, de otro, la modificación de las pautas de conducta asumidas por las personas y las empresas en un contexto propicio además a la recuperación de la confianza en el Estado. Sobre la confluencia de ambos procesos descansan nuevos horizontes estratégicos, cuyo alcance sorprende antes de que sus efectos se plasmen de manera explícita. Bien observables en las reestructuraciones habidas en el uso recreativo del espacio y en la intensificación del trabajo no presencial, no carecen de importancia los fenómenos que repercuten en la concepción, con criterios alternativos, de la ordenación de los ámbitos urbanos y rurales, así como de las interrelaciones producidas entre ambos, en el replanteamiento funcional de las actividades educativas o, como hecho de enorme trascendencia, en la proyectada reordenación de las cadenas mundiales de valor, mediante la revisión a fondo del modelo de integración asimétrica de la producción industral a que ha conducido un proceso deslocalizador hoy cuestionado al amparo de una mundialización en crisis.  Krastev lo ha señalado con gran expresividad: “ha hecho falta que llegara un virus para poner al mundo patas arriba”.

 

7 de abril de 2020

La dimensión socio-espacial del coronavirus








En situaciones críticas es inevitable, y aconsejable, mirar hacia el futuro. Los autores de obras literarias en las que se describen con detalle las situaciones provocadas por las epidemias, que periodicamente afectan a la Humanidad con resultados a veces devastadores, transmiten al lector la sensación de que, tras la tragedia, habrán de venir momentos diferentes. No serán necesariamente felices. Les basta a sus protagonistas – tras sufrir “grandes males y grandes errores por una peste de la que se tiene una idea indeterminada”, como señala Allessandro Manzoni en “Los novios” (1827) -  con señalar que serán distintos, pues el deseo de contraste entre lo vivido y lo aún por vivir se impone como una necesidad. De ahí el deseo de sentir que lo sufrido abra paso de una u otra manera, y cuanto antes, a la normalidad, haga posible recuperar el tiempo perdido, culmine los deseos bloqueados por la epidemia, restablezca las relaciones económicas y sociales, tan profundamente alteradas, y satisfaga los anhelos que el disfrute de la libertad proporciona. De nuevo la percepción de esa conveniencia de cambio aflora cuando el mundo se encuentra afectado por la mayor pandemia ocurrida desde hace un siglo, cuando estalló la mal llamada “gripe española”, exhaustivamente analizada desde todas las perspectivas posibles.  Cien años después, a caballo entre la primera y la segunda década del siglo XXI, la expansión acelerada e indiscriminada del COVID-19 ha provocado una conmoción global con dimensiones nunca conocidas. Ante la magnitud de sus impactos se imponen la reflexión y el debate, pues es evidente que los hechos vividos, las medidas adoptadas para afrontarlos, las representaciones mentalmente elaboradas mediante las experiencias que cada cual haya podido tener no pueden establecer una solución de continuidad sin más respecto a la ocurrido hasta ahora.

            La reflexión surge de la necesidad intelectual de dar respuesta a las numerosas incógnitas que día a día el ciudadano se plantea con la vista puesta en el futuro y en medio de la clausura a la que se haya sometido. Es lógico y pertinente plantearse las preguntas relativas a cómo van a evolucionar los hechos cuando la actividad habitual se recupere. Hasta que eso suceda, no está de más someter a consideración, de cara a las actitudes que convenga adoptar en los días que vendrán, de qué manera los hechos vividos y observados están contribuyendo a modificar la percepción de cuanto nos rodea. En este sentido, es evidente que el interés por acercarse a lo que el futuro depara gravita en torno a dos temas fundamentales: de un lado, todo cuanto hace referencia a los efectos traumáticos ocasionados en la actividad económica y en el empleo; y, de otro, no menor curiosidad suscitan los aspectos referidos a los cambios producidos en la percepción de la dimensión espacio-temporal de los fenómenos que la crisis sanitaria ha puesto al descubierto con tanta nitidez como realidades sorprendentes para muchos.

