13 de diciembre de 2020

Miguel Delibes:De la sensibilidad por el mundo rural a la defensa del paisaje y la protección de la Naturaleza

 

Cuando se profundiza en el conocimiento de la obra literaria de Miguel Delibes, el observador se percata de que cuanto ha escrito constituye una réplica sabia y contundente a la visión estereotipada del concepto de la llamada “España vacía” – entendida como acepción aplicada a un espacio desertizado, cuando en puridad no lo está - en la que parecen haberse sumergido quienes de pronto han descubierto una realidad territorial y demográfica en la que solo unos pocos habían reparado mucho antes con el suficiente y acreditado conocimiento de causa y de las numerosas particularidades que encierra.  

El escritor vallisoletano siempre estuvo entre éstos, consciente de que la realidad es mucho más compleja de lo que a simple vista parece. Como tal se mostró coherente con una sensibilidad asentada en el espacio castellano, sobre el que labró y al que dedicó la mayor parte de su acervo creativo. Adentrarse en él ayuda a comprender hasta qué punto el conocimiento del mundo rural – ámbito prevalente de su obra, por más que se extienda también a otros temas y escenarios -  rehúye, desde el sólido estudio empírico de la realidad que le interesa describir, las simplificaciones y los argumentos basados en las intuiciones construidas meramente desde la lejanía urbana o la oportunidad del momento.

            De ahí emana esa capacidad para desentrañar los hechos y las circunstancias más relevantes de las realidades espaciales seleccionadas cuando, desde la humildad y el propósito de aceptarlas como son, el autor toma contacto con ellas sin prejuicio alguno y consciente de lo mucho que, merced a esta actitud abierta, puede aprender con el fin de darlas a conocer literariamente. Revela de ese modo un afán constante por observar, aprender y proyectar cuanto percibe o intuye, pues no otros son los objetivos perseguidos, debidamente coadunados. En el fondo, late en su ánimo no sólo la intención de plasmarlo por escrito sino, ante todo, de transmitirlo de la manera más fidedigna posible con destino a una sociedad que tal vez haya perdido, según él, la conciencia de lo que sucede en un mundo hacia el que detecta una preocupación cada vez más debilitada, cuando no se carece de ella.  Si en torno a esta idea básica gravita la parte sustancial de las experiencias analizadas y descritas por el autor, pretendo plantear en estas líneas una somera reflexión centrada en los tres aspectos que, a modo de muestra representativa y desde la óptica del geógrafo que me corresponde ejercer, avalan algunas de las más relevantes aportaciones extraídas, en mi opinión, de su obra.

            - Sorprende, en primer lugar, la profundidad, repleta de matices, con la que aborda las relaciones entre el ser humano y el entorno en el que su vida se organiza y desenvuelve. La simbiosis entre ambos elementos marca interesantes pautas interpretativas que ayudan a comprender la complejidad de los vínculos que se establecen entre la sociedad y el espacio, y que no pueden ser captadas al margen de una experiencia vital regida por pautas de relación armoniosa y equilibrada con la Naturaleza. Para Delibes el ámbito en el que esta situación se alcanza esencialmente es el espacio de la ruralidad, donde transcurren algunas de sus narraciones más celebradas. No en vano, la figura del campesino, sujeto fundamental de su obra, se identifica – tal y como destaca en Castilla, lo castellano y los castellanos (1979), con el que hecho de que “su vida y su razón de ser es la tierra, trabajar la tierra, sudar la tierra, morir sobre la tierra y, al final, ser cubierto amorosamente por ella”, pues, “la tierra forma parte de sí mismo”, insiste con reiteración.  Abundan los textos en los que conjuga un buen conocimiento del medio, de las actividades de que es objeto y de la psicología de los personajes. Y es que el ser humano, ratificado en su individualidad y sin perder la perspectiva del contexto social e histórico en que se inscribe, ocupa el centro de la escena que desea ofrecer o, lo que es lo mismo, el núcleo primordial de su universo paisajístico. 

Basta detenerse con detenimiento, y a modo de ejemplo, en las descripciones que traban Diario de un cazador (1955) para deleitarse con el sinfín de detalles característicos de la actividad más enraizada en las formas de aprovechamiento de los recursos naturales como es la caza. Bien es verdad que esta consideración del soporte físico como elemento indisociable de la vida humana, y que suele ser objeto de un tratamiento pormenorizado, no parte de una visión idílica, sino impregnada de una gran dosis de realismo y sinceridad, que generalmente conduce a su presentación literaria como un mundo hostil, marcado por las dificultades y las privaciones que hacen mella en las condiciones de vida y en las formas en que son experimentadas. Las palabras utilizadas por el Nini en Las ratas (1962) son de una expresividad impresionante, propias de quien es consciente de la dureza de cuanto le rodea a la vez que se siente fascinado por los rasgos y las estrecheces de esa misma realidad. Es algo que no debe sorprender cuando, como resalta en Castilla, lo castellano…, el carácter del castellano, que sorprendentemente atribuye a unadesconfianza apuntalada por razones climáticas” y “antes de serlo, antes de existir Castilla como tal Castilla, sea, desde su origen, austero, laborioso y tenaz” o, lo que es peor, “un hombre insatisfecho, receloso, que vive en perpetua zozobra”.

            - Por otro lado, y en estrecha simbiosis intelectual con lo señalado, cabría subrayar la valiosa contribución realizada por Delibes al conocimiento de los paisajes y de algunos de los componentes esenciales del legado cultural que lo avalan. En su obra aparecen, en efecto, bien captadas y tratadas las particularidades de la realidad paisajística que sirve de encuadre preciso a las experiencias noveladas. Por lo que respecta a la forma de diseccionar el ámbito de la vida campesina, son memorables las descripciones que realiza del ámbito de la llanura, matizando sobremanera la visión tópica tan reiterada por los autores del noventayocho. No en vano, el propio Delibes insistió en alguna ocasión en la necesidad de “desnoventayochizar” el campo castellano. Frente a la simplificación de que por autores conspicuos ha sido objeto ese tipo de espacio, se impone la descripción sin paliativos ni edulcoramientos. No tiene reparo en poner al descubierto un medio natural poco complaciente cuando se detiene en el paisaje de las llanuras. Si, como hace en Viejas historias de Castilla la Vieja (1964), habla de “la agónica, amarillez del desierto”, tampoco tiene reparos en identificar las superficies de páramo “como una inmensidad desolada”, de modo que “el día que en el cielo hay nubes, la tierra parece el cielo y el cielo la tierra, tan desamueblado e inhóspito es “. 

Es una percepción que mantiene arraigada en la memoria, pues “cuando yo era un chaval, el páramo no tenía principio ni fin, ni había hitos en él ni jalones de referencia. Era una cosa tan ardua y abierta que solo de mirarle se fatigaban los ojos”. A veces lo trata además como un escenario climáticamente hostil: “el valle en rigor no daba sino dos estaciones: invierno y verano, y ambas eran extremosas, agrias, casi despiadadas” (Siestas con viento sur, 1957).  Sin embargo, la dureza de la visión que le inspiran las llanuras, asociadas a la disposición de los valles, las campiñas y los páramos de la cuenca sedimentaria, y en las que no pierde la curiosidad que le suscitan cambios puntuales de la geología (“las piedras negras”) o la topografía (“la Mesa de los Muertos”), contrasta con la más gratificante y admirativa que la montaña le aporta. “Soy un gran amante del paisaje de la Montaña”, confiesa a César Alonso de los Ríos en una de las conversaciones recogidas en Soy un hombre de fidelidades (2010). Sin escatimar la crítica aplicada a los espacios montanos, que tanto valor le ofrecen como experiencia vital, diríase que Delibes siente fascinación por ellos: “A lo lejos por todas partes – apunta en El camino (1950) - las montañas, que según la estación y el clima alternaban su contextura pasando de una extraña ingravidez vegetal a una solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros. Las inmensas montañas con sus recias crestas recortadas sobre el horizonte imbuían a Moñigo una irritante impresión de insignificancia”. Asume así Delibes la dualidad característica del relieve de la región, tal vez matizada por la trascendencia que en todos los sentidos asigna a su borde montañoso más apetecido: el tramo castellano de la Cordillera Cantábrica, en el sector de las Montañas de Burgos que tanto nos han atraído a los geógrafos y que así las hemos definido y estudiado. Conviene subrayar que la gran atención prestada a los paisajes tiene el mérito de incorporar un valor adicional para su mejor comprensión y más atinada descripción. 

