Este texto participa del debate organizado por la Asociación de Geógrafos Españoles sobre la dimensión espacial de la epidemia por coronavirus
La magnitud alcanzada por
la pandemia del Covid-19 representa un desafío ineludible, que incide, por sus múltiples implicaciones, sobre el compromiso
intelectual de los geógrafos. En modo alguno, nuestra disciplina y quienes la
cultivan pueden permanecer ajenos ante un hecho de tanta trascendencia territorial, pues no
cabe duda de que la crisis epidémica provocada por el coronavirus ha de marcar
un hito clave en la evolución histórica de la Tierra y en la reestructuración
del espacio y de las relaciones internacionales que en él tienen lugar a escala
global. Evidentes y de enorme
envergadura son, en efecto, los impactos espaciales, ya constatados y
previsibles, que derivan de su dimensión holística, total, ostensible tanto en
la generalización de sus efectos traumáticos sobre la salud a escala planetaria
como en las profundas alteraciones provocadas en el sistema productivo, en la
estructura y reorientación estratégica y locacional de las empresas, en la
organización de las relaciones interempresariales, en las formas de trabajo, en
el comportamiento del empleo y en la justicia espacial. Nos enfrentamos, por
tanto, a un cúmulo de transformaciones concatenadas y decisivas, de enorme
alcance geográfico y sobre los que habremos de profundizar con el fin de sentar
las bases interpretativas de las nuevas lógicas asociadas a la mayor crisis sanitaria
que ha vivido el mundo desde la Segunda Guerra Mundial.
Entre ellos, y dada su
trascendencia, quisiera centrarme de momento en el análisis y la valoración del
significado adquirido por la República Popular de China en este dramático y
convulso panorama. La mera verificación
de los hechos, en sus diversas variables y manifestaciones, sitúa a dicho país
en el foco de la atención, debido a las múltiples ramificaciones que ofrece.
Desde la aparición de los primeros contagios en la ciudad de Wuhan en los
últimos días del mes de enero de 2020 hasta la aplicación de las medidas de
lucha contra el coronavirus, que movilizan la acción de los gobiernos, en la
casi totalidad de los Estados del mundo en el primer tercio del año, la
referencia a la posición de China, y a sus políticas reactivas, se muestra
omnipresente. Sin perder de vista el margen de responsabilidad que la concierne
en el desencadenamiento de pandemia – potencialmente atribuible a las
alteraciones ecológicas y a las manipulaciones llevadas a cabo en la vida
animal (Sonia Shah, 2020)[1] - la relevancia del peso alcanzado por el país
asiático justifica la toma en consideración de una tendencia que se reafirma de
manera inequívoca, al comprobar que la lucha contra la pandemia está
contribuyendo a robustecer sobremanera su hegemonía en el contexto de la
mundialización. Ello supone un salto
cuantitativo y estratégico de primer orden en el proceso que a lo largo de las
dos últimas décadas ha convertido a China en uno de los centros neurálgicos capitales
de la economía globalizada. En este sentido conviene recordar que, a comienzos
del siglo XXI, cuando se desencadenó el SRAS (Síndrome Respiratorio Agudo
Severo) la participación de China en el Producto Interior Bruto mundial apenas
representaba el 5 %. Su ingreso en 2001 en la Organización Mundial del Comercio
propició un aumento progresivo de su entidad en las estructuras comerciales
internacionales hasta el punto de que dos décadas después esa participación se
había cuadriplicado. Concentrando la quinta parte de la riqueza mundial, su
mayor relevancia en términos relativos cobra entidad cuando se calcula que en
los inicios del actual decenio de China proviene la tercera parte del
crecimiento económico del mundo, un porcentaje similar al volumen alcanzado por
las transacciones comerciales y, lo que es aún más significativo, el 36 % de la
fabricación manufacturera. Este poderío industrial, que no cesa de crecer, está
en la base de su liderazgo como expresión, entre otros factores primordiales,
de los efectos que, tras la integración en la OMC, han traído consigo las
estrategias de deslocalización llevadas a cabo por firmas muy representativas
de la industria europea, cuyos capitales han fluido en esa dirección bajo el
señuelo de los bajos costes de mano de obra y la elevada productividad
consecuente, ligada a su vez a la dureza de las condiciones de trabajo.