Es evidente que ambos aspectos se hallan interrelacionados, toda vez que los traumatismos producidos en la economía y particularmente sus manifestaciones más graves – el deterioro del tejido empresarial, el incremento exponencial del desempleo y el agravamiento de las situaciones de marginalidad – introducen, más allá de las medidas correctoras que pudieran introducirse por el Gobierno, dinámicas de desestructuración del sistema socio-productivo susceptibles de desencadenar tensiones muy fuertes a la hora de afrontar el proceso de recuperación. Nadie puede en estos momentos presagiar las pautas que lo han de orientar a corto y medio plazo, entre otras razones porque se carece de precedentes a los que acogerse y porque no es fácil pronosticar el grado de efectividad que los instrumentos aplicados pudieran tener. Durante algún tiempo la incertidumbre primará sobre la seguridad.  

En este contexto no carece de sentido tener en cuenta la perspectiva socio-espacial, muy conectada con el interés que tiene conocer las formas de comportamiento que se construyen entre las personas y el entorno territorial en el que se desenvuelven. No en vano estamos ante una cuestión de gran importancia geográfica, en la medida en que los procesos cognitivos y de razonamiento espacial que los individuos desarrollan en situaciones excepcionales como la que nos afecta tienden a plasmarse en una nueva forma de entender las relaciones sociales y la toma de decisiones, coincidiendo con el despliegue de la autocrítica a todos los niveles y la posible modificación de la jerarquía de valores. De ahí que tenga pleno sentido hacerse una pregunta clave: ¿Qué principios fundamentarán los comportamientos humanos en los días que vendrán? La dureza de la experiencia no permite afrontar el futuro como si nada hubiera pasado o con la idea de que lo ocurrido es un mero paréntesis en nuestra singladura por la vida. Es probable que, cuando volvamos a la calle y admitiendo que esos comportamientos sobrevivirán a la catástrofe, veamos de nuevo a nuestros amigos, recuperemos la cercanía de la familia, coincidamos con el vecino, entremos en el establecimiento de proximidad que siempre nos acogía o acudamos a una consulta médica, tres nociones claves sobrevolarán nuestros pensamientos. A saber, reconocimiento de la extrema vulnerabilidad en que vivimos, sentido de pertenencia a un espacio de riesgos y solidaridades compartidos, la ponderación inequívocamente positiva de lo público y de quienes lo atienden y de los oficios dedicados a atender las necesidades de la ciudadanía... y apoyo sin fisuras a los investigadores que ayudan a que las sociedades sobrevivan a la catástrofe. Todo se resume en la valoración de quienes menos reciben, de los peor pagados, de quienes están sumidos en el anonimato sin otra compensación que la que aporta el orgullo por la labor cumplida. Toda una lección laudatoria de la humildad y la honradez profesional, que quizá trascienda, como cabría esperar,  al modo de entender  y llevar a cabo el ejercicio de la política.


14 de diciembre de 2018

Hacia una nueva Geografía de la automoción






El Norte de Castilla, 14 de diciembre de 2018

Los aspectos relacionados con la fabricación automovilística han ocupado siempre una posición primordial en las investigaciones de Geografía Económica. No es posible entender las grandes transformaciones que afectan a la producción, al comercio, al transporte, a la organización del trabajo, a la racionalización de las lógicas empresariales, a las relaciones humanas y a la reestructuración de los procesos territoriales sin aludir al decisivo impacto que la automoción ha provocado en todas estas variables. De ahí que las diferentes formas de movilidad asociadas a la evolución del automóvil lo hayan convertido en uno de los principales emblemas del siglo XX, en virtud de la dimensión alcanzada por las estrategias desplegadas en el mundo por sus empresas más representativas, al compás de las espectaculares innovaciones aplicadas a los procesos de producción, sujetos a la lógica de la competitividad global, a las alianzas interempresariales y a los esfuerzos encaminados al afianzamiento de posiciones de poder en el complejo panorama de las conexiones comerciales. Solo así puede comprenderse esa identidad que la automoción ofrece como “la industria de las industrias”,  una denominación que describí y analicé hace años como reflejo de su capacidad para la integración de procesos e innovaciones tecnológicas multisectoriales.