Sobresale con fuerza la importancia otorgada del lenguaje, el rescate de la palabra perdida o en desuso: he ahí otra de las grandes contribuciones a la dignificación cultural de los espacios que tantas motivaciones le procuraron.   Y lo hizo al dejar bien claro que “el camino es mi camino y lo que tengo que hacer es escribir como hablo, con pocos adornos”. De ahí su empeño, felizmente logrado, de crear un estilo propio, en el que ocupan un lugar destacado las palabras insertas en la descripción del territorio, las expresiones vernáculas, el argot ancestral, las denominaciones, los términos desaparecidos o cercanos al olvido que formaban parte del habla empleada en el universo apegado al aprovechamiento de la tierra. Y es que considero que el buen conocimiento del paisaje lleva al descubrimiento del lenguaje que le pertenece. La insistencia en evitar que ese patrimonio léxico quedase desvaído ha cristalizado en una tarea minuciosa, de la que Jorge Urdiales ha dejado constancia bien patente y sistematizada en las 326 palabras incluidas en su Diccionario del castellano rural en la narrativa de Miguel Delibes (2006), y en su posterior Castilla sigue hablando, que ha visto la luz el año conmemorativo del centenario del escritor. Por su parte, Ramón Buckley lo ha aseverado con rotundidad: “rescatar el castellano como lengua – o, si se prefiere, como la variedad dialectal del español que se habla en Castilla – ha sido la gran tarea de Delibes”.  

- No puede entenderse, por último, la congruencia de la obra delibesiana desde la perspectiva que he intentado desarrollar sin hacer alusión a las reflexiones centradas en el cuidado y el respeto que, a su juicio, la Naturaleza merece y necesita. De ello se hará eco en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, cuyo título, S.O.S. El sentido del progreso desde mi obra (1976), resume fielmente en el título las señales de alarma por las preocupantes expectativas que se ciernen sobre un medio físico que tiende a ser “envilecido”, a medida que “el hombre paso a paso ha hecho su paisaje amoldándolo a sus exigencias. Con esto el campo ha seguido siendo campo, pero ha dejado de ser naturaleza.” 

Es la expresión de una convicción no ajena a las advertencias que le suscitaron las reflexiones planteadas en 1968 por el Club de Roma sobre “los límites del crecimiento” así como las conclusiones obtenidas cuatro años después en la Conferencia de Naciones Unidas celebrada en Estocolmo, en la que, como el propio Delibes señala, “por primera vez se acepta que las posibilidades de regeneración del aire, la tierra y el agua no son ilimitadas; por primera vez se acepta la posibilidad de que nuestro mundo se vuelva inhabitable por obra del hombre”. Entendidas en el contexto de su obra, nada tienen de oportunismo ni de interesada adscripción a una corriente de moda. Reflejan, por el contrario, la manifestación inequívoca de una postura sincera, fiel a los retos del momento que le tocó vivir y sólidamente basada en la observación y en el conocimiento de cómo se comportan los procesos naturales, lo que le permitió entender la gravedad de los impactos a que pueden verse sometidos para pronunciarse, frente a ellos, por la defensa del “necesario equilibrio entre el hombre y la naturaleza en el futuro”. 

Son sensibilidades, en fin, que le acompañaron durante toda la vida y de las que, ante la “angustia” que le provoca el porvenir del planeta, dejará valioso testimonio en La tierra herida (2006), una obra curiosa en la que se reafirman sus principios conservacionistas a través de las interesantes conversaciones mantenidas con su hijo Miguel, y que precisamente comienzan con las reflexiones alusivas al cambio climático, que el escritor sustenta con atinado criterio en las llamativas percepciones y sensaciones físicas que obtiene de su propia experiencia personal al observar las contrastadas temperaturas de los veranos vividos en la villa burgalesa de Sedano. Otra manifestación más de las grandes aportaciones de Miguel Delibes a través del valor asignado a la omnipresencia de la Naturaleza.

16 de octubre de 2020

Miguel Delibes en 2020: advertencias y esperanzas

 


El Norte de Castilla, 16 de octubre de 2020 



¡Qué interesante hubiera sido conocer la opinión de Miguel Delibes sobre las experiencias vividas en el mundo a lo largo de 2020! ¡Cuántas enseñanzas podrían ser extraídas y aprendidas de las reflexiones críticas efectuadas por quien tan aguda e intensamente se mostró sensible, y al margen del tópico tan al uso, hacia cuanto sucedía a su alrededor! Conociendo su obra, y valorando la cualidad visionaria de muchas de las ideas vertidas en sus escritos, podemos imaginarlas, igualmente válidas, en el contexto del año en que los hechos que justifican esta reflexión coinciden con la conmemoración de su centenario. Es una buena ocasión, que no conviene desaprovechar, para aproximarnos a la interpretación de lo sucedido y de lo que se avecina con ayuda del legado del autor. Es esa percepción de “la tierra herida”, expresiva noción que identifica otra de sus obras, en este caso compartida con su hijo Miguel, la que cobra plena vigencia y conviene traer a colación en el momento en el que afloran los debates en torno a la pandemia de la covid 19 y la terrible conmoción provocada en la salud, en las actividades económicas y en las formas de vida de todo el mundo.  

            Hay textos en la obra de Delibes que constituyen una premonitoria llamada de atención sobre los hechos acaecidos en “el año que vivimos peligrosamente”, por analogía con el título de la interesante película de Peter Weir. Las señales de alarma, bien cimentadas en su propia experiencia,  se encuentran ya claramente definidas en el discurso de ingreso en la Real Academia Española, pronunciado en mayo de 1975 con el expresivo título El sentido del progreso desde mi obra, en el que plantea su preocupación por el hecho de que “la naturaleza mancillada se alza contra el hombre en abierta hostilidad”. Basta esa contundente reflexión para interpretar el alcance de las causas que explican la vulnerabilidad y los riesgos que amenazan al ser humano ante las reacciones que los impactos sobre la naturaleza ocasionan en las dinámicas de los seres vivos, dando origen a perturbaciones ecológicas, que periódicamente se materializan en fenómenos biológicos causantes de epidemias, consecuentes a los desequilibrios producidos en el funcionamiento de los ecosistemas. La magnitud de los efectos  asociadas a la pandemia y la diversidad de las implicaciones que desde todas las perspectivas ha traído consigo permiten calibrar de qué manera el año 2020 ha supuesto un periodo traumático singular en el que la crisis sanitaria, económica y financiera  y sus derivaciones nos han situado en un escenario de restricciones y cautelas que han modificado radicalmente las formas de entender las relaciones de la sociedad con el espacio y con el tiempo que nos ha tocado vivir.

            Si la perspectiva disponible después de estos meses arroja elementos de juicio suficientes para valorar las dimensiones de la catástrofe y sorprenderse por los errores cometidos y la ausencia de autocrítica, lo que más importa en estos momentos es utilizar la experiencia previa y la ahora adquirida como soporte sobre el que edificar un futuro diferente. Se trata de un futuro basado en la honesta toma en consideración de lo que aportan las advertencias recibidas, en el fortalecimiento de los instrumentos de supervisión y control, en la eficacia de la coordinación interinstitucional. Medidas todas ellas encaminadas a la corrección de los efectos más lesivos y, sobre todo, a sentar las bases – científicas, intelectuales y estratégicas – que hagan posible alentar una visión esperanzadora de que lo vivido en 2020 pueda cristalizar en la formación de una cultura del riesgo y de superación del miedo, capaz de configurar un horizonte más cauteloso con la dinámica de la Tierra y con los procesos que condicionan la evolución de sus componentes naturales.

            A partir  del interesante debate que enhebra las reflexiones expuestas en La Tierra herida, seguramente Miguel Delibes estaría de acuerdo en que los desafíos a asumir como reacción a la pandemia – ese “ataque planetario”, como lo ha calificado Schadeck - tienen que ver en parte nada desdeñable con la defensa de las sensibilidades y las prácticas que pone de manifiesto a través de su obra, coherente con la relevancia asignada a la naturaleza como testimonio de una preocupación sin fisuras y movido a su vez por el afán, a tenor de lo que el propio subtítulo de la obra subraya,  de dejar el mejor legado posible para las generaciones venideras. Es en este sentido como cabe entender la pertinente recuperación del pensamiento del autor de El camino para fundamentar la postura a favor de un mundo nuevo, asumiendo, mediante el conocimiento científico de los hechos y la acción política más idónea, las oportunidades de futuro que toda crisis provoca como respuesta a las severas lecciones recibidas. Es cierto que aún nos encontramos en un momento en el que las estimaciones de hacia dónde se encamina lo que ha de llegar se resuelven en un panorama repleto de contradicciones y ambigüedades, en el que las posiciones desalentadoras comparten titulares con las más proclives al optimismo y a la voluntad de presagiar un mundo mejor, no sumido en las superficialidades de la utopía. Mas también es obvio que en este ambiente de dudas e incógnitas aún por dilucidar, y a expensas de lo que la experiencia aconseje y las iniciativas públicas y privadas puedan racionalmente desplegar, no carece de sentido invocar la utilidad de esa “conciencia moral universal” que Delibes propuso en su discurso de ingreso en la RAE en 1975, cuando casi nadie hablaba de estos temas, al señalar que “esta conciencia que encarno preferentemente en un amplio sector de la juventud, que ha heredado un mundo sucio en no pocos aspectos, justifica mi esperanza”.