No sorprende, pues, la
afirmación de Philippe Waetcher[2] cuando resume estos hechos
con una conclusión – “China condiciona el mundo” - tan contundente como
difícilmente rebatible. Y es que, a la postre, y en un periodo muy corto, el
país que nos ocupa, y que actualmente domina el escenario mediático con enorme
profusión, se ha convertido en la “fábrica del mundo”, en el foco prevalente de
la economía mundial hasta el punto de elevar de manera sensible la dependencia
que ésta tiene de China. En realidad, se trata de una dependencia superior a la
que su presencia cuantitativa en la industria mundial la concede, ya que
conviene subrayar, como indicador de prevalencia, su elevado umbral de
participación en las cadenas de valor de los productos fabriles de alto valor
añadido, como es el caso del automóvil, de los componentes electrónicos, del
textil, del juguete…y del sector farmacéutico. En todos ellos, y sin agotar la
relación, su posición es esencial a la par que condicionante, insistiendo en la
idea de Waetcher. Por lo que respecta al mundo de la farmacia, baste señalar, a
modo de ejemplo, que, en estos momentos, y aunque la industria del medicamento
presenta aún firmas muy potentes en Estados Unidos y Europa, los principios
activos están mayoritariamente fabricados en China, donde se produce el 90 % de
la penicilina, el 60% del paracetamol y la mitad del ibuprofeno, lo que les
confiere una importancia clave en las importaciones realizadas por los países
del desarrollo, por lo que la posibilidad de ralentización productiva
constituye un riesgo con frecuencia señalado. De ahí que el funcionamiento de
la industria farmacéutica en el mundo y su adecuación a las necesidades de un
mercado permanentemente expansivo son tributarios de la producción obtenida en
China y del enorme potencial científico configurado al amparo de esta enorme
ventaja comparativa.
Cuando el estudioso de la
realidad internacional contempla este escenario no puede por menos de sorprenderse
de una fortaleza impensable en los años setenta, cuando China aparecía sumida
en una profunda crisis económica, política y social. El viraje producido en los
años ochenta fu determinante. Consistió en el tránsito del totalitarismo y de
una economía semiautárquica a un modelo de economía de mercado sujeta a una
estrategia dirigista, eficientemente controlada, con la mirada puesta en su
progresiva integración en los mercados internacionales, en un primer momento
con destino a su propia región y posteriormente al resto del mundo. El éxito de
la experiencia, vigorosamente afianzada en el siglo XXI, es congruente con una
voluntad de internacionalización que encuentra en las líneas estratégicas
planteadas por el Estado el soporte de su posición en el mundo. En este sentido,
resulta evidente la fortaleza aportada por la capacidad del Estado chino para
superar ventajosamente para él las dependencias y fragilidades de las que en el
contexto de la globalización adolecen las estructuras políticas y de gestión
estratégica cuando se encuentran estatalmente debilitadas. China, en cambio, ha
sabido aprovechar las posibilidades del mercado global de forma que los
movimientos de capital y los beneficios asociados a los flujos comerciales
redundaran en su propio beneficio. Son
aspectos que me parece interesante subrayar cuando observamos que, ante la
crisis epidémica que la expansión planetaria del coronavirus, la forma más
efectiva de afrontarlo es a través de la intervención vigorosa, firme y
disciplinada, ejercida por los Estados. Sin ella, es decir, cuando las
estructuras estatales son frágiles o no existen, los impactos sobre la economía
y la sociedad pueden llegar a ser desastrosos. Desde esta perspectiva, y como
corolario añadido de lo que China representa en la lucha contra la crisis
epidémica, y haciendo gala de cómo la ha afrontado, no parece desacertado
considerar que para ese país esa tragedia constituye una oportunidad para
mostrarse ante el mundo como un socio del que no se puede prescindir.
De todos modos, me atrevo
a afirmar que la conmoción provocada por esta pandemia tal vez obligue a
reflexionar sobre el modelo de globalización que actualmente estructura la
articulación del espacio mundial. Y es hasta probable que no tardemos en ver
aflorar en el escenario político e intelectual reflexiones, tan interesantes
como necesarias, sobre las localizaciones industriales, las interdependencias
generadas, las desigualdades que se han producido, los costes sociales a que
han dado lugar y, lo que también considero importante, el papel que cabe
desempeñar a los Estados, una vez comprobado que sólo con Estados sólidos, y necesariamente
democráticos, es posible mitigar los tremendos efectos ocasionados por la
catástrofe.
[1] Sonia Shah: “Contre les pandémies…l’écologie”.
Le Monde Diplomatique. Mars, 2020. Muy interesante también David Quammen: Spillover: Animal Infection and the Next Human Pandemic. Norton, 2012, 592 pp. Sobre los efectos espaciales de las epidemias, cabe destacar la obra de Andrew Cliff y Peter Haggett: Spatial aspects of influenza epidemics. London, Pion Limited, 1986. 280 pp.
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