            Si el automóvil ha tenido una importancia crucial en los procesos socioeconómicos y espaciales de nuestro tiempo, es evidente que su relevancia pervivirá aunque dentro de parámetros – en cuanto a tipo producto,  mercado,  hábitos de uso, consumo, autonomía, pautas de movilidad y seguridad - distintos a los que han regido su funcionamiento hasta nuestros días. No asistimos a  un mero cambio de paradigma sino a una drástica revolución tecnológica en virtud de la cual la fabricación automovilística se inscribe en un escenario de transformaciones ineludiblemente condicionadas por los compromisos a que obliga la puesta en práctica del Acuerdo de Paris contra el Cambio Climático aprobado en 2015, pese a que los nuevos modelos (el  vehículo eléctrico)  no sean ambientalmente inocuos a lo largo de su ciclo de la vida (de la mina al desguace), debido a las necesidades iniciales del proceso de fabricación, a las cantidades de materias primas empleadas en la producción de baterías y al incremento exponencial de la demanda de electricidad a que su implantación masiva obliga. Tanto es así que las economías de energía podrían verse contrarrestadas por el altísimo nivel de producción requerida.

            En cualquier caso, se trata de un panorama en el que el comportamiento del sector ha de gravitar en función de las estrategias empresariales aplicadas a tres factores esenciales: la innovación del producto, las formas de trabajo y la localización de las instalaciones. Pues si, en efecto, la innovación aparece, en principio, concebida al servicio de la ecología, con todo lo que ello implica desde la perspectiva del tipo de producto fabricado – reflejo de la “tecnología última”, en rotunda expresión del expresidente de la Alianza Renault-Nissan-Mitsubishi, Carlos Ghosn-, es evidente que ello va a determinar de manera sustancial la orientación de la política energética y de las infraestructuras de carga, la adaptación de las cualificaciones laborales al tiempo que someterá a rigurosa evaluación el nivel de acogida y adaptabilidad ofrecido por las localizaciones existentes a los desafíos impuestos por las nuevas lógicas productivas.  Observando las pautas del complejo empresarial, cabe pensar que las directrices planteadas por las grandes compañías van a mostrarse proclives a la intensificación de sus capacidades competitivas dentro de una planificación de las actuaciones adaptadas a las exigencias ambientales con la mirada puesta en un horizonte que no admite dilaciones.

            Se inicia así un periodo de transición logísticamente asumida que sin duda va a obligar a la adopción de medidas estratégicas de extraordinario calado y con una dimensión geográfica de primera magnitud. En este sentido cabría centrarse en dos fundamentalmente. Por un lado, y a escala europea, se impone la necesidad de contrarrestar el sesgo que, favorable a la posición de China, reviste el proceso en ciernes, lo que, en concreto, justifica la urgencia de incrementar las capacidades competitivas de Europa en el decisivo campo de la fabricación de baterías, terreno en el que actualmente el peso de Asía es abrumador. Por otro, con la atención puesta en España, y que, por lo que nos atañe, pudiera ejemplificarse en los relevantes enclaves de montaje ubicados en Castilla y León, no cabe duda de que la estrategia a seguir, sin menoscabo de la reflexión que conviene suscitar sin demora, y sobre la base de lo que debiera consistir en acometerla desde una política industrial de Estado, pasa por la defensa y acreditación de las fortalezas sólidamente asentadas en su tradición manufacturera, en el que también descuellan firmas muy solventes en el subsector de componentes. No se trata solo de conjurar el riesgo de la deslocalización sino también de optimizar el enorme potencial ya creado tanto en la fabricación final como en la de bienes intermedios, ratificándolo como una de sus principales ventajas comparativas susceptibles de permitir afrontar con cierta seguridad y con el menor impacto negativo posible el enorme desafío que se avecina.