 

8 de septiembre de 2020

Los impactos espaciales de la pandemia

 


La pandemia que está trastocando el mundo en los inicios de la tercera década del siglo XXI ha contribuido con fuerza a la reactivación de reflexiones y debates que ya estaban latentes como reacción a los impactos provocados por la crisis financiera de 2008. Aunque las motivaciones de una y otra son distintas, no están ausentes de los rasgos y las tendencias que definen un panorama repleto de problemas irresueltos, que inducen necesariamente a la reflexión con fines interpretativos y correctores. Son, en esencia, grandes y perentorios desafíos intelectuales suscitados ante la necesidad de dar respuesta a problemas acuciantes que, de forma general, quedaron identificados con los efectos de la globalización, un fenómeno positivamente valorado en sus fundamentos básicos para acabar sometido a evaluaciones críticas, que incluso apuntan al fin del orden liberal globalizado,  y a la elaboración de propuestas alternativas, acordes con la necesidad de un modelo socialmente más equitativo, más sostenible desde el punto de vista ambiental y, por ende, fiel a los ineludibles compromisos a que obliga la lucha contra el calentamiento global, de gravedad creciente. Estamos asistiendo, y en un momento crítico de la geopolítica mundial, a una etapa abierta a la búsqueda de nuevos horizontes interpretativos, exigentes en autocrítica y en labor prospectiva de cara a una visión a medio y largo plazo de los procesos que han de afectar a las sociedades tanto individual como colectivamente.

Con la perspectiva temporal disponible resultan patentes las disrupciones que está trayendo consigo desde el punto de vista territorial hasta cimentar las bases de un replanteamiento de las realidades espaciales a partir de las nuevas formas de relación entre las sociedades y los entornos en los que se organizan y desenvuelven. No en vano el patógeno SARS-CoV-2 se ha convertido, como afirma Lussault, en un potente operador geográfico que incide sobre el Sistema-Mundo, dando lugar a transformaciones que en esencia se corresponden con una performance geográfica global. Convendría detenerse en lo que significa este fenómeno con el fin de apreciar el alcance de los cambios, ya producidos o en vías de hacerlo, en la configuración de las realidades espaciales, afectadas – o en vías de afectación - por rupturas flagrantes respecto a las tendencias consolidadas en la etapa previa al desencadenamiento de la peste.

            A modo de aproximación a un tema cuyos perfiles se encuentran todavía pendientes de constataciones bien definidas, cabe estimar que los procesos detectados gravitan en torno a tres tendencias fundamentales, que operan como argumentos determinantes de nuevos comportamientos y estrategias. Abiertos al debate, a la contrastación empírica y a la reflexión prospectiva, no son sino la plasmación de metamorfosis decisivas en las formas de vida y en la manera de entender las cambiantes relaciones que las sociedades mantienen con el espacio y con el tiempo. Un fenómeno solo entendible desde la visión del “tiempo largo de las epidemias”, de que habla Vigneron.

En un mundo hiperconectado la evolución de la enfermedad y la consecuente crisis sanitaria han puesto al descubierto la espectacular capacidad de propagación del virus, plenamente superado el condicionamiento de la distancia. El hecho de que los impactos hayan sido comprobados simultáneamente en escenarios tan distantes entre sí ha revalidado la percepción de un mundo compartido, entendible en su globalidad y complejidad, y en el que la difusión de la enfermedad elimina por completo la sensación limitativa de la discontinuidad fronteriza, por más que ésta se haya utilizado como medida profiláctica frente al contagio. Situados ante la epidemia más documentada de la Historia, se ratifica la envergadura de sus implicaciones merced al caudal de datos generados por la numerización masiva del conocimiento. No es posible sustraerse en un contexto así a la toma en consideración de sus manifestaciones espaciales como son las relacionadas con su incidencia en la exacerbación de las desigualdades sociales (en función del género, del nivel social y del origen geográfico), en el agravamiento de la brecha tecnológica como factor clave de diferenciación socio-espacial, en el deterioro de las formas de trabajo – “los trabajadores invisibles”, de que hablan Dagorn y Luxemburg -, en la afectación de las relaciones sociales y de la propia vida, que Durán ha calificado en estas páginas como “la servidumbre de los cuerpos”. Todo ello sin olvidar los contrastados niveles de calidad y efectividad de los servicios asistenciales, sometidos a presiones que han mediatizado su capacidad de respuesta para asumir el incremento exponencial de las necesidades a que se han enfrentado los sistemas públicos de atención sanitaria.  

- Por otro lado, los respectivos espacios de vida se han visto afectados de manera generalizada en función de los hábitos inducidos por el obligado confinamiento y el repliegue a favor de la salvaguarda de la privacidad como réplica a la aglomeración social, entendida como ámbito desestimable. La reclusión se atiene a la dosis de sacrificio y renuncia que antepone la seguridad a la libertad, como forma de autoprotección y como eliminación de las dudas e inseguridades que suscita el hecho de encontrarse ante una situación de riesgo letal e imprevisible. Si esta disyuntiva ha seguido respondiendo a los mismos esquemas valorativos que Watts planteaba en su Elogio de la inseguridad en los años cincuenta, no estaría de más invocar la elocuente y oportuno reflexión de Delumeau, para quien “la inseguridad no nace solo de la presencia de la enfermedad sino también de la desestructuración de los elementos que construyen el entorno cotidiano, en el que todo es diferente”.  

-Y, como observación aún pendiente de verificaciones contrastadas, no es descartable que el binomio espacio-tiempo se muestre en gran medida trastocado por las nuevas lógicas que tienden a alterar la configuración física de los territorios. A ello han de contribuir decisivamente dos factores decisivos: de un lado, las restricciones y cautelas aplicadas a uno de los soportes que en mayor medida han sustentado la dimensión del proceso globalizador, como es el ejercicio de la movilidad a todas las escalas, en la que el transporte colectivo aparece sujeto a profunda revisión; y, de otro, la modificación de las pautas de conducta asumidas por las personas y las empresas en un contexto propicio además a la recuperación de la confianza en el Estado. Sobre la confluencia de ambos procesos descansan nuevos horizontes estratégicos, cuyo alcance sorprende antes de que sus efectos se plasmen de manera explícita. Bien observables en las reestructuraciones habidas en el uso recreativo del espacio y en la intensificación del trabajo no presencial, no carecen de importancia los fenómenos que repercuten en la concepción, con criterios alternativos, de la ordenación de los ámbitos urbanos y rurales, así como de las interrelaciones producidas entre ambos, en el replanteamiento funcional de las actividades educativas o, como hecho de enorme trascendencia, en la proyectada reordenación de las cadenas mundiales de valor, mediante la revisión a fondo del modelo de integración asimétrica de la producción industral a que ha conducido un proceso deslocalizador hoy cuestionado al amparo de una mundialización en crisis.  Krastev lo ha señalado con gran expresividad: “ha hecho falta que llegara un virus para poner al mundo patas arriba”.

 

12 de julio de 2020

Miguel Angel Troitiño


Este texto forma parte de la publicación destinada a preservar la memoria de Miguel Ángel Troitiño Vinuesa, Catedrático de Geografía Humana de la Universidad Complutense de Madrid, fallecido el mes de mayo de 2020 como consecuencia de la covid 19. La obra será presentada en Madrid en el mes de septiembre. 




