8 de septiembre de 2020

Los impactos espaciales de la pandemia

 


La pandemia que está trastocando el mundo en los inicios de la tercera década del siglo XXI ha contribuido con fuerza a la reactivación de reflexiones y debates que ya estaban latentes como reacción a los impactos provocados por la crisis financiera de 2008. Aunque las motivaciones de una y otra son distintas, no están ausentes de los rasgos y las tendencias que definen un panorama repleto de problemas irresueltos, que inducen necesariamente a la reflexión con fines interpretativos y correctores. Son, en esencia, grandes y perentorios desafíos intelectuales suscitados ante la necesidad de dar respuesta a problemas acuciantes que, de forma general, quedaron identificados con los efectos de la globalización, un fenómeno positivamente valorado en sus fundamentos básicos para acabar sometido a evaluaciones críticas, que incluso apuntan al fin del orden liberal globalizado,  y a la elaboración de propuestas alternativas, acordes con la necesidad de un modelo socialmente más equitativo, más sostenible desde el punto de vista ambiental y, por ende, fiel a los ineludibles compromisos a que obliga la lucha contra el calentamiento global, de gravedad creciente. Estamos asistiendo, y en un momento crítico de la geopolítica mundial, a una etapa abierta a la búsqueda de nuevos horizontes interpretativos, exigentes en autocrítica y en labor prospectiva de cara a una visión a medio y largo plazo de los procesos que han de afectar a las sociedades tanto individual como colectivamente.

Con la perspectiva temporal disponible resultan patentes las disrupciones que está trayendo consigo desde el punto de vista territorial hasta cimentar las bases de un replanteamiento de las realidades espaciales a partir de las nuevas formas de relación entre las sociedades y los entornos en los que se organizan y desenvuelven. No en vano el patógeno SARS-CoV-2 se ha convertido, como afirma Lussault, en un potente operador geográfico que incide sobre el Sistema-Mundo, dando lugar a transformaciones que en esencia se corresponden con una performance geográfica global. Convendría detenerse en lo que significa este fenómeno con el fin de apreciar el alcance de los cambios, ya producidos o en vías de hacerlo, en la configuración de las realidades espaciales, afectadas – o en vías de afectación - por rupturas flagrantes respecto a las tendencias consolidadas en la etapa previa al desencadenamiento de la peste.

            A modo de aproximación a un tema cuyos perfiles se encuentran todavía pendientes de constataciones bien definidas, cabe estimar que los procesos detectados gravitan en torno a tres tendencias fundamentales, que operan como argumentos determinantes de nuevos comportamientos y estrategias. Abiertos al debate, a la contrastación empírica y a la reflexión prospectiva, no son sino la plasmación de metamorfosis decisivas en las formas de vida y en la manera de entender las cambiantes relaciones que las sociedades mantienen con el espacio y con el tiempo. Un fenómeno solo entendible desde la visión del “tiempo largo de las epidemias”, de que habla Vigneron.

En un mundo hiperconectado la evolución de la enfermedad y la consecuente crisis sanitaria han puesto al descubierto la espectacular capacidad de propagación del virus, plenamente superado el condicionamiento de la distancia. El hecho de que los impactos hayan sido comprobados simultáneamente en escenarios tan distantes entre sí ha revalidado la percepción de un mundo compartido, entendible en su globalidad y complejidad, y en el que la difusión de la enfermedad elimina por completo la sensación limitativa de la discontinuidad fronteriza, por más que ésta se haya utilizado como medida profiláctica frente al contagio. Situados ante la epidemia más documentada de la Historia, se ratifica la envergadura de sus implicaciones merced al caudal de datos generados por la numerización masiva del conocimiento. No es posible sustraerse en un contexto así a la toma en consideración de sus manifestaciones espaciales como son las relacionadas con su incidencia en la exacerbación de las desigualdades sociales (en función del género, del nivel social y del origen geográfico), en el agravamiento de la brecha tecnológica como factor clave de diferenciación socio-espacial, en el deterioro de las formas de trabajo – “los trabajadores invisibles”, de que hablan Dagorn y Luxemburg -, en la afectación de las relaciones sociales y de la propia vida, que Durán ha calificado en estas páginas como “la servidumbre de los cuerpos”. Todo ello sin olvidar los contrastados niveles de calidad y efectividad de los servicios asistenciales, sometidos a presiones que han mediatizado su capacidad de respuesta para asumir el incremento exponencial de las necesidades a que se han enfrentado los sistemas públicos de atención sanitaria.  

- Por otro lado, los respectivos espacios de vida se han visto afectados de manera generalizada en función de los hábitos inducidos por el obligado confinamiento y el repliegue a favor de la salvaguarda de la privacidad como réplica a la aglomeración social, entendida como ámbito desestimable. La reclusión se atiene a la dosis de sacrificio y renuncia que antepone la seguridad a la libertad, como forma de autoprotección y como eliminación de las dudas e inseguridades que suscita el hecho de encontrarse ante una situación de riesgo letal e imprevisible. Si esta disyuntiva ha seguido respondiendo a los mismos esquemas valorativos que Watts planteaba en su Elogio de la inseguridad en los años cincuenta, no estaría de más invocar la elocuente y oportuno reflexión de Delumeau, para quien “la inseguridad no nace solo de la presencia de la enfermedad sino también de la desestructuración de los elementos que construyen el entorno cotidiano, en el que todo es diferente”.  

-Y, como observación aún pendiente de verificaciones contrastadas, no es descartable que el binomio espacio-tiempo se muestre en gran medida trastocado por las nuevas lógicas que tienden a alterar la configuración física de los territorios. A ello han de contribuir decisivamente dos factores decisivos: de un lado, las restricciones y cautelas aplicadas a uno de los soportes que en mayor medida han sustentado la dimensión del proceso globalizador, como es el ejercicio de la movilidad a todas las escalas, en la que el transporte colectivo aparece sujeto a profunda revisión; y, de otro, la modificación de las pautas de conducta asumidas por las personas y las empresas en un contexto propicio además a la recuperación de la confianza en el Estado. Sobre la confluencia de ambos procesos descansan nuevos horizontes estratégicos, cuyo alcance sorprende antes de que sus efectos se plasmen de manera explícita. Bien observables en las reestructuraciones habidas en el uso recreativo del espacio y en la intensificación del trabajo no presencial, no carecen de importancia los fenómenos que repercuten en la concepción, con criterios alternativos, de la ordenación de los ámbitos urbanos y rurales, así como de las interrelaciones producidas entre ambos, en el replanteamiento funcional de las actividades educativas o, como hecho de enorme trascendencia, en la proyectada reordenación de las cadenas mundiales de valor, mediante la revisión a fondo del modelo de integración asimétrica de la producción industral a que ha conducido un proceso deslocalizador hoy cuestionado al amparo de una mundialización en crisis.  Krastev lo ha señalado con gran expresividad: “ha hecho falta que llegara un virus para poner al mundo patas arriba”.

 

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