3 de mayo de 2016

La deslocalización industrial: riesgos y reacciones


El Norte de Castilla, 3 de mayo de 2016
 
Villalar 2016. Al pie del monolito que recuerda a los Comuneros de Castilla, se oyó la voz de los trabajadores de las fábricas de Lauki y Dulciora, afectadas por la deslocalización.  



La relación entre globalización económica e intensificación de la movilidad espacial de las actividades industriales y de servicios es en nuestros días una tendencia fuera de toda  duda. Las razones que explican la deslocalización productiva responden a los patrones imperantes en los movimientos de capitales y al flexible comportamiento espacial de las empresas en una economía en la que las estrategias ya no aparecen determinadas por la distancia sino por los equilibrios y la competencia interterritorial, responsables de las actuaciones geográficamente discriminatorias en función de las ventajas comparativas y competitivas de cada territorio. Puede decirse además que es en el marco del amplio margen de opciones permitidas por el capitalismo global, y acentuado además en el caso europeo por la ampliación del mercado integrado hacia los países del Este,  como cabe interpretar el alto nivel de versatilidad de que disponen las empresas para modificar sus localizaciones, lo que introduce una perspectiva renovada cuando se trata de analizar en profundidad y con visión de futuro las capacidades productivas de cada espacio en sintonía con los nuevos paradigmas en los que se desenvuelve la actual empresa sin fronteras.

Ante los desafíos de la globalización las empresas se ven inducidas a aplicar medidas de ajuste integral, que van más allá del enfoque que convencionalmente entendía sus objetivos de acuerdo con  su capacidad para fabricar bienes en mercados controlables, estables y regulados. Además este creciente margen de maniobra espacial se acrecienta sobremanera merced a las posibilidades tecnológicas permitidas por la fragmentación de los procesos de producción, por la configuración de poderosas redes de información que racionalizan la toma de decisiones y por la capacidad que tienen las empresas para optimizar a su favor las actividades de I+D+i al utilizarlas de forma integral dadas las complementariedades que se establecen entre los recursos cognitivos disponibles en los diversos países de implantación.

Ahora bien, las tensiones surgidas en el conjunto de los actores susceptibles de verse afectados son considerables, siempre traumáticos, y provocan una sensación de vulnerabilidad que hace tomar conciencia a las sociedades afectadas del nivel de riesgo y de las amenazas a que se enfrentan y de las negativas implicaciones que puede traer consigo este tipo de  iniciativas. La fragilidad frente a la deslocalización deja inermes a los espacios dependientes poniendo en tela juicio los valores y capacidades de que se creía disponer, al mostrarse insuficientes para neutralizar decisiones externas, que privilegian otros ámbitos, situados en la categoría de espacios-rivales con fortalezas difíciles de contrarrestar.

Entendida de manera dual – bien como competencia desleal entre lugares o como algo inherente al comportamiento espacialmente selectivo la inversión  extranjera directa –, las perspectivas que ofrece la deslocalización adquieren una dimensión que repercute de lleno, al tiempo que las pone a dura prueba,  sobre la naturaleza y  la solidez de las directrices promovidas desde las políticas públicas, por cuanto ante ellas se abre un escenario de posibilidades a recuperar y a la vez de incertidumbre económica y de malestar social que obliga a la autocrítica y  a la introducción de modificaciones en las estructuras y modelos de gestión aplicados a los recursos disponibles, que siempre existen. Entendida como reto, como riesgo o como amenaza, la deslocalización de las empresas industriales y de los puestos de trabajo asociados a ellas obliga necesariamente a introducir una nueva perspectiva institucional en el modo de entender las relaciones entre la acción pública, la sociedad y el territorio. Se justifica así un proceso de reorganización interna de las estrategias de desarrollo, que al tiempo que somete a revisión la propia estructura y articulación del capital territorial afectado y de los elementos sobre los que se sustenta obliga a replantear muchas de las líneas de actuación llevadas a cabo tradicionalmente en consonancia con las pautas  convencionales y rutinarias de la política industrial.