Fueron muchas las cualidades que, a lo largo de una relación mantenida de forma esporádica y siempre alentadora durante casi cinco décadas, fui descubriendo en el prestigioso geógrafo Miguel Ángel Troitiño Vinuesa. Entre ellas, destacaría fundamentalmente cuatro: la bondad personal, el rigor y la honestidad intelectuales, la sensibilidad hacia los problemas del mundo y de la época que le habían tocado vivir, y sus firmes convicciones sobre la responsabilidad social y cultural de la Geografía. En torno a estos rasgos, imbricados plenamente en su forma de ser y de trabajar, desearía articular la presentación de las ideas y las experiencias que tuve la fortuna de compartir con Miguel Ángel. Están apoyadas tanto en la coincidencia temporal en que se desarrollaron, pues no en vano nos unía también la edad, como en las preocupaciones decantadas hacia temas de interés común, sin olvidar el hecho de que ambos pertenecíamos a la misma escuela de formación en el campo de la Geografía, fieles a las directrices de un prestigioso magisterio, gratamente asumido, cimentado en la figura y en el poderoso legado intelectual de Don Manuel de Terán y de sus discípulos más relevantes. Desearía, para concretar, centrar la atención en varios aspectos que considero pueden ilustrar sobre la personalidad del excelente compañero y amigo que nos ha dejado.
            Traeré a colación, para comenzar, los recuerdos que me vinculan a la figura de Troitiño a raíz de los primeros contactos mantenidos a finales de los años setenta, cuando los frecuentes viajes a Madrid venían obligados por las exigencias académicas y administrativas del momento. La incomodidad de los desplazamientos quedaba compensada por las oportunidades que al propio tiempo abrían las Universidades madrileñas para conocer a los compañeros y colegas sumidos en las mismas inquietudes provocadas por las incertidumbres a que se enfrentaba la vida universitaria en los años de transición a la democracia. Esos viajes, relacionados con la asistencia a lectura de Tesis Doctorales, con la asistencia a coloquios y reuniones y con la celebración de oposiciones a cuerpos docentes abrían valiosos horizontes y satisfactorias oportunidades a la investigación y al conocimiento de los colegas procedentes de todas las Universidades del país. Madrid fue en aquellos años un valioso lugar de confluencia personal e intelectual.   Fue en ese contexto en el que tuve la oportunidad de conocer a Miguel Ángel con motivo de una visita celebrada en la Universidad Complutense, en la que acompañé a mi maestro, Jesús García Fernández, para asistir a una de las reuniones en las que se trató la conveniencia de crear una Asociación de geógrafos. Entre los compañeros con los que nos cruzamos en aquel momento en la Facultad de Geografía e Historia recuerdo a Eduardo Martínez de Pisón, Dolores Brandis, Aurora García Ballesteros, Casildo Ferreras y Miguel Ángel Troitiño. Fue Aurora quien me lo presentó. El encuentro fue breve, pero marcó el punto de partida de una relación basada en la confianza y en las sensibilidades compartidas. La primera conversación que mantuve con Troitiño hizo referencia a nuestras respectivas situaciones profesionales, a pocos años de haber presentado la Tesis Doctoral, y a la conveniencia de respaldar la puesta en marcha de la Asociación, sobre la que el compañero recién conocido tenía propuestas e ideas tan pertinentes como acertadas. Convencido de que esa iniciativa podía contribuir a fortalecer el conocimiento mutuo entre los geógrafos, a la defensa de la posición de la Geografía en el campo de la formación y de la actividad profesional, recuerdo la vehemencia con la que expuso estas ideas a Jesús García Fernández, que poco tiempo después sería elegido primer presidente de la Asociación de Geógrafos Españoles (AGE).
            A lo largo de la vida fueron varias las ocasiones en la que tuve oportunidad de seguir la trayectoria de Miguel Ángel, comprobando la coherencia de sus planteamientos y la fidelidad a unos objetivos netamente marcados. En esencia, y con la perspectiva que aporta el tiempo transcurrido, creo que muchos estaremos de acuerdo en reconocer que Troitiño fue uno de los primeros geógrafos españoles en defender la presencia de la Geografía en las reflexiones y debates que contribuyesen no solo al mejor conocimiento del territorio sino también a su ordenación de acuerdo con criterios respetuosos con sus rasgos distintivos y la preservación de los valores que lo identificaban. Aunque no se hablaba aún de sostenibilidad ni de impacto ambiental en los términos aplicados actualmente a ambos conceptos, lo cierto es que el sentido que ambas nociones ofrecen han estado siempre presentes en la obra de nuestro compañero, que las supo transmitir con la convicción y la solvencia que todo intelectual riguroso pone en los principios que defiende y preconiza. Basta un seguimiento detallado de su producción intelectual para darse cuenta fidedigna de todo ello.
            Tales planteamientos se vieron plasmados a través de las orientaciones temáticas que encauzaron su sensibilidad y su quehacer como geógrafo. Como son de todos conocidas, me limitaré a apuntar, a partir de los recuerdos acumulados y de las notas que a lo largo de la vida he ido tomando, aquellas aportaciones que particularmente me han resultado más aleccionadoras y que, precisamente por esa razón, constituyen una parte fundamental de su legado, bien perceptible en la bibliografía que perdura su memoria. Como manifestaciones indelebles de su labor como geógrafo siempre tendremos presente la formidable contribución realizada sobre el conocimiento de esa dimensión tan decisiva desde la perspectiva del desarrollo territorial que gravita en torno a la noción de Patrimonio. Hay que reconocer el carácter pionero e innovador que en esta línea de investigación tuvieron los trabajos de Troitiño. Mucho antes de que afloraran las sensibilidades sobre la importancia de elementos considerados decisivos como valores territoriales a preservar, e incluso adelantándose a los reconocimientos jurídicos que cobraron entidad específica en España en la Ley del Patrimonio de 1985, las aportaciones de este Catedrático de la Universidad Complutense sobre el tema fueron decisivas.
             Los foros en que se plasmaron dieron cuenta fidedigna del interés manifestado por las palabras y las ideas de Miguel Ángel por parte de profesionales de las diferentes ramas del saber relacionadas con dicha temática. Le recuerdo exponerlas con brillantez y atinado sentido de la polémica en numerosas intervenciones. Las descubrí por primera vez en la Academia de San Quirce de Segovia, en unas Jornadas organizadas por Eduardo Martínez de Pisón a comienzos de los años ochenta. Inolvidables me parecieron la solidez de los argumentos utilizados, la claridad expositiva, la rigurosa y bien seleccionada erudición con la que deleitó al auditorio, haciendo uso de su pausada forma de presentar las ideas con su voz inconfundible. Fueron características esenciales y formales que tuve oportunidad de apreciar con frecuencia en otros ámbitos, en los que su presencia era fundamental: en los coloquios nacionales de Geografía y en los organizados por el Grupo de Geografía Urbana de la AGE, que inspiró y dirigió durante años, en el Instituto de Urbanística de la Universidad de Valladolid, del que formó parte y en el que siempre fue una figura admirada y reconocida, en conferencias y mesas redondas en los más diversos escenarios…y, como emocionada evocación lo planteo, en las excursiones y trabajos de campo, realizados en el marco de actividades de carácter científico o como tarea indisociable de la labor docente. En este sentido, considero que logró y marcó un estilo propio a través de las explicaciones efectuadas sobre las Ciudades Patrimonio de la Humanidad, a las que dedicó una atención tan continuada como fecunda. El tándem formado con Antonio Campesino ha dejado una huella imborrable en mi memoria. El complemento entre ambos era tan atractivo como interesante. Observarles dando a conocer los aspectos patrimonialmente más significativos de Salamanca y Cáceres aportaba una sensación de autoridad, confianza y buen hacer que dignifica gratamente la labor de los geógrafos. Es la misma, en fin, que permite dejar constancia y resaltar la proyección conseguida por Miguel Ángel Troitiño en el complejo y controvertido panorama de la Ordenación del Territorio. Fue de los primeros profesionales de la Geografía, un verdadero pionero, que sintió la necesidad de involucrar los compromisos de nuestra disciplina con las posibilidades de un concepto en el que sinceramente creía, consciente de la necesidad de asumirlo con reto ineludible en un país como España tan poco respetuoso con la defensa cualitativa y visión a largo plazo de sus políticas – públicas y privadas -  con impacto territorial. Las convicciones adquiridas al respecto quedaron bien patentes en su trayectoria académica, en su obra científica y en las colaboraciones e intervenciones mantenidas con entidades e instituciones, donde su palabra y sus escritos eran debidamente atendidos. Basta remitirse a los estrechos vínculos mantenidos con FUNDICOT, a su presencia en algunos de los encuentros del CONAMA, donde coincidimos varias veces, o al valioso asesoramiento prestado a la puesta en marcha de la primera Ley de Ordenación del Territorio de Castilla y León (1998). Invitado por el gobierno regional, y a sugerencia mía, a la reunión mantenida en el Instituto Rei Afonso Henriques de Zamora, donde se debatió el tema, las propuestas presentadas por Troitiño,  y de las que aún  conservo anotaciones, son de lo más sólido, serio, innovador y consistente de cuantas he tenido ocasión de conocer en torno a las posibilidades y los horizontes a que ha de abrirse una bien entendida y planteada Ordenación del Territorio en el ámbito de un espacio tan repletos de desafíos en este sentido como es la Comunidad Autónoma de Castilla y León. 
            Ello me permite enlazar, para concluir, con las sensibilidades mostradas por Miguel Ángel con la región más extensa de España. Recuerdo haberlo comentado con él durante la jornada de homenaje que la Universidad de Salamanca ofreció al gran maestro Ángel Cabo Alonso el 9 de abril de 2015. Fue un encuentro memorable, repleto de añoranzas y complicidades. Nos acercábamos ya a la jubilación y, sin pretenderlo, aunque complacidos, durante un rato afloraron los recuerdos y los temas de interés común, que, como es lógico, no eran ajenos a los espacios en los que confluían las sensibilidades acumuladas y a las que en modo alguno queríamos renunciar. Fue una buena ocasión para reflexionar sobre nuestra responsabilidad como geógrafos, para analizar el papel de la Geografía en la enseñanza y en la salvaguarda de los valores territoriales, para ponderar la importante ejecutoria de la AGE, para comentar los problemas y las transformaciones observados en el territorio castellano y leonés. A modo de colofón hizo el macizo de Gredos hizo su aparición en las conversaciones. Hablamos de Ávila, de El Arenal, del Valle del Tiétar, de los espacios inmensos y apetecidos de la Cordillera Central, que tanto le apasionaba. Recordamos nuestras reflexiones compartidas cuando en 1994 coincidimos en Segovia en las Jornadas sobre el Paisaje, que enfáticamente trataron sobre el “Desarrollo Integral de las Áreas de Montaña”.  El habló de Gredos, yo del Guadarrama, embarcado como estaba entonces en un proyecto sobre el Plan Especial de la Sierra. Cuando escribo estas líneas, atendiendo a la feliz iniciativa de recordar a Miguel Ángel Trotiño, y agradecido por la invitación que a participar en ella me hace Joaquín Farinós, no puedo por menos de imaginar su figura contemplando el bellísimo panorama que se divisa desde el Puerto del Pico sin poder evitar la nostalgia y la sensación de pérdida que provoca la ausencia del compañero y del amigo al que tanto echaremos de menos.