De ahí que el problema planteado por las deslocalizaciones – a las que no permanece ajena la capacidad industrial de Valladolid y de la región castellano-leonesa–  esté en la  base de un necesario e inaplazable debate que entraña un gran significado político y económico-espacial. No en vano la discusión emerge  al  discernir si las actuaciones deben centrarse meramente en la utilización de instrumentos de ayuda a las empresas o en el relanzamiento de pautas de intervención concebidas al servicio de los actores locales, de modo que los recursos disponibles estimulen la capacidad de iniciativa y contribuyan a crear las condiciones adecuadas para que ésta pueda materializarse en un clima de apoyo y de confianza en el futuro, amparado en las posibilidades de la proximidad, robustecidas además por la conciencia colectiva e integradora de voluntades más o menos dispersas o confrontadas. En este sentido, y a modo de ejemplo, expresamente concebido como un intento de frenar las deslocalizaciones, cabría hacer mención a la ilustrativa experiencia acometida en Francia desde 2004 con el fin de impulsar lo que se interpreta como “una nueva política industrial” – de la que España y la mayor parte de sus Comunidades Autónomas carecen –  articulada sobre la base de los llamados “polos de competitividad, que aplican, dinamizándolos operativamente, los objetivos y las premisas funcionales de los Centros asociados a la innovación, mediante el fortalecimiento de los vínculos nacidos del compromiso entre los agentes empresariales con fuerte compromiso con el territorio, los centros de investigación y los órganos de formación, implicados en programas de cooperación a medio y largo plazo susceptibles de cristalizar en proyectos industriales innovadores y alternativos. Vista así,  la globalización representaría esa especie de revulsivo, de catalizador permanente,  que obliga a las empresas, a los agentes públicos y a la sociedad en general a un proceso de recuperación y redefinición de capacidades subutilizadas o indebidamente aprovechadas.

17 de junio de 2009

¿Nos hace la globalización más vulnerables?

El Norte de Castilla, 17 de Junio de 2009

El mundo se ha hecho más pequeño y nosotros hemos agrandado nuestra perspectiva respecto a él. Conseguimos entender la distancia como una variable superada, que en poco condiciona la movilidad a gran escala mientras se afianza en nuestra mente la sensación de que nada de lo que ocurre más allá de nuestras fronteras nos es ajeno. Viajamos a largas distancias y, en apenas unas horas de viaje, lugares geográficamente remotos nos pueden ser tan familiares como las referencias espaciales que habitualmente nos resultan más afines. A medida que esto sucede aumenta en nosotros la sensación de que, controlando la percepción del espacio, los problemas que le aquejan, dada la simultaneidad del tiempo, nos pueden llegar a afectar de una u otra manera sin que podamos evitarlo. Nos hemos hecho inmunes a la distancia. La vecindad en el reconocimiento de los problemas se ha acabado imponiendo sobre la lejanía con que puedan tener lugar. Mc Luhan lo denominó la “aldea global”. Más propiamente cabría entenderlos como expresión del universo de lo inmediato.

Ahora bien, si las posturas ideológicas de cada cual relativizan la sensibilidad mostrada hacia la gravedad de la situación en que se encuentran los más desfavorecidos, generando solidaridades o indiferencias en quienes las sienten como parte o no de su percepción del mundo que les rodea, apenas hay matices entre unos y otros cuando nos damos cuenta de que situaciones críticas distantes en el espacio, que no distintas en la realidad, nos pueden hacer mella en un tiempo que somos incapaces de controlar de antemano. Lo mismo en Nueva York que en Madrid o en Yakarta las reacciones convergen ante un panorama de tragedias, amenazas o incertidumbres.

El impresionante caudal de información de que se dispone ayuda a que eso ocurra. La información es instantánea y, cuando transmite problemas y riesgos globales, lo hace con toda contundencia y con un efecto in crescendo, que no cesa de aumentar la magnitud del hecho hasta hacerlo tan agobiante como insoslayable. La propia noción de catástrofe se ha ido modificando al compás no tanto de sus manifestaciones más traumáticas como de la toma de conciencia de que los factores que las pueden provocar se escapan a los mecanismos habituales de control, lo que lleva a tener la sensación de que, aun no existiendo objetivamente los factores naturales que pudieran ocasionarlas, no se descarta la posibilidad de que ello pudiera ocurrir, al amparo de la visión de proximidad que aporta el conocimiento del hecho con independencia de donde suceda. ç

Hace unos meses la prensa estadounidense se ha hecho eco, algo sorprendente hasta ahora, de la conmoción provocada en la sociedad norteamericana por el terremoto que afectó al centro de Italia, con imágenes sobrecogedoras que han contribuido a la idea de que en Europa también puede suceder tragedias de efectos devastadores. Tragedias de las que tampoco se han visto liberados los Estados Unidos, donde las imágenes de la Nueva Orleáns asolada por el huracán siguen presentes en una sociedad en la que curiosamente son los riesgos los que promueven actitudes de solidaridad con el resto del mundo por encima de las que cupiera atribuir a las sensibilidades con los pobres de la Tierra. Ciertamente vivimos, en suma, en una época en la que la catástrofe, o la idea de poder sufrirla, no deja a casi nadie indiferente.

Y, dentro de las catástrofes, hay tres que con especial acuidad pueden llegar a desestabilizar, ya lo están haciendo, objetiva y subjetivamente, nuestras vidas. Ocurre con las manifestaciones asociadas, directa o indirectamente, a los siniestros de carácter climático en la idea de que pudieran deriva del calentamiento de la Tierra y de sus consecuencias a escala planetaria; está ocurriendo con la crisis económica, que ha convulsionado y puesto totalmente en entredicho la estructura de un modelo de internacionalización del capital apoyado en la especulación y en el descontrol, con gravísimas repercusiones para los trabajadores y las empresas; y ocurre ante todo con el accidente o la enfermedad, sin duda los riesgos que más nos inquietan y aterran. Conmocionados ante los accidentes aéreos, el temor por la pérdida de la salud explica el pánico surgido con la proliferación sorprendente del Ebola, permanentemente aflora cuando se habla del Sida que no cesa, hizo acto de presencia en nuestras pantallas cuando se descubrió el síndrome de Creufeldt-Jakob, el llamado mal de las vacas locas, o nos alarma sobremanera cuando se nos habla de la difusión incontrolada de los virus gripales que, pasando de los animales a las personas, o viceversa, y propensos a mutaciones imprevisibles, nos sitúan en un escenario de indefensión e incertidumbre, que la propia psicosis de alarma se encarga de alentar, incluso irracionalmente, sin dejarnos apenas otra capacidad de respuesta que la de la espera, la resignación o la confianza en que, al fin y con mucha suerte, no llegue a afectarnos.

La globalización y sus secuelas nos han aportado muchas cosas, contradictorias entre sí pero ineludibles en un contexto de mundialización económica e informativa imposible de neutralizar. Mas de lo que no cabe duda es que, en cuanto a la percepción que tenemos del peligro, nos coloca en una posición de gran fragilidad, posiblemente exagerada y no tanto porque a veces podamos desconfiar de los medios capaces de neutralizarlo como por el hecho de que nuestra capacidad psicológica de resistencia se ha ido debilitando a medida que se afianza el convencimiento de que lo que pasa lejos puede ocurrir también cerca, en nuestro entorno más próximo, en cualquier momento y sin que podamos evitarlo.