2 de junio de 2020

Automoción, territorio e industria




Una de las mayores frustraciones de la industrialización española ha consistido en su incapacidad para consolidar una industria automovilística bajo liderazgo propio, pese a haber logrado poner en marcha importantes iniciativas en el que ha sido uno de los emblemas esenciales de la producción industrial – como “la industria de las industrias” ha sido definido - en el siglo XX. Constituye sin duda la manifestación más representativa de la pérdida del control estratégico en que se encuentra sumido el panorama industrial español, como bien se destaca en el gráfico. 



Publicado en el excelente artículo de Javier Jorrín:  https://www.elconfidencial.com/economia/2020-06-06/desindustrializacion-espana-industria-politica-industrial_2626912/

Por lo que respecta al sector de la automoción, es bien sabido que su trayectoria en España, coherente con el alto nivel alcanzado por la ingeniería, arroja desde la última década del siglo XIX, experiencias interesantísimas, que forman parte de la mejor historia tecnológica de nuestro país. Sorprende, sin embargo, comprobar cómo numerosos testimonios históricos centrados en la fabricación de vehículos automóviles (Hispano Suiza, SEAT, FASA, Motor Ibérica, ENASA, etc.…) no hayan cristalizado en una estable dotación productiva, abierta al amplio mundo de interrelaciones tecnológicas y mercantiles articuladas por el sector y a la vez organizadas sobre la base de las directrices promovidas desde el propio país. Basta con fijarse en el modelo francés, tan próximo geográficamente a España como alejado desde la perspectiva de su capacidad para tomar decisiones que inciden sobre las perspectivas de una actividad conmocionada por factores que auguran un horizonte de cambio trascendental en todo lo que rodea a la cultura del automóvil.

            Las transformaciones van asociadas a dos tendencias bien conocidas, que conviene recordar de nuevo. La primera tiene que ver con las directrices del sistema empresarial, estructurado en función de grandes grupos configurados mediante poderosas alianzas, y dotados de poderosas economías de escala, requeridas tanto por la magnitud de las inversiones como por la necesidad de afrontar los altos niveles de competitividad a que obliga la fuerte competencia internacional. Si la estructuración oligopolística del sector aparece ya claramente fraguada en la última década del siglo XX – de 1999 data la alianza entre Renault-Nissan-Mitsubishi -, las directrices empresariales habrán de verse fuertemente condicionadas por los objetivos aplicados a lo que, en términos generales, se ha denominado “la nueva movilidad”, entendiendo como tal el conjunto de procesos e innovaciones que han de plasmarse en un nuevo tipo de vehículo acomodado a los compromisos internacionales contra el calentamiento global y a las exigencias propias de las nuevas modalidades de comportamiento del mercado y de integración sostenible del transporte en el espacio urbano.

            Nos encontramos en un momento crucial, en el que cabe prever tensiones muy fuertes en consonancia con la magnitud de las estrategias adoptadas por las empresas dentro de la perentoriedad con que han de ser acometidas en un contexto agravado además por la fuerte caída de la demanda como consecuencia de la catástrofe sanitaria, que añade un importante factor de perturbación a las tendencias críticas del mercado. Bajo estas condiciones el futuro de la fabricación automovilística tiende a acomodarse a las nuevas premisas, que han de conjugar la defensa de la calidad ambiental con el afianzamiento de la posición competitiva de los grupos, en sintonía con la normativa europea sobre control de emisiones aplicables durante la década 2020 y las restricciones sobre la comercialización de vehículos de combustión limitados al horizonte 2040. Así se justifica el intenso y generalizado proceso de readaptación a que se encuentra sometida la fabricación y la comercialización de un producto simbólico, en proceso de drástica revisión tecnológica y sometido a desafíos cruciales como son la necesidad de hacer frente a un mercado crecientemente competitivo, la imperiosa obligación de acometer ineludibles programas innovadores, orientados a la prestación de nuevos servicios y a la diferenciación del producto, la fuerte incidencia provocada por el incremento de la productividad sobre el empleo y, por ende,  la distribución geográfica de la fabricación, en la que tienden a primar criterios selectivos tanto en calidad como en costes.

            En torno a este último aspecto gravita el debate sobre la posición que ha de ocupar España en este nuevo escenario, partiendo del hecho de que nuestro país ocupa una de las primeras posiciones en la producción de automóviles como segundo fabricante europeo y a la que se asocian 280.000 empleos directos y cerca de dos millones de inducidos.  Si la relevancia de los datos evidencia el alto grado de competitividad alcanzado por el sector en las instalaciones existentes, su continuidad va a estar necesariamente unida a la preservación de los factores que la han acreditado en el tiempo. El problema estriba en que esa renta de localización tan eficientemente conseguida solo puede estar garantizada si se apoya firmemente sobre dos pilares esenciales. De un lado, precisa de la puesta en práctica de una política industrial, de la que el país no se ha dotado de acuerdo con los ejes que en la actualidad definen una política industrial innovadora - y cuyas carencias han quedado puestas en evidencia con el cierre de la factoría Nissan  en Barcelona -, fortalecida con los requisitos e instrumentos de gestión y cooperación que el concepto exige, y teniendo en cuenta asimismo una estrategia defensora del fortalecimiento y de la diversificación del tejido industrial; y, de otro, esa estrategia debe enmarcarse  en la línea desplegada por Alemania y Francia, en coherencia con el compromiso de revitalización industrial de la Unión Europea, consistente en modernizar la política de competencia mediante la adaptación de las normas sobre ayudas estatales y a favor del desarrollo de la actividad fabril. 

Este engarce va a requerir una firme política de negociación por parte del Estado español en el contexto comunitario al amparo de la utilización del fondo europeo destinado a ese fin, de modo que dichas ayudas no queden circunscritas a los países donde radican los centros de decisión empresarial sino respaldando al propio tiempo la cadena de valor consolidada merced a las plantas ubicadas en los territorios que, como sucede en España y en nuestra región, han logrado acreditar una sólida fortaleza productiva en un sector como el del automóvil, obligado a una readaptación profunda de modelos y estrategias.


14 de mayo de 2020

Cambios y fidelidades en el acceso a la cultura








Entre las múltiples lecciones extraídas de la experiencia vital de lucha contra la pandemia, parece pertinente llamar la atención sobre las que previsiblemente van a traer consigo un replanteamiento de las relaciones mantenidas con la cultura, lo que nos va a permitir valorar hasta qué punto este suceso va a suponer una discontinuidad respecto a las que han definido nuestros hábitos culturales antes del desencadenamiento de la crisis sanitaria, que asuela y desestabiliza profundamente el mundo de nuestros días. 