15 de mayo de 1998

NACIONALISMOS, MICROESTADOS E INTEGRACION EUROPEA

Más allá de la posible sorpresa provocada o de las reacciones, de uno u otro signo, que eventualmente pudieran suscitar, lo cierto es que nada tienen de originales ni de innovadoras las declaraciones efectuadas de cuando en cuando por algunos de los dirigentes actuales del PNV a propósito de la posibilidad de que a corto plazo el País Vasco logre figurar como uno más entre los Estados que integran la Unión Europea. Posiblemente, tal y como es planteada, y aprovechando el factor de oportunidad que habitualmente la anima, la idea suele llamar la atención y alcanzar con creces el nivel de resonancia pretendido, aunque conviene reconocer que si la proclama es coherente con el arriesgado rumbo emprendido por el nacionalismo vasco democrático en los últimos meses, el fondo de la cuestión ni le resulta privativo ni debe situarse en el terreno estricto de una reivindicación fraguada al calor de sus circunstancias particulares sino que aparece conectado de lleno con la intencionalidad de una corriente mucho más amplia que hace mella en áreas específicas sumidas en una situación de progresivo debilitamiento geopolítico.


La década de los noventa se ha limitado, en efecto, a sancionar en determinados escenarios un proceso larvado con anterioridad a favor de una recomposición profunda, y quizá irreversible, de los cimientos que han asegurado durante décadas sus esquemas de inserción en las relaciones internacionales de equilibrio y, sobre todo, garantizado el respeto del “statu quo” establecido por los límites fronterizos, ya estuvieran fuertemente enraizados en la historia, o bien fuesen acordados tras la Segunda Guerra mundial. Un equilibrio sustentado con firmeza en la lógica del funcionamiento estatal, que, socialmente asumido de forma mayoritaria, se identifica con la aceptación del papel del Estado-nación como ese “modelo de organización globalizante”, definido Edgar Pisani en sintonía con el reconocimiento de las posibilidades abiertas por la sustitución de un sistema simplemente respetuoso de las reglas del juego económico, como el dominante hasta la crisis de los años treinta, por otro dispuesto al desempeño efectivo de una responsabilidad directa en la gestión de los mecanismos de reproducción social.


Sin embargo, a la vista de las tendencias observadas, el rechazo ferviente del sistema no está respondiendo tanto a las ineficiencias generadas por los excesos de la burocratización o a sus rigideces estructurales como a la puesta en entredicho de su capacidad como mecanismo regulador en el contexto de las premisas introducidas por la globalización, cuya dimensión económica va inevitablemente asociada a implicaciones políticas y territoriales de enorme magnitud. Entre ellas merecería resaltar el alcance que sin duda tiene la profunda revisión operada en los esquemas interpretativos de las funciones asignadas al Estado, a medida que su margen de maniobra y sus capacidades potenciales entran en conflicto con la presión ejercida desde los nacionalismos excluyentes que tratan de consolidar sus posiciones a partir de una retórica repetitiva y argumentalmente circular, con la confesada intención de convertirse en factores desencadenantes de un nuevo orden geopolítico, que encuentra su razón de ser y el fundamento de su existencia en el arrumbamiento de buena parte de los principios que hasta hace apenas una década habían hecho posible la etapa de crecimiento y estabilidad que Fourastié calificó como la de los “Treinta Gloriosos”.


En esencia, el apogeo de estos nacionalismos no es ajeno, en mi opinión, a la defensa de pautas de actuación regidas por un hilo conductor trenzado a partir de dos premisas esenciales, entre las que no es difícil percibir tan sutiles como estrechos vínculos de engarce. La primera se corresponde con la búsqueda de la competitividad a partir de los máximos niveles posibles de soberanía, entendida no sólo como el soporte político férreamente defensor de la identidad sino, ante todo, como la palanca capaz de garantizar una plena inserción en la lógica selectiva de la “economía-mundo”, libres de ataduras o dependencias amenazadoras de un objetivo que ha de ser logrado, y satisfactoriamente, a cortísimo plazo.


De ahí que la cuestión de la escala, planteada en términos de superficie, haya experimentado una valoración inversa a la que comúnmente se la había reconocido. Es decir, el tamaño se convierte más en un obstáculo que en una virtualidad dentro de un panorama frenéticamente condicionado por la concurrencia, lo que explicaría, en suma, la acreditación como recurso de la pequeña dimensión física, máxime cuando favorece el pleno dominio sobre el territorio, subraya el hipotético valor competitivo de la homogeneidad y fortalece aquellas economías de escala que en realidad interesan, es decir, las que una gran metrópoli o un sistema urbano particularmente dinámicos sean capaces de engendrar a partir de un poder centralizador de las iniciativas y de la atracción privilegiada de los flujos financieros transnacionales. Mas estas potenciales cualidades encuentran, por otro lado, un asidero perfecto en los argumentos que menosprecian la búsqueda de complementariedades con otros escenarios del propio Estado, desechando los vínculos procurados por una historia compartida, que de pronto se mixtifica o manipula para justificar actitudes renuentes a fórmulas de solidaridad, rechazadas por falaces, obsoletas o esterilizantes.


El mundo actual ofrece sobrados ejemplos de esta tendencia, unos en ciernes, otros ya en fase de avanzada consolidación. Pero es en Europa donde sin duda adquiere su plasmación más elocuente, al abrirse a un variopinto muestrario de situaciones en el que no parece ausente ninguno de los procesos susceptibles de adscribirse con mayor o menor fidelidad el comportamiento señalado, y de los que poca ambigüedad cabe admitir merced al esfuerzo de difusión mediática que sobre ellos y desde ellos se realiza.


Pascal Boniface nos acaba de recordar que si a comienzos de los años veinte el espacio europeo se distribuía en 23 Estados, delimitados entre sí por 18.000 Kms. de fronteras, en 1998 la cifra de entidades políticas soberanas asciende ya al medio centenar y a más de 40.000 los kilómetros del trazado fronterizo, como resultado de un proceso exacerbado durante la última década, en el que al desmantelamiento de la Unión Soviética se ha unido la fragmentación de Checoslovaquia y la brutal demolición de la Federación Yugoslava, como sus hitos más notables. Un panorama que, aunque con los inevitables y justos matices, no está desconectado de las pasionales proclamas de la Liga Norte italiana, que fundamenta su pretendido reconocimiento en la separación del Sur, o de las calculadas presiones a favor del “derecho a la autodeterminación” en algunas de las Comunidades Autónomas más prósperas de España, por más que su fortaleza económica no pudiera entenderse en el tiempo si no dentro del Estado en que se han encontrado históricamente insertas.


En cualquier caso, tras la reafirmación identitaria en la que con ahínco se arropan muchas de estas opciones subyace una voluntad de repliegue sobre sí mismas pero siempre con la mirada puesta en la estrategia más adecuada para facilitar la incorporación de sus ámbitos de actuación, y sin fisuras incómodas, a los postulados de la economía globalizada. Se convierten, por ello, en la expresión más representativa del engarce mecanicista que se produce entre lo global y lo local, tratando de poner al descubierto las aparentes disfuncionalidades que en este panorama de vínculos a gran escala presentan los Estados nacionales, no ya porque su intermediación o sus responsabilidades coordinadoras se antojen anacrónicas sino porque aparezcan drásticamente invalidados los objetivos reequilibradores y de resistencia que les competen frente a las distintas modalidades de segregación al que en ese mismo contexto propenden, fuera de todo mecanismo de control, sistemas socio-económicos y territoriales estructuralmente heterogéneos.


De ahí que, en el empeño por fragilizar el Estado – para llegar al “Estado mínimo”, tal y como lo ha descrito en estas mismas páginas por Gurutz Jáuregui- no sorprenda la insistencia obsesiva en el escenario integrado europeo entendido como el marco óptimo para el desenvolvimiento de esta estrategia, susceptible de verse arropada por las múltiples fórmulas de cooperación interregional o por las presiones incesantes a favor de rupturas graduales en pro de la soberanía. Mas también es cierto que si este discurso se acoge con fruición en la periferia europea a los planteamientos que preconizan el concepto de “Estado-Región” como el paradigma mejor conectado con la lógica de la economía global, no olvidemos que en el “centro” cada vez cobran más resonancia las reflexiones cautelosas o críticas frente a las sugerencias de cesión por el Estado de atribuciones y soberanía a las instancias comunitarias.