Es una preocupación que ha de ser  entendida no como la expresión de un abatimiento, por más que las manifestaciones de la crisis que estamos observando resulten demoledoras, sino como aliciente justificativo de reflexiones encaminadas a no desfallecer en la valoración de la cultura como el mejor soporte para afrontar la tragedia en la que nos estamos sumidos por el impacto de la Covid19. Por eso, cuando recorremos las calles vacías, observamos que los teatros y los cines están cerrados, nos detenemos ante las puertas clausuradas de los museos y las librerías o nos acercamos, consternados, a las salas que no hace tanto tiempo acogían los actos y las convocatorias relacionados con las cuestiones más diversas, tenemos la sensación de que algo muy importante de nuestras vidas nos ha sido arrebatado, y que nadie cabía suponer. Esperemos que no sea para siempre. Y es que queremos pensar que se trata de una situación temporal, que el paréntesis va a alargarse hasta que la lucha médica contra la enfermedad neutralice sus efectos, pero en estos momentos resulta imposible hacerse una idea del tiempo que haya de transcurrir hasta que eso suceda. En cualquier caso, y con independencia de cuando se alcance la normalidad deseada, no cabe duda de que la experiencia vivida ha aportado desde la perspectiva cultural varias consideraciones aleccionadoras. De momento, me detendré fundamentalmente, y de manera sucinta, en las que considero más significativas.  

Como primera observación a tener en cuenta, parece razonable la aportada por Paolo Giordano cuando afirma que, pese a las circunstancias excepcionales en que nos encontramos, y que propenden al afianzamiento de la individualización de la vida como factor de seguridad, la pandemia puede que contribuya a fortalecer el sentimiento de pertenencia a una comunidad de intereses, preocupaciones y afanes compartidos, susceptibles de materializarse a todas las escalas. Situados ante un escenario en el que la crisis sanitaria se dentifica como un problema de dimensión global, en el que la información no deja de acentuar el sentido de los vínculos anudados en torno a una tragedia que con enorme rapidez ha rebasado las fronteras, la cultura se convierte, en sus diversas manifestaciones, en el elemento capaz de vertebrar ese deseo de conocimiento apoyado en los valores culturales entendidos como un patrimonio favorecedor de la supervivencia, y cuyo conocimiento nos aproxima a la valiosa riqueza cultural del mundo que nos ha tocado vivir cuando finaliza la segunda década del siglo XXI.

Por otro lado, percibo que estamos asistiendo a una gran paradoja. No deja de ser sorprendente el hecho de que, mientras observamos el gran deterioro económico ocasionado por el confinamiento en las diferentes manifestaciones de que es capaz la creatividad cultural, aumenta la conciencia de que la cultura constituye un producto de primera necesidad, indispensable para hacer frente a la soledad y dar sentido al mucho tiempo de que se dispone durante el aislamiento y la distancia socio-espacial obligada. En esas circunstancias, se explica fácilmente la tendencia al consumo intensivo de cultura que seguramente ha caracterizado la forma de ocupar el tiempo para muchos durante el confinamiento. Las opciones para hacerlo son tan numerosas como las oportunidades a nuestro alcance, brindadas por las omnipresentes herramientas que sustentan la digitalización de la sociedad y de sus formas de vida. Al amparo de Internet y, en conjunto, de la capacidad de transmisión del conocimiento y de la imagen posibilitada por el complejo tecnológico, el ciudadano ha podido tener a su disposición cantidades inimaginables de contenidos culturales, que han podido colmar con creces y en todo momento las apetencias de descubrimiento y formación. Todo o casi todo ha estado a su servicio sin salir de casa, lo que ha proporcionado una idea de autosuficiencia que ha contribuido a afianzar esa exigencia de privacidad que los temores al contagio han transmitido con una fuerza argumental que no admitía réplica.

Cabe preguntarse, sin  embargo y para completar de momento la reflexión, si las percepciones que esta sensación paradójica está provocando pueden contribuir a la redefinición de los vínculos interactivos que la sociedad ha de mantener en adelante con la cultura a partir de la contradicción que supone disfrutar del inmenso caudal de bienes culturales a su alcance mientras acepta que la brutal crisis sufrida por el sector, y las desatenciones de que es objeto, pueden llegar a ser asumidas como algo inevitable o, peor aún, irreversible. Si es así, creo que nos enfrentamos a un serio problema, que tal vez ponga en peligro uno de los pilares sobre los que descansa el buen funcionamiento y la calidad de la vida social en nuestros días y de cara al futuro. Resumiendo, diría que la cuestión principal estriba en no perder la fidelidad a los hábitos que han caracterizado hasta ahora las formas de acceso a la cultura precisamente porque, más allá de la satisfacción personal que proporcionan y los contactos que propician, significan la preservación de los engarces afectivos y de enriquecimiento mutuo en el contexto de una sociedad culturalmente estructurada, plural y activa. 

Se trata, en otras palabras, de levantar en un contexto de emergencia - sobre el que la UNESCO ha realizado interesantes aportaciones -  la voz en pro del enriquecimiento de la formación  y de la creatividad cultural teniendo muy presente el sentido de la convivencia que proporciona hacer uso de la cultura en los entornos físicos en los que se crea, se organiza y se materializa. Y es que cuesta mucho apreciarla en toda su riqueza de matices y en toda su dimensión creadora y cualificadora de sensibilidades al margen de su contexto espacial, ya que no en vano espacio y cultura han de seguir siendo realidades indisociables, so pena de vernos inmersos en las desazones de una permanente distopía. 

1 de mayo de 2020

¿Hacia un turismo creativo y de baja densidad?





El Norte de Castilla, 13 mayo 2020



Son muy interesantes los debates acerca de los impactos que la crisis sanitaria va a provocar en el sector turístico español, del que depende,según el Banco Mundial, el 15 % del PIB y cerca de tres millones de empleos. Comprobado que se trata de una de las actividades más afectadas por la pandemia, la preocupación aparece centrada, como es lógico, en las expectativas abiertas con vistas al horizonte de recuperación que habrá de producirse en un plazo que nadie puede prever aún con precisión. Si son muchas las variables que condicionan la realización de los diagnósticos, mayor grado de indefinición plantea el enfoque prospectivo, es decir, el que pondera el sentido de la tendencia en función de la diversidad de elementos y factores que determinan la estructura asociada a la economía del ocio y de la recreación, ante la previsible modificación de los comportamientos inducidos por el uso lúdico del espacio. 

            Las preocupaciones suscitadas por el futuro del turismo obligan a hacer un esfuerzo de reflexión estratégica, que compromete a toda la sociedad. No en vano nuestro país se sitúa en una de las posiciones más destacadas del mundo como foco de atracción de la demanda sobre la base de una oferta espectacular y posiblemente única internacionalmente en virtud de la dimensión y las particularidades geográficas – natural y cultural; insular y peninsular; litoral e interior - que presenta cuando se analiza desde la perspectiva del conjunto del territorio. De ahí que, teniendo en cuenta que todas las regiones españolas – ya sea en el ámbito urbano o rural - presentan en mayor o menor medida un acervo  turístico significativo y, por tanto, una dependencia nada desdeñable de los efectos que social y económicamente genera, parece plenamente justificada la preocupación que el problema suscita, con la conciencia además de que no serán pocos los cambios que vayan a producirse en la forma de concebir y gestionar el formidable potencial acumulado y hoy sumido en una crisis que jamás pudimos imaginar.

            Las estrategias para superarla priman en el orden del día de la normalidad deseada, ya que es impensable marcar una moratoria de recuperación excesivamente dilatada ante la necesidad de dar satisfacción,  o al menos, aportar una dosis de confianza hacia el futuro, a los numerosos intereses legítimos en juego. Por lo que se observa y por las declaraciones de sus principales portavoces, son estrategias que se asumen con un alto grado de voluntarismo e incluso de ansiedad, pero también con el convencimiento de que las magnitudes logradas por el turismo en España en la última década son difícilmente alcanzables durante algún tiempo. Y es que resulta evidente la toma de conciencia de que muchas de las pautas que han definido la organización del modelo en España van a estar sometidas a una revisión de carácter eminentemente cualitativo que, como es lógico, habrá de repercutir en aspectos cuantitativos esenciales, con efectos ostensibles tanto en la costa como en las áreas de interior.

            Si en ambos casos la reactivación tendrá que ajustarse a la obligada adaptación de las instalaciones a los requisitos impuestos por la seguridad frente al riesgo de contagio, cabe plantear hasta qué punto las tendencias percibidas van a tener respuesta, y de qué manera, en uno y otro escenario. Las investigaciones que, con sentido prospectivo, analizan los posibles cambios que han de producirse en los espacios litorales, destacan en estos momentos – en todo el Mediterráneo europeo, aunque particularmente en España -  las incógnitas a que se enfrentan, ya que la reconversión viene condicionada por los importantes intereses en juego, la dimensión de los equipamientos existentes y las posibles reducciones de la demanda de origen extranjero, en virtud de las previsiones a la baja de la movilidad internacional con fines recreativos.  Es probable que en este caso el comportamiento de la demanda obligue a orientar el proceso de remodelación mediante importantes ajustes, con la certeza de que el modelo, que creíamos consolidado, de sol y playa experimente sensibles modificaciones respecto a los excesos conocidos hasta ahora.

            Bajo a estas premisas, aunque sólo la experiencia podrá clarificar su grado de efectividad, no es aventurado plantear hasta qué punto la dualidad que ha distinguido geográficamente la actividad turística puede tender a una redefinición de sus horizontes al amparo de las nuevas formas de viaje y relación que la sociedad trate de establecer con el entorno, en función de una movilidad más selectiva y cautelosa. Nada tendría de extraño que cobrasen fuerza creciente y nueva dimensión las apetencias relacionadas con la sensibilidad ambiental, con el placer que deparan el arte y la belleza de los paisajes, con las ventajas de hacer dinámico el tiempo libre, con la satisfacción del paseo sosegado, con la aproximación más intensa a favor del descubrimiento y disfrute de la cultura en sus más diversas manifestaciones. Fiel reflejo todas ellas de una percepción más formativa y enriquecedora del espacio tanto individual como colectivamente, son a la par la expresión de una postura ética que tiende a otorgar mayor valor y reconocimiento a los contenidos patrimoniales de los territorios con baja densidad, es decir, aquellos que permiten un descanso creativo sin los niveles de hacinamiento, bullicio y congestión a los que se han visto abocados lugares de fuerte concentración de la demanda de ocio. 

En definitiva, y aunque nos movemos aún en la incertidumbre y en el terreno de las hipótesis sobre lo que vaya a suceder, no está de más reflexionar sobre las posibilidades de acreditación turística que en el escenario remodelado por la pandemia  se abre a las ciudades y a los espacios rurales de las áreas interiores de España, entre ellas Castilla y León, precisamente por el hecho de que en éstas aparecen engarzados los tres elementos susceptibles de mayor valoración– cultura, paisaje y salud – sobre los que habría de basarse un aprovechamiento  lúdico del territorio más creativo, sostenible y saludable.  

7 de abril de 2020

La dimensión socio-espacial del coronavirus








En situaciones críticas es inevitable, y aconsejable, mirar hacia el futuro. Los autores de obras literarias en las que se describen con detalle las situaciones provocadas por las epidemias, que periodicamente afectan a la Humanidad con resultados a veces devastadores, transmiten al lector la sensación de que, tras la tragedia, habrán de venir momentos diferentes. No serán necesariamente felices. Les basta a sus protagonistas – tras sufrir “grandes males y grandes errores por una peste de la que se tiene una idea indeterminada”, como señala Allessandro Manzoni en “Los novios” (1827) -  con señalar que serán distintos, pues el deseo de contraste entre lo vivido y lo aún por vivir se impone como una necesidad. De ahí el deseo de sentir que lo sufrido abra paso de una u otra manera, y cuanto antes, a la normalidad, haga posible recuperar el tiempo perdido, culmine los deseos bloqueados por la epidemia, restablezca las relaciones económicas y sociales, tan profundamente alteradas, y satisfaga los anhelos que el disfrute de la libertad proporciona. De nuevo la percepción de esa conveniencia de cambio aflora cuando el mundo se encuentra afectado por la mayor pandemia ocurrida desde hace un siglo, cuando estalló la mal llamada “gripe española”, exhaustivamente analizada desde todas las perspectivas posibles.  Cien años después, a caballo entre la primera y la segunda década del siglo XXI, la expansión acelerada e indiscriminada del COVID-19 ha provocado una conmoción global con dimensiones nunca conocidas. Ante la magnitud de sus impactos se imponen la reflexión y el debate, pues es evidente que los hechos vividos, las medidas adoptadas para afrontarlos, las representaciones mentalmente elaboradas mediante las experiencias que cada cual haya podido tener no pueden establecer una solución de continuidad sin más respecto a la ocurrido hasta ahora.

            La reflexión surge de la necesidad intelectual de dar respuesta a las numerosas incógnitas que día a día el ciudadano se plantea con la vista puesta en el futuro y en medio de la clausura a la que se haya sometido. Es lógico y pertinente plantearse las preguntas relativas a cómo van a evolucionar los hechos cuando la actividad habitual se recupere. Hasta que eso suceda, no está de más someter a consideración, de cara a las actitudes que convenga adoptar en los días que vendrán, de qué manera los hechos vividos y observados están contribuyendo a modificar la percepción de cuanto nos rodea. En este sentido, es evidente que el interés por acercarse a lo que el futuro depara gravita en torno a dos temas fundamentales: de un lado, todo cuanto hace referencia a los efectos traumáticos ocasionados en la actividad económica y en el empleo; y, de otro, no menor curiosidad suscitan los aspectos referidos a los cambios producidos en la percepción de la dimensión espacio-temporal de los fenómenos que la crisis sanitaria ha puesto al descubierto con tanta nitidez como realidades sorprendentes para muchos.

Es evidente que ambos aspectos se hallan interrelacionados, toda vez que los traumatismos producidos en la economía y particularmente sus manifestaciones más graves – el deterioro del tejido empresarial, el incremento exponencial del desempleo y el agravamiento de las situaciones de marginalidad – introducen, más allá de las medidas correctoras que pudieran introducirse por el Gobierno, dinámicas de desestructuración del sistema socio-productivo susceptibles de desencadenar tensiones muy fuertes a la hora de afrontar el proceso de recuperación. Nadie puede en estos momentos presagiar las pautas que lo han de orientar a corto y medio plazo, entre otras razones porque se carece de precedentes a los que acogerse y porque no es fácil pronosticar el grado de efectividad que los instrumentos aplicados pudieran tener. Durante algún tiempo la incertidumbre primará sobre la seguridad.  

En este contexto no carece de sentido tener en cuenta la perspectiva socio-espacial, muy conectada con el interés que tiene conocer las formas de comportamiento que se construyen entre las personas y el entorno territorial en el que se desenvuelven. No en vano estamos ante una cuestión de gran importancia geográfica, en la medida en que los procesos cognitivos y de razonamiento espacial que los individuos desarrollan en situaciones excepcionales como la que nos afecta tienden a plasmarse en una nueva forma de entender las relaciones sociales y la toma de decisiones, coincidiendo con el despliegue de la autocrítica a todos los niveles y la posible modificación de la jerarquía de valores. De ahí que tenga pleno sentido hacerse una pregunta clave: ¿Qué principios fundamentarán los comportamientos humanos en los días que vendrán? La dureza de la experiencia no permite afrontar el futuro como si nada hubiera pasado o con la idea de que lo ocurrido es un mero paréntesis en nuestra singladura por la vida. Es probable que, cuando volvamos a la calle y admitiendo que esos comportamientos sobrevivirán a la catástrofe, veamos de nuevo a nuestros amigos, recuperemos la cercanía de la familia, coincidamos con el vecino, entremos en el establecimiento de proximidad que siempre nos acogía o acudamos a una consulta médica, tres nociones claves sobrevolarán nuestros pensamientos. A saber, reconocimiento de la extrema vulnerabilidad en que vivimos, sentido de pertenencia a un espacio de riesgos y solidaridades compartidos, la ponderación inequívocamente positiva de lo público y de quienes lo atienden y de los oficios dedicados a atender las necesidades de la ciudadanía... y apoyo sin fisuras a los investigadores que ayudan a que las sociedades sobrevivan a la catástrofe. Todo se resume en la valoración de quienes menos reciben, de los peor pagados, de quienes están sumidos en el anonimato sin otra compensación que la que aporta el orgullo por la labor cumplida. Toda una lección laudatoria de la humildad y la honradez profesional, que quizá trascienda, como cabría esperar,  al modo de entender  y llevar a cabo el ejercicio de la política.


25 de marzo de 2020

Una aproximación a los impactos geoeconómicos de la pandemia: el afianzamiento de la potencia industrial de China







Este texto participa del debate organizado por la Asociación de Geógrafos Españoles sobre la dimensión espacial de la epidemia por coronavirus


La magnitud alcanzada por la pandemia del Covid-19 representa un desafío ineludible, que incide, por sus múltiples implicaciones, sobre el compromiso intelectual de los geógrafos. En modo alguno, nuestra disciplina y quienes la cultivan pueden permanecer ajenos ante un hecho de tanta trascendencia territorial, pues no cabe duda de que la crisis epidémica provocada por el coronavirus ha de marcar un hito clave en la evolución histórica de la Tierra y en la reestructuración del espacio y de las relaciones internacionales que en él tienen lugar a escala global.  Evidentes y de enorme envergadura son, en efecto, los impactos espaciales, ya constatados y previsibles, que derivan de su dimensión holística, total, ostensible tanto en la generalización de sus efectos traumáticos sobre la salud a escala planetaria como en las profundas alteraciones provocadas en el sistema productivo, en la estructura y reorientación estratégica y locacional de las empresas, en la organización de las relaciones interempresariales, en las formas de trabajo, en el comportamiento del empleo y en la justicia espacial. Nos enfrentamos, por tanto, a un cúmulo de transformaciones concatenadas y decisivas, de enorme alcance geográfico  y sobre los que habremos de profundizar con el fin de sentar las bases interpretativas de las nuevas lógicas asociadas a la mayor crisis sanitaria que ha vivido el mundo desde la Segunda Guerra Mundial.
Entre ellos, y dada su trascendencia, quisiera centrarme de momento en el análisis y la valoración del significado adquirido por la República Popular de China en este dramático y convulso panorama.  La mera verificación de los hechos, en sus diversas variables y manifestaciones, sitúa a dicho país en el foco de la atención, debido a las múltiples ramificaciones que ofrece. Desde la aparición de los primeros contagios en la ciudad de Wuhan en los últimos días del mes de enero de 2020 hasta la aplicación de las medidas de lucha contra el coronavirus, que movilizan la acción de los gobiernos, en la casi totalidad de los Estados del mundo en el primer tercio del año, la referencia a la posición de China, y a sus políticas reactivas, se muestra omnipresente. Sin perder de vista el margen de responsabilidad que la concierne en el desencadenamiento de pandemia – potencialmente atribuible a las alteraciones ecológicas y a las manipulaciones llevadas a cabo en la vida animal (Sonia Shah, 2020)[1] -  la relevancia del peso alcanzado por el país asiático justifica la toma en consideración de una tendencia que se reafirma de manera inequívoca, al comprobar que la lucha contra la pandemia está contribuyendo a robustecer sobremanera su hegemonía en el contexto de la mundialización.  Ello supone un salto cuantitativo y estratégico de primer orden en el proceso que a lo largo de las dos últimas décadas ha convertido a China en uno de los centros neurálgicos capitales de la economía globalizada. En este sentido conviene recordar que, a comienzos del siglo XXI, cuando se desencadenó el SRAS (Síndrome Respiratorio Agudo Severo) la participación de China en el Producto Interior Bruto mundial apenas representaba el 5 %. Su ingreso en 2001 en la Organización Mundial del Comercio propició un aumento progresivo de su entidad en las estructuras comerciales internacionales hasta el punto de que dos décadas después esa participación se había cuadriplicado. Concentrando la quinta parte de la riqueza mundial, su mayor relevancia en términos relativos cobra entidad cuando se calcula que en los inicios del actual decenio de China proviene la tercera parte del crecimiento económico del mundo, un porcentaje similar al volumen alcanzado por las transacciones comerciales y, lo que es aún más significativo, el 36 % de la fabricación manufacturera. Este poderío industrial, que no cesa de crecer, está en la base de su liderazgo como expresión, entre otros factores primordiales, de los efectos que, tras la integración en la OMC, han traído consigo las estrategias de deslocalización llevadas a cabo por firmas muy representativas de la industria europea, cuyos capitales han fluido en esa dirección bajo el señuelo de los bajos costes de mano de obra y la elevada productividad consecuente, ligada a su vez a la dureza de las condiciones de trabajo.
No sorprende, pues, la afirmación de Philippe Waetcher[2] cuando resume estos hechos con una conclusión – “China condiciona el mundo” - tan contundente como difícilmente rebatible. Y es que, a la postre, y en un periodo muy corto, el país que nos ocupa, y que actualmente domina el escenario mediático con enorme profusión, se ha convertido en la “fábrica del mundo”, en el foco prevalente de la economía mundial hasta el punto de elevar de manera sensible la dependencia que ésta tiene de China. En realidad, se trata de una dependencia superior a la que su presencia cuantitativa en la industria mundial la concede, ya que conviene subrayar, como indicador de prevalencia, su elevado umbral de participación en las cadenas de valor de los productos fabriles de alto valor añadido, como es el caso del automóvil, de los componentes electrónicos, del textil, del juguete…y del sector farmacéutico. En todos ellos, y sin agotar la relación, su posición es esencial a la par que condicionante, insistiendo en la idea de Waetcher. Por lo que respecta al mundo de la farmacia, baste señalar, a modo de ejemplo, que, en estos momentos, y aunque la industria del medicamento presenta aún firmas muy potentes en Estados Unidos y Europa, los principios activos están mayoritariamente fabricados en China, donde se produce el 90 % de la penicilina, el 60% del paracetamol y la mitad del ibuprofeno, lo que les confiere una importancia clave en las importaciones realizadas por los países del desarrollo, por lo que la posibilidad de ralentización productiva constituye un riesgo con frecuencia señalado. De ahí que el funcionamiento de la industria farmacéutica en el mundo y su adecuación a las necesidades de un mercado permanentemente expansivo son tributarios de la producción obtenida en China y del enorme potencial científico configurado al amparo de esta enorme ventaja comparativa. 
Cuando el estudioso de la realidad internacional contempla este escenario no puede por menos de sorprenderse de una fortaleza impensable en los años setenta, cuando China aparecía sumida en una profunda crisis económica, política y social. El viraje producido en los años ochenta fu determinante. Consistió en el tránsito del totalitarismo y de una economía semiautárquica a un modelo de economía de mercado sujeta a una estrategia dirigista, eficientemente controlada, con la mirada puesta en su progresiva integración en los mercados internacionales, en un primer momento con destino a su propia región y posteriormente al resto del mundo. El éxito de la experiencia, vigorosamente afianzada en el siglo XXI, es congruente con una voluntad de internacionalización que encuentra en las líneas estratégicas planteadas por el Estado el soporte de su posición en el mundo. En este sentido, resulta evidente la fortaleza aportada por la capacidad del Estado chino para superar ventajosamente para él las dependencias y fragilidades de las que en el contexto de la globalización adolecen las estructuras políticas y de gestión estratégica cuando se encuentran estatalmente debilitadas. China, en cambio, ha sabido aprovechar las posibilidades del mercado global de forma que los movimientos de capital y los beneficios asociados a los flujos comerciales redundaran en su propio beneficio.  Son aspectos que me parece interesante subrayar cuando observamos que, ante la crisis epidémica que la expansión planetaria del coronavirus, la forma más efectiva de afrontarlo es a través de la intervención vigorosa, firme y disciplinada, ejercida por los Estados. Sin ella, es decir, cuando las estructuras estatales son frágiles o no existen, los impactos sobre la economía y la sociedad pueden llegar a ser desastrosos. Desde esta perspectiva, y como corolario añadido de lo que China representa en la lucha contra la crisis epidémica, y haciendo gala de cómo la ha afrontado, no parece desacertado considerar que para ese país esa tragedia constituye una oportunidad para mostrarse ante el mundo como un socio del que no se puede prescindir.
De todos modos, me atrevo a afirmar que la conmoción provocada por esta pandemia tal vez obligue a reflexionar sobre el modelo de globalización que actualmente estructura la articulación del espacio mundial. Y es hasta probable que no tardemos en ver aflorar en el escenario político e intelectual reflexiones, tan interesantes como necesarias, sobre las localizaciones industriales, las interdependencias generadas, las desigualdades que se han producido, los costes sociales a que han dado lugar y, lo que también considero importante, el papel que cabe desempeñar a los Estados, una vez comprobado que sólo con Estados sólidos, y necesariamente democráticos, es posible mitigar los tremendos efectos ocasionados por la catástrofe.




[1] Sonia Shah: “Contre les pandémies…l’écologie”. Le Monde Diplomatique. Mars, 2020. Muy interesante también David Quammen: Spillover: Animal Infection and the Next Human Pandemic. Norton, 2012, 592 pp.  Sobre los efectos espaciales de las epidemias, cabe destacar la obra de Andrew Cliff y Peter Haggett: Spatial aspects of influenza epidemics. London, Pion Limited, 1986. 280 pp.